NO HACE LA FALTA LA FE PARA CASARSE
«Entre
las circunstancias que pueden consentir tratar la causa de nulidad
matrimonial por medio del proceso más breve según los cánones 1683-1687,
se encuentran por ejemplo: la falta de fe que
puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina
la voluntad, la brevedad de la convivencia conyugal, el aborto
procurado para impedir la procreación, la obstinada permanencia en una
relación extraconyugal en el momento de la boda o en un tiempo
inmediatamente posterior, el ocultamiento doloso de la esterilidad o de
una grave enfermedad contagiosa o de hijos nacidos de una precedente
relación o de un encarcelamiento, una causa matrimonial del todo extraña
a la vida conyugal o consistente en la gravidez imprevista de la mujer,
la violencia física infligida para obligar el consentimiento, la falta
de uso de razón comprobada por documentos médicos, etc…» (Art. 14§1).
El Sacramento del Matrimonio causa la gracia, es decir, comunica “per se” (por sí mismo) el ser de la gracia al hombre y a la mujer, que se unen en matrimonio.
No hace falta la fe, ni del varón ni de la mujer, para casarse. La fe no es un pre-requisito para que el Sacramento actúe.
Sin
embargo, hace falta la fe para que el alma pueda recibir esa gracia,
tenga disposición en su alma para recibir la gracia ya dada en el
Sacramento.
Una
cosa es la gracia que comunica el Sacramento; otra es la disposición
del alma, que por su pecado o falta de fe, pone un óbice, un obstáculo
para recibir en el alma la gracia que ya se ha dado en el Sacramento.
El
pecado o la falta de fe no impide que el Sacramento haga su función:
comunicar el ser de la gracia. Impide, por el contrario, que el alma
tenga esa gracia en su interior y pueda vivir la vida divina en el
matrimonio.
Por lo tanto, legislar que entre las circunstancias que pueden anular un matrimonio está la falta de fe es un error en la fe. Gravísimo error.
Porque
el impedimento que anula un matrimonio es el error en la mente, no la
falta de fe. Hay que discernir el error para ver si afecta a la esencia
del contrato matrimonial o al objeto del contrato matrimonial, que es la
misma persona.
Hay que legislar sobre el error, no sobre la falta de fe.
Legislar «la falta de fe que puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina la voluntad» es anular el impedimento del error en el matrimonio.
Se centra en la falta de fe que, “per accidens”,
puede viciar el consentimiento. Pero no se centra en si hubo, antes del
matrimonio, un error que impidiera el contrato matrimonial.
Si
no existe error en cuanto a la naturaleza de lo que es el matrimonio y
en cuanto a la persona, con la cual se contrae matrimonio, entonces
siempre el matrimonio es válido.
El valor del Sacramento del Matrimonio no depende “per se” de la fe los contrayentes. Sólo depende “per accidens”.
Aquella
persona que no crea en nada en absoluto, el Sacramento que realiza es
válido por sí mismo. Porque el que se casa no obra como causa principal
en el Sacramento. No es por su propia fe cómo Cristo da el ser de la
gracia del Sacramento. Ni es por su falta de fe cómo Cristo niega el ser
de la gracia del Sacramento. El Sacramento es obra de Cristo mismo, no
de la fe de la persona.
Por eso, formalmente, no influye la falta de fe para la validez de un matrimonio. Puede influir “per accidens”, indirectamente, viciando la intención de la voluntad o la forma del matrimonio (=la libre aceptación del otro).
Cuando
se da un error en la mente, que tuerce la intención de querer ese
contrato matrimonial como lo quiere Cristo o la Iglesia, o que se niega a
aceptar la voluntad de la otra persona como parte del contrato
matrimonial, entonces no puede haber matrimonio.
Aquel
que se case ignorando el derecho al cuerpo, o que piense que el
matrimonio sea soluble, se casa válidamente, si su pensamiento no
influye ni en la libre aceptación de la otra persona, ni en la intención
de su voluntad de casarse. Él quiere casarse, aunque ignore todo lo
demás.
Pero
aquel que tuerza su voluntad por su incredulidad, entonces se casa
inválidamente. Tiene el impedimento de un error sustancial.
Una cosa es la voluntad de casarse, la intención; y otra el error, la ignorancia, la duda.
Por
derecho divino, no hace falta la fe para casarse, ya que el contrato
matrimonial es indisoluble por ley natural. Antes de Cristo, la gente se
casaba naturalmente, sin la fe, y eso era indisoluble.
