jueves, 17 de septiembre de 2015

NO HACE LA FALTA LA FE PARA CASARSE

 
 NO HACE LA FALTA LA FE PARA CASARSE

4 
 
«Entre las circunstancias que pueden consentir tratar la causa de nulidad matrimonial por medio del proceso más breve según los cánones 1683-1687, se encuentran por ejemplo: la falta de fe que puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina la voluntad, la brevedad de la convivencia conyugal, el aborto procurado para impedir la procreación, la obstinada permanencia en una relación extraconyugal en el momento de la boda o en un tiempo inmediatamente posterior, el ocultamiento doloso de la esterilidad o de una grave enfermedad contagiosa o de hijos nacidos de una precedente relación o de un encarcelamiento, una causa matrimonial del todo extraña a la vida conyugal o consistente en la gravidez imprevista de la mujer, la violencia física infligida para obligar el consentimiento, la falta de uso de razón comprobada por documentos médicos, etc…» (Art. 14§1).


El Sacramento del Matrimonio causa la gracia, es decir, comunica “per se” (por sí mismo) el ser de la gracia al hombre y a la mujer, que se unen en matrimonio.
No hace falta la fe, ni del varón ni de la mujer, para casarse. La fe no es un pre-requisito para que el Sacramento actúe.
Sin embargo, hace falta la fe para que el alma pueda recibir esa gracia, tenga disposición en su alma para recibir la gracia ya dada en el Sacramento.
Una cosa es la gracia que comunica el Sacramento; otra es la disposición del alma, que por su pecado o falta de fe, pone un óbice, un obstáculo para recibir en el alma la gracia que ya se ha dado en el Sacramento.
El pecado o la falta de fe no impide que el Sacramento haga su función: comunicar el ser de la gracia. Impide, por el contrario, que el alma tenga esa gracia en su interior y pueda vivir la vida divina en el matrimonio.
Por lo tanto, legislar que entre las circunstancias que pueden anular un matrimonio está la falta de fe es un error en la fe. Gravísimo error.
Porque el impedimento que anula un matrimonio es el error en la mente, no la falta de fe. Hay que discernir el error para ver si afecta a la esencia del contrato matrimonial o al objeto del contrato matrimonial, que es la misma persona.
Hay que legislar sobre el error, no sobre la falta de fe.
Legislar «la falta de fe que puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina la voluntad» es anular el impedimento del error en el matrimonio.
Se centra en la falta de fe que, “per accidens”, puede viciar el consentimiento. Pero no se centra en si hubo, antes del matrimonio, un error que impidiera el contrato matrimonial.
Si no existe error en cuanto a la naturaleza de lo que es el matrimonio y en cuanto a la persona, con la cual se contrae matrimonio, entonces siempre el matrimonio es válido.
El valor del Sacramento del Matrimonio no depende “per se” de la fe los contrayentes. Sólo depende “per accidens”.
Aquella persona que no crea en nada en absoluto, el Sacramento que realiza es válido por sí mismo. Porque el que se casa no obra como causa principal en el Sacramento. No es por su propia fe cómo Cristo da el ser de la gracia del Sacramento. Ni es por su falta de fe cómo Cristo niega el ser de la gracia del Sacramento. El Sacramento es obra de Cristo mismo, no de la fe de la persona.
Por eso, formalmente, no influye la falta de fe para la validez de un matrimonio. Puede influir “per accidens”, indirectamente, viciando la intención de la voluntad o la forma del matrimonio (=la libre aceptación del otro).
Cuando se da un error en la mente, que tuerce la intención de querer ese contrato matrimonial como lo quiere Cristo o la Iglesia, o que se niega a aceptar la voluntad de la otra persona como parte del contrato matrimonial, entonces no puede haber matrimonio.
Aquel que se case ignorando el derecho al cuerpo, o que piense que el matrimonio sea soluble, se casa válidamente, si su pensamiento no influye ni en la libre aceptación de la otra persona, ni en la intención de su voluntad de casarse. Él quiere casarse, aunque ignore todo lo demás.
Pero aquel que tuerza su voluntad por su incredulidad, entonces se casa inválidamente. Tiene el impedimento de un error sustancial.
Una cosa es la voluntad de casarse, la intención; y otra el error, la ignorancia, la duda.
