Santa ira
Santa ira
por Juan Manuel de Prada
A veces recibo reconvenciones de
hipócritas que reprochan mis palabras gruesas e injuriosas, mis
intemperancias y raptos coléricos; aunque, más frecuentemente, los hipócritas, en lugar de decírmelo a la cara, se dirigen a quien puede hacerme más daño.
Es cierto que a veces deslizo expresiones agrias en mis artículos; pero
siempre van dirigidas contra iniquidades que claman al cielo, o contra
los canallas que las conciben y ejecutan, por lo que mucho más
escandaloso sería callar. Pero el hipócrita, bajo sus modales suavones y sus afectaciones pazguatas, es siempre un monstruo de iniquidad que
desea que las iniquidades queden impunes. Mucho me repugnan los
reproches de los hipócritas; pero mucho más todavía me repugna que, para
reconvenirme, me digan melifluamente que es «muy poco cristiano»
adoptar actitudes arriscadas, porque lo que Jesús deseaba es que
fuésemos mansos y pusiésemos la otra mejilla.
Tal sonsonete se funda, naturalmente, en una imagen totalmente tergiversada de Cristo, que cuando exhortaba a la mansedumbre no nos estaba pidiendo que fuésemos unos eunucos con horchata en las venas,
ni unos pánfilos miramelindos, ni unos moderaditos inofensivos, sino
personas que acatan dócilmente la voluntad divina. Tampoco cuando emplea
la imagen retórica de poner la otra mejilla nos está pidiendo Cristo
que nos convirtamos en unos seres pasivos que se dejan vapulear por sus
agresores, sino que nos recuerda que Dios está con quien recibe una agresión por su causa;
y que debemos hacérselo ver al agresor, para que entienda que el daño
de su bofetada es ínfimo, comparado con el beneficio de la caricia
divina. Que Jesús fue misericordioso y compasivo ante las debilidades
del prójimo es algo que está fuera de toda duda; pero que fuese ese ser
almibarado y merengosín que pretenden ciertos hipócritas, una especie de
paladín del pacifismo más bobalicón y soplagaitas, es falso de toda
falsedad. Jesucristo fue el Cordero de Dios, pero también el León de Judá; y de sus rugidos y zarpazos están llenos los Evangelios, que
basta leer para que este falso Jesucristo de pitiminí que los
hipócritas han construido se derrumbe ante nuestros ojos. Cuando leemos
los Evangelios descubrimos, por ejemplo, que Jesús empleaba palabras
consoladoras para sanar a los afligidos; pero descubrimos que también
empleaba silencios enigmáticos, respuestas irónicas, parábolas
terribles, discursos airados y hasta arrebatos coléricos. Jesús, en fin,
nada tiene que ver con un predicador capón y melifluo que sonríe
condescendiente ante las travesuras de los hombres, a los que mira con
plácida benignidad; por el contrario, se revuelve viril y enojado contra
los hombres cuando los sorprende en falta, los maldice e increpa con
palabras acres, los reprende sin paños calientes y, llegado el caso, se
lía a zurriagazos con ellos.
Esta santa ira nos sobrecoge a veces por su ferocidad; pero
nos sobrecoge todavía más porque estalla cuando menos lo esperamos.
Así, por ejemplo, en el Cenáculo, cuando Pedro se pone suavón y pazguato
y lo invita a rehuir la Pasión, Jesús le lanza un anatema brutal (sobre
todo teniendo en cuenta que antes lo ha elegido su vicario en la
Tierra): «Apártate de mí, Satanás». No tiene empacho Jesús en llorar amorosamente sobre la ciudad que está a punto de inmolarlo;
pero tampoco tiene empacho en profetizar que Cafarnaum y Betsaida
padecerán mayor condena que Sodoma. A la higuera estéril la maldice,
aunque como el mismo evangelista reconoce «no era tiempo de higos». A
los mercaderes que se habían instalado en el atrio del templo los
expulsa sin miramientos, armado de un látigo. Y a los fariseos les lanza
una portentosa filípica, sin recatarse de acribillarlos con las
palabras más gruesas e injuriosas: «Raza de víboras, sepulcros
blanqueados», etcétera.
Y, en fin, no encontramos en toda la
predicación de Cristo ninguno de los tópicos habituales a favor de la
paz que tanto gustan de atribuirle los hipócritas. No hallamos en sus
palabras ninguna execración de la guerra; y hasta llegó a cultivar
cierta amistad con algunos soldados romanos. La paz que repartía a manos llenas entre sus seguidores nada tiene que ver con la paz del mundo, sino con la paz del alma,
que se llena de la fragancia de los nardos cuando Dios anida dentro de
ella. Y, en fin, Jesús nos advierte sin ambages que no ha venido a traer
la paz, sino la espada, y a revolver al hijo contra el padre y a la
nuera contra la suegra. Nada más natural, pues, para afrontar tales
batallas, que armarse de santa ira. El León de Judá nunca dejó de
mostrarse airado ante quienes lo merecían; y reservó sus iras mayores
para los bellacos hipócritas.
Juan Manuel de Prada
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