Queda muy poco tiempo para
que la incertidumbre quede atrás. Cuando lo electoral
sea superado, se empezará a escribir el capítulo
que todos esperan con ansias. El destino de la sociedad
depende, en buena medida, de las determinaciones que se
tomen en lo político y económico. Las
instituciones se han debilitado y la economía es una
bomba de tiempo aunque, en realidad, lo más grave ha
sido la creciente crisis moral y la destrucción de
los valores. En eso la reconstrucción parece más
compleja.
Hablar de lo económico produce
escozor a muchos, especialmente a los políticos que
intuyen que el dilema está muy próximo, que deberán
tomar decisiones de gran impacto y asumir además sus
inevitables consecuencias. Pero también
son demasiados los ciudadanos que prefieren evadir el asunto,
minimizar la cuestión e ilusionarse con que solo habrá
que enfrentar una leve turbulencia insignificante y casi
imperceptible. A veces parece mejor ignorar lo que sucede
y evitar preocupaciones, utilizando esa dinámica como
un mecanismo de defensa. No es una actitud muy racional,
ni atinada, pero es demasiado frecuente y eso explica la
actualidad. En poco tiempo habrá que decidir
entre el gradualismo y las políticas de shock. El rumbo
ya no es parte de la discusión. Solo resta definir
los tiempos, las formas y los instrumentos tácticos
de una estrategia general compartida aunque siempre repleta
de sutiles matices opinables. El sendero ya
está trazado y no precisamente porque se haya debatido
lo suficiente, ni por los consensos logrados de la mano
del diálogo civilizado. El inocultable desmadre y la
inmensa nómina de disparates que forman parte del arsenal
de decisiones del pasado, no solo en lo político, sino
también en lo económico, conformaron este escenario
peligroso obligando a encaminarse en una dirección
indiscutible, ya no por las convicciones profundas, ni por
las coincidencias, sino por imperio de las circunstancias. Propios y extraños lo saben. Unos, intentan
disimular con discursos ambiguos sus verdaderas impresiones
sobre lo ocurrido en el pasado y el contexto que tendrán
que administrar si triunfan. Los otros, aprovechan con oportunismo
lo que sale a la luz, pero son conscientes que decir la
verdad sobre lo que se debe hacer pone en riesgo sus posibilidades
electorales. El presente parece invitar a mentir
sistemáticamente y ocultarles a todos la más cruda
realidad. Coinciden en sugerir que la salida de este tembladeral
será sencilla, casi sin secuelas relevantes y prefieren
transmitir optimismo. Lo cierto es que la fiesta
se acabó y no precisamente por una actitud reflexiva,
sino porque simplemente se agotó el presupuesto. El
despilfarro de estos años ha encontrado un límite,
ese que imponen los hechos sin pedir permiso. Las determinaciones
desquiciadas han montado este presente del que no será
nada fácil salir. Todo se pudo prever,
pero para los que gobernaron era más cómodo seguir
con la inercia y hacerse los distraídos. Han conseguido
aguantar hasta la finalización de su tiempo en el poder
y ahora preparan el relato para asegurarse que el futuro
sea absoluta responsabilidad ajena. Los que
aspiran a tomar la posta saben de esta comprometida situación,
pero, por ahora, solo les preocupa acceder al poder. Luego
diseñarán el discurso para justificar los cambios
que precisan hacer y se ocuparán de aclarar que sus
decisiones eran totalmente necesarias. Lo que
viene se parece mucho a una tempestad aunque no se pueda
dimensionar el tamaño del impacto final. La sociedad
debería comprenderlo. No se puede vivir del aire, no
es razonable obtener recursos sin esfuerzo y mucho menos
subsidiar indefinidamente a una porción significativa
de la comunidad, prolongando en el tiempo este disparate. Esa fantasía tiene un límite. Es posible
forzar las cosas durante algún tiempo. Abundan los
mecanismos artificiales que permiten hacerlo y extender
la vigencia de esa ficción, siempre un poco más.
Pero en algún momento todo se desmorona y entonces
se debe hacer lo preciso. Pronto, muy pronto,
habrá que tomar decisiones. Lo único que resta
explicar es el modo de hacerlo. No se trata de una discusión
entre los que prefieren continuidad y los que quieren cambiar.
Seguir igual que ahora ya no es una opción. Solo queda
saber si la agonía se extenderá por largo tiempo
antes de tocar fondo para luego recién volver a arrancar,
o si se seleccionará un camino más tortuoso en
el corto plazo, con la intención de abordar entonces
una recuperación más acelerada. No
existe una fórmula mágica que resuelva este intríngulis.
No se sale de semejante lista de errores groseros sin pagar
costos importantes. Nada es gratis y es bueno aprender a
hacerse cargo de los desaciertos electorales de los ciudadanos.
La apatía, la abulia, la indiferencia y el desinterés
también tienen un precio y es saludable asumirlo para
evitar renovados tropiezos. El panorama no es
auspicioso. Lo que viene no será simple. Los gobernantes
tendrán que seleccionar las variantes tácticas,
las herramientas y medidas que tomarán para salir de
este caos. Queda poco tiempo para que el telón se levante
y empiece un nuevo ciclo. El final de esta historia sigue
siendo un gran misterio. Lo cierto es que se agotó
el plazo y que se avecinan tiempos de definiciones. Ya no
se puede ocultar que la sociedad está ante la inminente
disyuntiva. Alberto Medina Méndez albertomedinamendez@gmail.com
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