Por derecho divino, no hace falta la fe para casarse, ya que el contrato matrimonial es indisoluble por ley natural. Antes de Cristo, la gente se casaba naturalmente, sin la fe, y eso era indisoluble.
«En el plano teológico, la relación entre la fe y el matrimonio tiene un significado más profundo. El vínculo esponsal, aunque sea realidad natural entre los bautizados, fue elevado por Cristo a la dignidad de sacramento. El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, a los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los contrayentes. Lo que si se pide como condición mínima necesaria es la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Y si bien es importante no confundir el problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes, no es posible separarlos totalmente. Como hacía notar la Comisión Teológica Internacional en un documento de 1977, “En el caso en el que no se advierta ningún rastro de fe en cuanto tal (en el sentido del término “creencia” disposición a creer) ni algún deseo de la gracia y de la salvación, se pone en el problema de saber en realidad si la intención general de la que hemos hablado es verdaderamente sacramental, está presente o no, y si el matrimonio ha sido contraído válidamente o no”». (La dottrina cattolica sul sacramento del matrimonio [1977], 2.3: Documenti 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 145). (Alocuciones a la Rota – 2003 – Benedicto XVI).
En el matrimonio todo gira en la voluntad de la persona. Aquí está la clave de la validez de un matrimonio, en que la persona decide casarse o no, y decide o no aceptar a la otra parte con un lazo eterno.
La fe no tiene nada que ver con la validez de un matrimonio, ya que el vínculo es indisoluble por derecho natural.
Por derecho eclesiástico, la Iglesia manda que los cónyuges tengan un conocimiento básico del Sacramento del Matrimonio, porque Jesús elevó el contrato matrimonial a la gracia. Es decir, ya es una ley de la gracia que incumbe a los miembros de la Iglesia, no así a los paganos. Un miembro de la Iglesia Católica tiene que saber cómo llevar su matrimonio en la ley de la gracia, en la vida eclesial, no sólo en la ley natural y en la divina. De esta manera, con ese conocimiento, el alma queda dispuesta para recibir la gracia que el Sacramento, por sí mismo, comunica.
Pero este conocimiento de lo que es un matrimonio, como Sacramento, no es una condición sin la cual no pueda darse el matrimonio. La falta de conocimiento no es un impedimento.
Una persona que tenga en su mente el error de que el matrimonio es soluble, pero acepta el deseo que tiene la otra persona de casarse para siempre, de forma indisoluble, entonces el matrimonio es válido, a pesar del error en su mente.
Porque el error en la mente, en este caso, no vicia el libre consentimiento de la voluntad hacia la otra persona: libremente se entrega a la otra persona, acepta su deseo, su mente de casarse para toda la vida, aunque en su mente permanezca el error. Su error en la mente no impide “per se” la gracia sacramental, porque en su voluntad acepta a la otra persona. Su falta de fe, su incredulidad, será un obstáculo en su matrimonio. Pero eso es otro problema.
Esta persona se casa válidamente, es decir, tiene la gracia del Sacramento, pero en su alma tiene un óbice, por el cual no puede obrar, en su matrimonio, con la gracia del Sacramento.
Legislar que la falta de fe es causa de anulación es un pecado gravísimo y un error en la fe.
Muchos ven este error manifiesto, claro, patente, en este documento, pero dicen: como formalmente no se ha cambiado la doctrina sobre el matrimonio, entonces no hay error en la fe en la doctrina, aunque sí en la reforma de la ley canónica.
Esta es la hipocresía de muchos sacerdotes y Obispos.
¡Un gran fariseísmo!
Si de hecho se ha cambiado la doctrina del matrimonio con estas leyes perversas en lo canónico, es que también se ha cambiado la doctrina del matrimonio en la Iglesia.
La forma ambigua que se emplea en ese documento, el cual no es infalible por más que se llame “motu proprio”, quiere hacer creer a la Iglesia Católica que la doctrina de 2000 años no ha cambiado.
Es el juego del lenguaje en el hereje Bergoglio. Habla para dar a cada uno lo que quiere escuchar. A los católicos, les dice que la doctrina no cambia. A los progresistas, les ofrece unas leyes que destruyen toda la doctrina católica sobre el Matrimonio.
Este es el juego de Bergoglio. Siempre ha sido así. Y siempre lo será. Y los católicos todavía en babia con ese hombre, con ese usurpador de la Sede de Pedro.
¡Qué poco espíritu de discernimientos tiene la Iglesia Católica!
