“Europa se va al carajo”: Los godos del emperador Valente
Publico aquí (sin coincidir 100% con el autor) un texto cuasi-profético del conocido autor de la saga del “Capitán Alatriste”. A archivarlo y meditarlo -sugiero- especialmente quienes viven en lo que alguna vez fue la Europa cristiana.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
Los godos del emperador Valente
Por Arturo Pérez-Reverte
En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo,
presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones
-entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió
penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas
de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados,
esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces.
En
los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio
romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos,
que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la
codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el
Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente
y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos
destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que
quedaba del imperio romano.
Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado.
Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender.
Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por
ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y
todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando
invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se
mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros
imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El
problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio
heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la
Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia
medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del
hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso
-Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de
caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de
sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a
salvo un rato, nada más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición
de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente
norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una
democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais -religión
mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron
a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al
fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos
de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de
desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido
histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una
coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura
inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios
incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y
agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad
fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos
centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados.
Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra
incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o
temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia,
esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una
vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede.
Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide.
Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes
frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones
enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no
tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada.
La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares.
Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas
de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler
encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las
armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan
a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta
legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a
eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle
significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son
para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar
con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme,
inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y
no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta
histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada.
Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por
desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está
roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y
quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a
los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que
siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no
son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando
fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo
que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto
ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los
recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son
muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los
imperios tardan siglos en desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la
instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del
imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que
adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni
en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni
trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además,
incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un
refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una
alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola
junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces
para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la
varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos,
podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada.
De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente
inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales
desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y
populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final
será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas
que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando
por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de
cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos
se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos
desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y
la injusticia. También parte de la población romana -no todos
eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con
ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual.
Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos,
tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo
explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se
vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca
son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es
lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución;
que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley
natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo
viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está
sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios
sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para
comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo
hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar
explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es
imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo.
Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su
biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre
ayuda a asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes.
Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el
mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que
puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue.
Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto
tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello
en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por
estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes
-llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos
supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo
nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y
cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los
hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
Arturo Pérez-Reverte