«En
el plano teológico, la relación entre la fe y el matrimonio tiene un
significado más profundo. El vínculo esponsal, aunque sea realidad
natural entre los bautizados, fue elevado por Cristo a la dignidad de
sacramento. El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, a los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los contrayentes.
Lo que si se pide como condición mínima necesaria es la intención de
hacer lo que hace la Iglesia. Y si bien es importante no confundir el
problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes,
no es posible separarlos totalmente. Como hacía notar la Comisión
Teológica Internacional en un documento de 1977, “En el caso en el que no se advierta ningún rastro de fe en cuanto tal (en el sentido del término “creencia” disposición a creer) ni
algún deseo de la gracia y de la salvación, se pone en el problema de
saber en realidad si la intención general de la que hemos hablado es
verdaderamente sacramental, está presente o no, y si el matrimonio ha
sido contraído válidamente o no”». (La dottrina cattolica sul
sacramento del matrimonio [1977], 2.3: Documenti 1969-2004, vol. 13,
Bolonia 2006, p. 145). (Alocuciones a la Rota – 2003 – Benedicto XVI).
En
el matrimonio todo gira en la voluntad de la persona. Aquí está la
clave de la validez de un matrimonio, en que la persona decide casarse o
no, y decide o no aceptar a la otra parte con un lazo eterno.
La fe no tiene nada que ver con la validez de un matrimonio, ya que el vínculo es indisoluble por derecho natural.
Por
derecho eclesiástico, la Iglesia manda que los cónyuges tengan un
conocimiento básico del Sacramento del Matrimonio, porque Jesús elevó el
contrato matrimonial a la gracia. Es decir, ya es una ley de la gracia
que incumbe a los miembros de la Iglesia, no así a los paganos. Un
miembro de la Iglesia Católica tiene que saber cómo llevar su matrimonio
en la ley de la gracia, en la vida eclesial, no sólo en la ley natural y
en la divina. De esta manera, con ese conocimiento, el alma queda
dispuesta para recibir la gracia que el Sacramento, por sí mismo,
comunica.
Pero
este conocimiento de lo que es un matrimonio, como Sacramento, no es
una condición sin la cual no pueda darse el matrimonio. La falta de
conocimiento no es un impedimento.
Una
persona que tenga en su mente el error de que el matrimonio es soluble,
pero acepta el deseo que tiene la otra persona de casarse para siempre,
de forma indisoluble, entonces el matrimonio es válido, a pesar del
error en su mente.
Porque
el error en la mente, en este caso, no vicia el libre consentimiento de
la voluntad hacia la otra persona: libremente se entrega a la otra
persona, acepta su deseo, su mente de casarse para toda la vida, aunque
en su mente permanezca el error. Su error en la mente no impide “per se”
la gracia sacramental, porque en su voluntad acepta a la otra persona.
Su falta de fe, su incredulidad, será un obstáculo en su matrimonio.
Pero eso es otro problema.
Esta
persona se casa válidamente, es decir, tiene la gracia del Sacramento,
pero en su alma tiene un óbice, por el cual no puede obrar, en su
matrimonio, con la gracia del Sacramento.
Legislar que la falta de fe es causa de anulación es un pecado gravísimo y un error en la fe.
Muchos ven este error manifiesto, claro, patente, en este documento, pero dicen: como formalmente
no se ha cambiado la doctrina sobre el matrimonio, entonces no hay
error en la fe en la doctrina, aunque sí en la reforma de la ley
canónica.
Esta es la hipocresía de muchos sacerdotes y Obispos.
¡Un gran fariseísmo!
Si
de hecho se ha cambiado la doctrina del matrimonio con estas leyes
perversas en lo canónico, es que también se ha cambiado la doctrina del
matrimonio en la Iglesia.
La forma ambigua que se emplea en ese documento, el cual no es infalible por más que se llame “motu proprio”, quiere hacer creer a la Iglesia Católica que la doctrina de 2000 años no ha cambiado.
Es
el juego del lenguaje en el hereje Bergoglio. Habla para dar a cada uno
lo que quiere escuchar. A los católicos, les dice que la doctrina no
cambia. A los progresistas, les ofrece unas leyes que destruyen toda la
doctrina católica sobre el Matrimonio.
Este
es el juego de Bergoglio. Siempre ha sido así. Y siempre lo será. Y los
católicos todavía en babia con ese hombre, con ese usurpador de la Sede
de Pedro.
¡Qué poco espíritu de discernimientos tiene la Iglesia Católica!
