viernes, 18 de septiembre de 2015

El Honor, en la picota Por Flavío INFANTE

 Publicado por Revista Cabildo Nº 114
Meses Julio/Agosto de 2015-3era.Época
 CULTURALES
 Flavío INFANTE
 El Honor, en la picota
 
VECES no queda más remedio que soportar el horrísono testimonio de alguno que se declara concienzudamente contrario al heroísmo, de un quisque escéptico con respecto a la bondad inherente al sacrificio voluntario de la propia vida en atención a algo que la supera y determina, siendo proferidas estas bravatas por gentes que pasaron nada menos que por la escuela y la universidad.


 Lo que nos trae a la mente la pregunta por el origen de una tal disposición, a la vez que, sin quererlo, palpamos y gustamos y advertimos como en cifra la insuperable vileza de la modernidad tardía. Pues si Pascal pudo expresar con eficacia de palabras la común estimación positiva -adscrita, es de suponer, a todas las edades- del hecho de la muerte heroica («creo en testigos que se dejan matar»), el hombre semi-ilustrado de nuestras postrimerías ha creído factible desmentir el honor, o bien trocarlo por el confort: casi la misma cosa.
El secreto de las generaciones adulterinas nacidas de la revolución cultural consiste en el repudio de aquel bien que se asume como inalcanzable: no basta ya con no ser capaces de ninguna grandeza, sino de ser calificadamente probos para rechazarlas a todas.
Caliginoso precipitado del igualitarismo impuesto a varias generaciones sucesivas, la nobleza del alma ya no es -como para el medio hombre de todas las edades- un motivo arquetípico que acicatea y espabila, frente al cual prima -junto a la conciencia de la propia indignidad- el deseo elevante de emulación, o al menos la adhesión cordial entre las turbias olas de la existencia. Sirve hurgar en la antigua Grecia para comprobar que, a sideral distancia de la envidia devenida contenido pedagógico y de las aulas conformadas al método de Procusto, el culto de los héroes supone el reconocimiento de la aristocracia del carácter (que héroe significa justamente «noble»): sólo a partir de este homenaje -honra de quien lo recibe tanto como de quien lo tributa- la nación puede articularse y lanzarse a la faena venturosa de la historia.
Y aunque parezca una obviedad notar que, para ello, el sujeto colectivo debe estar más bien erguido que no postrado (lo que supone que la cabeza ocupe su lugar específico, en lo más alto), nunca será excesivo recordarlo a unos contemporáneos que han preferido oponer las presuntas bondades de la horizontal (vale decir: de la homogeneidad y de la inercia) al temido vértigo del vértice. Esa vulgaridad de los usos y las aspiraciones se revela poderosa sólo al momento de asfixiar al héroe en su cuna, es decir, de abortar -en una amplia y laboriosa red da- toda disposición al testimonio supremo, pues en esta disposición tanto se revela de egregio cuanto de imperdonable. La cualidad de egregio (ex-grege) resulta, de hecho, el pecado por antonomas para el hombre-masa que ya no admite la existencia del pecado.
No menos que padecer sus burlas, don Quijote comprobó la opresión del héroe en las estancias de aquellos duques bien vivants: "le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra la orden de caballería que profesaba» (II, 52 Más acá en el tiempo y fuera de ficción literaria, el temple de Condrenau nos enseñará a «amar a las trincheras y despreciar los salones». Pues el lugar de uno y otro estaba muy lejos de allí, tal como en la visión de la declinación de las edades el poeta vio apartarse irremediablemente de la tierra a Aidos y Némesis para que acá abajo acabara de consumarse la ignomini; que siempre se castiga a sí misma El caso es que la ignominia de nuestros días, ante la que hubiera enmudecido la pluma de Hesíodo se desvive por retener y sepultar en su esfera -mediante el público escarnio u osando someter a un imposible juicio adverso- a todo cuanto remita al lustre moral al honor, a la elevación del ánimo.
Porque el bien moral, cuanto más supremo, más se vuelve en nuestros días objeto de contestación y escarnio: pecado de inteligencia que subsigue la impotencia de la voluntad, y ésta la última entre las cuotas que le ha dejado al hombre el atolladero de la sobrecivilización.
Así, el materialismo ingenuo (sanchopancesco, digamos) del común, que se adhiere a los bienes de esta tierra por una simplícisima e inobjetable afirmación de su valor intrínseco, resulta punto menos que sapiencial frente al materialismo reflejo, emponzoñado, de los fustigadores de una épica del honor.
Que, aunque a menudo puedan presumir de alguna afición espiritualista de esas que la moda impone a los insensatos, aun entonces confirman el carácter estrechamente prosaico de sus preferencias, siempre sujetas a la prudencia de la carne, que no admite riesgos.
Ésta es, en efecto, la piedra de toque para conocer la veracidad de cualquier referencia al espíritu: la medida de la disposición personal a la prueba de fuego, a la ordalía. Cosa radicalmente imposible (a no mediar una reeducación en sentido opuesto) para los mustios retoños del idealismo moderno, siempre proclives a la cosificación -y al definitivo desprecio- de toda realidad ajena a la propia conciencia.
Esa "moral de esclavos" con que Nietzsche denigraba a un cristianismo mal conocido (o conocido en su deformación protestante) es la que mejor se aplica al amasijo infecto de panfilismo, pacifismo, indiferentismo, asepsia de medios para la ausencia de fines, impostura ataráxica y afectado cinismo que surten las aulas, los medios de prensa, las terapias en boga, las compuertas todas del infierno.
Moral porque de una cierta moral se trata, de unas prescripciones reguladoras de la existencia, minuciosas y aun casuistas, aunque más no sea para despojar al sujeto de toda generosidad de miras. De esclavos porque «todo el que peca es un esclavo», y más cuando el pecado afecta a algo más que la volición.
Y porque corresponde al apocamiento de quienes encarnan esta contra-moral, hechos para arrostrar el admirable universo -y el alto fin para el que fueron creados- con un mohín. •