La
repugnante tendencia a hipotecar el futuro.
La política contemporánea
ha demostrado una voracidad de recursos casi infinita. La
creatividad para alimentar al Estado con más combustible
para sus irresponsables travesías parece inagotable.
Antes era suficiente inventar impuestos o presentarlos de
un modo amigable para disimular su crueldad.
Aprendieron
a diseñar renovados argumentos que en situaciones de
coyuntura dieran nacimiento a nuevos gravámenes bajo
la promesa de utilizarlos por poco tiempo, para luego derogarlos
y volver a la normalidad. Finalmente eso nunca sucede. La
circunstancia fortuita que originó el tributo es superada,
nadie la recuerda, pero el impuesto perdura eternamente.
Esa dinámica tiene un límite empírico
que no depende de la imaginación de sus iniciadores
ni de la saciedad de los recaudadores. La presión impositiva
tiene una frontera, más allá de la cual, su incremento
produce un efecto inverso al deseado. Ya no se recauda más
y solo se consigue menos.
Pero los gobernantes
de este tiempo saben que disponen de otras herramientas
para continuar con el despilfarro que tanto los apasiona.
Algunos pocos han intentado el camino de la emisión
de moneda como variante, pese a las nefastas implicancias
conocidas de este artilugio.
La emisión
causa inflación y ese aumento generalizado de los precios
empobrece a toda la sociedad, en especial a los más
débiles, quitándole una porción significativa
de sus ingresos, esos que no pueden actualizar. Es paradójico
que sean los gobiernos populistas, los mismos que mientras
dicen defender al pueblo sostienen ese atroz esquema desde
hace décadas.
La inflación ha dejado
de ser un tema relevante en la agenda económica universal,
sin embargo a ciertos políticos demagogos no les ha
quedado mejor opción que esta para continuar con sus
dislates. Financiar el gasto estatal es un dilema enorme,
sobre todo cuando la sociedad parece estar convencida de
que el Estado debe hacer de todo por los ciudadanos.
Bajo esa mirada, los gobiernos precisan de mucho
dinero y no existe fuente mágica que los provea. Son
los individuos los que producen riquezas, los que tendrán
que resignar parte de ese dinero logrado para que el Estado
pueda funcionar, ya no solo para cumplir sus funciones esenciales,
sino también esas otras que a tantos les fascina sin
entender que ellos mismos solventan esas excéntricas
andanzas para provecho de unos pocos.
En un
escenario casi dantesco, se incorpora a este juego la más
perversa de las alternativas, la del endeudamiento, esa
que permite que los gobernantes gasten ahora lo que pagarán
otras gestiones y las siguientes generaciones.
Muchas personas cultas e informadas, que han accedido
a educación de primer nivel, han caído en esta
trampa intelectual de validar un instrumento ruin. Comparar
las decisiones económicas de un particular con las
del Estado puede ser didácticamente tentador, pero
su naturaleza no puede ser deliberadamente tergiversada
para manipular una conclusión conveniente.
Una persona decide como invertir su dinero, ese que ha
logrado gracias al fruto de su esfuerzo y tiene toda la
potestad de hacerlo ya que lo ha conseguido por mérito
propio. Si decidiera pedir un empréstito, los riesgos
correrían por su cuenta. Si acierta será su éxito
y si ha sido un error, deberá pagarlo con más
sacrificio personal. Un seguro podría, inclusive, cubrir
su muerte evitando que sus sucesores hereden esa carga.
En el Estado un grupo de personas son elegidas
por la gente para administrar el presente cuando se integran
al gobierno. Los funcionarios de turno, no son los propietarios
del dinero disponible, ni tampoco de lo que pudieran obtener.
Ellos solo administran lo ajeno por un tiempo acotado y
eso implica una enorme responsabilidad, superior a la de
manejar lo propio.
Por eso, cuando los Estados
se endeudan, emiten bonos para ser cancelados en otro momento
o con cualquier otro ardid que la ingeniera financiera moderna
pone al servicio de este tipo de decisiones, se está
ejerciendo una actitud no solo equivocada sino altamente
despreciable.
No se tiene autoridad moral para
gastar hoy y que la cuenta la pague el que viene. Si se
admitiera la incorrecta visión de compararlo con la
vida particular, ningún padre sería tan canalla
de usar el dinero de un préstamo para darse placeres
ahora y endosarles a sus hijos o nietos el pago de sus descuidos.
Sin embargo, la mayoría de los intelectuales y académicos
parecen respaldar esta postura que permite a los Estados
endeudarse. Les resulta natural, habitual, cotidiano y por
lo tanto aceptable.
No sería aconsejable
tomar en cuenta la opinión de los políticos en
este asunto. Después de todo ellos toman la decisión,
se endeudan, gastan ahora dinero de terceros y se lo hacen
pagar a otros. Difícilmente estarían en desacuerdo
con esa posición. Es justamente por eso que lo promueven.
El problema de fondo es que, por ahora, la llave
la tienen los beneficiarios. Los políticos solo deben
conseguir apoyo legislativo para endeudarse. Los que votan
en los cuerpos colegiados son parte de la misma casta y
solo se preparan para usufructuar el resultado sin necesidad
de hacerse cargo de las consecuencias que esas determinaciones
traen consigo.
Son los ciudadanos los que deben
ponerle freno a este ridículo mecanismo. Son pocos
los que se han dado cuenta de cómo funciona esta absurda
modalidad descomunalmente letal para las sociedades. Aún
no ha sido suficiente para detener esta repugnante tendencia
a hipotecar el futuro.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com