¡Qué fácil es engañar a toda la Iglesia Católica con palabritas que se quieren escuchar!
Bergoglio
presenta la anulación del Sacramento porque éste fue celebrado sin fe.
Esta es la herejía principal en este documento. Y esto llevará,
inevitablemente, a un número enorme de nulidades matrimoniales. Porque,
es claro, en un tiempo en que brilla la fe por su ausencia, hay que
poner leyes que gusten a todos esos hombres y mujeres que viven sin fe
en sus matrimonios y que quieren otra cosa, precisamente, porque no
creen en nada.
¡Es
la jugada maestra de un hombre sin fe, como Bergoglio! ¡Todo cuanto
toca es para pervertirlo, para anularlo, para destruirlo!
Con este documento, se abre verdaderamente el camino de la Gran Apostasía de la fe en millones de matrimonios.
Ahora,
hay que creer para casarse. Y ¿en qué van a creer? ¿En un matrimonio
indisoluble? Entonces, se seguirán casándose sin fe para poder seguir
anulando su matrimonio, precisamente, por su falta de fe.
¡Qué jugada maestra de Bergoglio!
¡Cómo ha sabido engatusar a toda la Jerarquía!
No se puede legislar como causa posible de anulación «el aborto procurado para impedir la procreación».
Porque el valor del Sacramento del Matrimonio no depende “per se” del estado de gracia de los contrayentes.
El
pecado mortal no anula ningún matrimonio. Para la validez el
matrimonio, sólo es necesaria la unión de cuerpos, no engendrar un hijo.
Ningún pecado que los cónyuges hagan durante la consumación de su
matrimonio anula el matrimonio. Mucho menos, si ese aborto se da mucho
después de la primera unión conyugal.
Un
matrimonio consumado significa que se ha realizado el acto conyugal, no
que de ese acto se haya seguido la prole. Ni que, en ese acto, se haya
impedido la prole de alguna manera. Y, si en ese acto se ha concebido,
el aborto que se procura es sólo un pecado de la persona, no causa de
anulación del matrimonio.
Porque sólo se exige, para el matrimonio, el acto conyugal, no lo demás: no engendrar un hijo.
Por otra parte, legislar que «la brevedad de la convivencia conyugal»
es causa de anulación es ignorar lo que es un matrimonio consumado.
Sólo se pide a los cónyuges, para la validez de su matrimonio, unir sus
cuerpos. No se pide que esa unión ni sea larga, ni sea breve.
No
está ni en la calidad ni en la cantidad del acto conyugal la validez de
un matrimonio. Sólo está en la unión física de los dos sexos. Si se ha
conseguido esta unión para buscar una generación apta, entonces hay
matrimonio. No se pide la cantidad del acto conyugal.
¿Qué tiene que ver la brevedad del acto con la validez del consentimiento o la aceptación de la otra persona?
¿Se la ama menos porque el acto conyugal fue breve?
Lo
que es impedimento para la validez del matrimonio es la impotencia o la
esterilidad. La impotencia impide la unión conyugal; la esterilidad
altera el vínculo matrimonial.
Pero, un aborto o un acto conyugal breve no son impedimentos del matrimonio.
Un
matrimonio es inválido porque ha sido contraído existiendo algún
impedimento que lo dirime. Ese impedimento quedó oculto o fue
desconocido en el momento del matrimonio.
Y la Iglesia ya ha declarado qué clases de impedimentos son los que anulan un matrimonio.
El
impedimento es una ley que inhabilita a los hombres para contraer
matrimonio; es decir, es una circunstancia que afecta a la persona, por
la cual le queda como prohibida, como nula o ilícita, la celebración del
matrimonio.
Por
lo tanto, ni el aborto, ni la infidelidad, ni la falta de fe, ni la
brevedad del acto conyugal, ni una enfermedad grave, ni la existencia de
otros hijos, ni una encarcelamiento, ni un embarazo impuesto a la
persona, ni la violencia hacia la otra persona, son causas para
legislar.
Hay que legislar sobre los impedimentos, no sobre los efectos de los pecados o las circunstancias de la vida de cada persona.
No se puede legislar, como causa de anulación, «la obstinada permanencia en una relación extraconyugal en el momento de la boda o en un tiempo inmediatamente posterior».
Porque,
lo que hace un matrimonio es la voluntad del que lo contrae, no su
pecado obrado, ni antes, ni durante, ni después del matrimonio. El valor
del Sacramento de un Matrimonio no depende de la santidad, ni de la
honradez, ni de la justicia, ni del pecado que esa persona tenga en ese
momento.