¡Qué fácil es engañar a toda la Iglesia Católica con palabritas que se quieren escuchar!
Bergoglio presenta la anulación del Sacramento porque éste fue celebrado sin fe. Esta es la herejía principal en este documento. Y esto llevará, inevitablemente, a un número enorme de nulidades matrimoniales. Porque, es claro, en un tiempo en que brilla la fe por su ausencia, hay que poner leyes que gusten a todos esos hombres y mujeres que viven sin fe en sus matrimonios y que quieren otra cosa, precisamente, porque no creen en nada.
¡Es la jugada maestra de un hombre sin fe, como Bergoglio! ¡Todo cuanto toca es para pervertirlo, para anularlo, para destruirlo!
Con este documento, se abre verdaderamente el camino de la Gran Apostasía de la fe en millones de matrimonios.
Ahora, hay que creer para casarse. Y ¿en qué van a creer? ¿En un matrimonio indisoluble? Entonces, se seguirán casándose sin fe para poder seguir anulando su matrimonio, precisamente, por su falta de fe.
¡Qué jugada maestra de Bergoglio!
¡Cómo ha sabido engatusar a toda la Jerarquía!
No se puede legislar como causa posible de anulación «el aborto procurado para impedir la procreación».
Porque el valor del Sacramento del Matrimonio no depende “per se” del estado de gracia de los contrayentes.
El pecado mortal no anula ningún matrimonio. Para la validez el matrimonio, sólo es necesaria la unión de cuerpos, no engendrar un hijo. Ningún pecado que los cónyuges hagan durante la consumación de su matrimonio anula el matrimonio. Mucho menos, si ese aborto se da mucho después de la primera unión conyugal.
Un matrimonio consumado significa que se ha realizado el acto conyugal, no que de ese acto se haya seguido la prole. Ni que, en ese acto, se haya impedido la prole de alguna manera. Y, si en ese acto se ha concebido, el aborto que se procura es sólo un pecado de la persona, no causa de anulación del matrimonio.
Porque sólo se exige, para el matrimonio, el acto conyugal, no lo demás: no engendrar un hijo.
Por otra parte, legislar que «la brevedad de la convivencia conyugal» es causa de anulación es ignorar lo que es un matrimonio consumado. Sólo se pide a los cónyuges, para la validez de su matrimonio, unir sus cuerpos. No se pide que esa unión ni sea larga, ni sea breve.
No está ni en la calidad ni en la cantidad del acto conyugal la validez de un matrimonio. Sólo está en la unión física de los dos sexos. Si se ha conseguido esta unión para buscar una generación apta, entonces hay matrimonio. No se pide la cantidad del acto conyugal.
¿Qué tiene que ver la brevedad del acto con la validez del consentimiento o la aceptación de la otra persona?
¿Se la ama menos porque el acto conyugal fue breve?
Lo que es impedimento para la validez del matrimonio es la impotencia o la esterilidad. La impotencia impide la unión conyugal; la esterilidad altera el vínculo matrimonial.
Pero, un aborto o un acto conyugal breve no son impedimentos del matrimonio.
Un matrimonio es inválido porque ha sido contraído existiendo algún impedimento que lo dirime. Ese impedimento quedó oculto o fue desconocido en el momento del matrimonio.
Y la Iglesia ya ha declarado qué clases de impedimentos son los que anulan un matrimonio.
El impedimento es una ley que inhabilita a los hombres para contraer matrimonio; es decir, es una circunstancia que afecta a la persona, por la cual le queda como prohibida, como nula o ilícita, la celebración del matrimonio.
Por lo tanto, ni el aborto, ni la infidelidad, ni la falta de fe, ni la brevedad del acto conyugal, ni una enfermedad grave, ni la existencia de otros hijos, ni una encarcelamiento, ni un embarazo impuesto a la persona, ni la violencia hacia la otra persona, son causas para legislar.
Hay que legislar sobre los impedimentos, no sobre los efectos de los pecados o las circunstancias de la vida de cada persona.
No se puede legislar, como causa de anulación, «la obstinada permanencia en una relación extraconyugal en el momento de la boda o en un tiempo inmediatamente posterior».
Porque, lo que hace un matrimonio es la voluntad del que lo contrae, no su pecado obrado, ni antes, ni durante, ni después del matrimonio. El valor del Sacramento de un Matrimonio no depende de la santidad, ni de la honradez, ni de la justicia, ni del pecado que esa persona tenga en ese momento.
«No puede nadie, por más manchado que esté, manchar los sacramentos divinos…» (D334).
El Sacramento, por su propia naturaleza, no depende ni de la santidad de la persona ni exige esa santidad. Es independiente.
Es Cristo mismo el que obra. El poder que realiza el Sacramento es el poder de Jesucristo. No es la santidad de la persona. Y, por lo tanto, el pecado de la persona no puede anular el poder de Jesucristo. Jesús no viene a conferir su gracia a los santos, a los justos, a los inmaculados, sino a los pecadores. Sólo exige de ellos la disposición del alma para que pueda actuar ese poder.
Si la validez de un matrimonio se pusiera en la santidad de los contrayentes, entonces habría una gran incertidumbre acerca del matrimonio. Por consiguiente, legislar que un aborto o una infidelidad conyugal, ya sea antes, durante o después de celebrado el matrimonio, es causa de anulación, es hacer que todo el mundo se divorcie. Es anular el Sacramento del Matrimonio. Es hacerlo depender sólo de los males o circunstancias de la vida.
El que se casa pecando, al mismo tiempo, con otra persona, obtiene la gracia del Sacramento, pero no la puede recibir en su alma por el óbice de su pecado. Cristo actúa en el Sacramento del Matrimonio, pero la gracia no actúa en el alma del que contrae matrimonio en estado de pecado mortal.
Además, el vínculo matrimonial que se da entre las dos personas que se casan, excluye una tercera persona. Y, por más unión carnal que esa persona que se casa tenga con otra, antes, durante o después del matrimonio, eso ni impide el verdadero matrimonio, ni anula el vínculo matrimonial.
Lo que impide un matrimonio es la existencia de otro matrimonio, no de una unión carnal o situación de pecado.
El vínculo matrimonial es intrínsecamente indisoluble; y, por lo tanto, no puede disolverse ni siquiera por adulterio del cónyuge.
¿Desde cuándo hace falta para casarse válidamente ser santos o tener un conocimiento altísimo sobre lo que es el matrimonio?
Esta reforma de las leyes canónicas cambia la naturaleza misma del contrato matrimonial porque se legisla sobre los problemas de la vida, sobre los males, las circunstancias, no sobre los impedimentos del matrimonio.
No se centra en lo que hizo la persona con su voluntad, con su intención. Y este es el error más garrafal.
Todo el problema del matrimonio está en la libre voluntad de la persona, con la cual se acepta o no a la otra persona. Por eso, hay muy pocos matrimonios inválidos, porque casi todos se casan bien, dando su voluntad al otro, que es lo que hace válido el contrato matrimonial.
Esta reforma destruye esta esencia: la intención que tiene la persona al casarse. Y sólo se centra en lo exterior de los problemas de la vida.
En esta reforma se ve, con nitidez, la destrucción del matrimonio. Son leyes eclesiásticas para eso.
No son leyes que salvan la integridad del vínculo matrimonial, que sólo está en la intención de los contrayentes, sino que están a favor de la nulidad.
No se puede legislar con un etcétera: esto es burlarse de todo el mundo y abrir la puerta para el libre albedrío. La excusa que quieran dar para anular su matrimonio.
¡Qué bufón del Anticristo es Bergoglio!
¡Cómo se ríe de todo el mundo católico!
Y lo peor es que ese mundo católico se ríe junto con él, aplaudiendo sus burlas, obedeciendo su estúpida mente humana, y dándole una autoridad en la Iglesia que no tiene ni merece.
¡Pobre Iglesia Católica!
¡Sus días están contados!
Y aquel que no salga de Roma, después del desastre que va a ocurrir en el Sínodo, es que vive en la más absoluta inopia, en el más absurdo de la vida, en la idiotez más grande de todas.
¡Cuánta será la Jerarquía que caiga en el Sínodo!
Así como hicieron caer al Papa Benedicto XVI, imponiéndole una renuncia que no quería, así van a hacer caer a toda la Jerarquía, imponiéndoles una doctrina que desprecian.
Y la Iglesia caerá porque Su Papa, el verdadero, el legítimo, Benedicto XVI también ha caído. Se sigue el ejemplo de la Cabeza. Se sigue su martirio. Se está con él en la Cruz de la Verdad. Y se elige a Cristo por encima de todo pensamiento humano.