«No puede nadie, por más manchado que esté, manchar los sacramentos divinos…» (D334).
El Sacramento, por su propia naturaleza, no depende ni de la santidad de la persona ni exige esa santidad. Es independiente.
Es
Cristo mismo el que obra. El poder que realiza el Sacramento es el
poder de Jesucristo. No es la santidad de la persona. Y, por lo tanto,
el pecado de la persona no puede anular el poder de Jesucristo. Jesús no
viene a conferir su gracia a los santos, a los justos, a los
inmaculados, sino a los pecadores. Sólo exige de ellos la disposición
del alma para que pueda actuar ese poder.
Si
la validez de un matrimonio se pusiera en la santidad de los
contrayentes, entonces habría una gran incertidumbre acerca del
matrimonio. Por consiguiente, legislar que un aborto o una infidelidad
conyugal, ya sea antes, durante o después de celebrado el matrimonio, es
causa de anulación, es hacer que todo el mundo se divorcie. Es anular
el Sacramento del Matrimonio. Es hacerlo depender sólo de los males o
circunstancias de la vida.
El
que se casa pecando, al mismo tiempo, con otra persona, obtiene la
gracia del Sacramento, pero no la puede recibir en su alma por el óbice
de su pecado. Cristo actúa en el Sacramento del Matrimonio, pero la
gracia no actúa en el alma del que contrae matrimonio en estado de
pecado mortal.
Además,
el vínculo matrimonial que se da entre las dos personas que se casan,
excluye una tercera persona. Y, por más unión carnal que esa persona que
se casa tenga con otra, antes, durante o después del matrimonio, eso ni
impide el verdadero matrimonio, ni anula el vínculo matrimonial.
Lo que impide un matrimonio es la existencia de otro matrimonio, no de una unión carnal o situación de pecado.
El
vínculo matrimonial es intrínsecamente indisoluble; y, por lo tanto, no
puede disolverse ni siquiera por adulterio del cónyuge.
¿Desde cuándo hace falta para casarse válidamente ser santos o tener un conocimiento altísimo sobre lo que es el matrimonio?
Esta
reforma de las leyes canónicas cambia la naturaleza misma del contrato
matrimonial porque se legisla sobre los problemas de la vida, sobre los
males, las circunstancias, no sobre los impedimentos del matrimonio.
No se centra en lo que hizo la persona con su voluntad, con su intención. Y este es el error más garrafal.
Todo
el problema del matrimonio está en la libre voluntad de la persona, con
la cual se acepta o no a la otra persona. Por eso, hay muy pocos
matrimonios inválidos, porque casi todos se casan bien, dando su
voluntad al otro, que es lo que hace válido el contrato matrimonial.
Esta
reforma destruye esta esencia: la intención que tiene la persona al
casarse. Y sólo se centra en lo exterior de los problemas de la vida.
En esta reforma se ve, con nitidez, la destrucción del matrimonio. Son leyes eclesiásticas para eso.
No
son leyes que salvan la integridad del vínculo matrimonial, que sólo
está en la intención de los contrayentes, sino que están a favor de la
nulidad.
No
se puede legislar con un etcétera: esto es burlarse de todo el mundo y
abrir la puerta para el libre albedrío. La excusa que quieran dar para
anular su matrimonio.
¡Qué bufón del Anticristo es Bergoglio!
¡Cómo se ríe de todo el mundo católico!
Y
lo peor es que ese mundo católico se ríe junto con él, aplaudiendo sus
burlas, obedeciendo su estúpida mente humana, y dándole una autoridad en
la Iglesia que no tiene ni merece.
¡Pobre Iglesia Católica!
¡Sus días están contados!
Y
aquel que no salga de Roma, después del desastre que va a ocurrir en el
Sínodo, es que vive en la más absoluta inopia, en el más absurdo de la
vida, en la idiotez más grande de todas.
¡Cuánta será la Jerarquía que caiga en el Sínodo!
Así
como hicieron caer al Papa Benedicto XVI, imponiéndole una renuncia que
no quería, así van a hacer caer a toda la Jerarquía, imponiéndoles una
doctrina que desprecian.
Y
la Iglesia caerá porque Su Papa, el verdadero, el legítimo, Benedicto
XVI también ha caído. Se sigue el ejemplo de la Cabeza. Se sigue su
martirio. Se está con él en la Cruz de la Verdad. Y se elige a Cristo
por encima de todo pensamiento humano.