sábado, 31 de octubre de 2015

El lenguaje de Heidegger


El lenguaje de Heidegger






Publicamos unas páginas sobre el lenguaje de M. Heidegger, un autor que influyó en Karl Rahner.Las críticas de Sebreli -ensayista anticatólico sin disimulos- parecen aplicables a una buena parte de "teólogos" católicos que han bebido en las turbias fuentes heideggerianas.
La prosa de los filósofos suele ofrecer dificultades para su comprensión que obligan a una atenta lectura y a un cierto aprendizaje. En el caso de Heidegger, su lenguaje era deliberada e innecesariamente difícil, críptico, con frecuencia enigmático; una jerga donde no se sabía si quería decir algo o todo lo contrario, o tal vez nada. Ya en el curso "Prolegómenos a la historia del concepto de tiempo" (1925) justificaba la necesidad "de introducir palabras pesadas y que quizá no resulten bonitas". 

Abusaba de los neologismos, de algunas características del idioma alemán como la formación de palabras compuestas con guiones que fueron llamadas palabras-trencito, de los sustantivos transformados en verbos —"nadear", "mundear"— de vocablos usados con un sentido metafórico arbitrario o resemantizado o con un significado pretendidamente primordial referido a etimologías que desautorizaban los filólogos. Sus obras, más que tratados filosóficos parecían un ejercicio de estilo, una experimentación del lenguaje como las propuestas contemporáneas de las vanguardias literarias. Esas analogías entre creaciones de distintos géneros motivaron la reflexión de George Steiner:

"Tal vez un día podamos llegar a comprender qué movimientos tectónicos de la conciencia, qué crisis en el significado de 'significado' hicieron posibles y necesarios, más o menos en la misma época, Sein und Zeit, Finnegans Wake y los ejercicios de Gertrude Stein." (…)

No se podía tener la pretensión, según él, de entender a un pensador "puesto que ningún pensador, lo mismo que ningún poeta, se entiende a sí mismo". Según su discípulo Otto Pöggeler, Heidegger era incapaz de dar cuenta de los pasos por el recorrido en su camino del pensar ni de presentar de una manera acabada lo alcanzado.

La incomprensibilidad de la forma respondía a la irracionalidad del contenido. Su pensamiento era inefable y de transmisión esotérica porque, según su doctrina, el Ser permanecía insondable, recóndito y, por lo tanto, sólo accesible a una elite de iniciados. Así lo reconocía en una carta de 1951 a Hannah Arendt:

"Las cosas que uno reflexiona resultan más y más misteriosas. Todavía llegaremos al día en que debamos atrevernos a decir lo del todo indecible, sin preocuparnos por la comprensibilidad que se va extendiendo de forma cada vez más palpable."

El mismo Heidegger aconsejaba que la filosofía y el pensamiento necesitaban alejarse de la ciencia o, mejor, deberían ser alógicos e irracionales puesto que, según él, no era posible circunscribirlos a las reglas fijas de la lógica, del discurso racional y ni siquiera de la gramática, de cuyas cadenas precisaba "liberarse el lenguaje". Quizá su frase "la ciencia no piensa" sintetizara sus ideas no sólo sobre cuestiones metodológicas sino sobre el abismo infranqueable que se abría, para él, entre ciencia y pensamiento.

El hermetismo, una de las claves de su éxito, permitía a sus seguidores ostentar el privilegio de la pertenencia a una minoría de elegidos, a quienes les había sido otorgada el aura de copartícipes de un secreto. Uno de sus discípulos, Hans Jonas, describió esa sensación:

"(...) me sentía como ante un gran misterio, pero con el convencimiento de que merecía la pena convertirse en un iniciado. No se trataba sólo de mi instinto, sino que los demás estudiantes también se sentían fascinados por ese lenguaje sugestivo, a pesar de que no estoy muy seguro de que entendieran mucho más que yo."

Sobre sus dotes histriónicas y su habilidad demagógica que lograban hipnotizar a sus alumnos ha dado testimonio Karl Lowith, otro de sus discípulos:

"...era un hombre pequeño y oscuro que hacía desaparecer ante sus oyentes por arte de magia lo que les acababa de mostrar. La técnica de su discurso levantaba una construcción sobre ideas que luego procedía a desmontar para colocar al oyente ante el problema y dejarlo en el vacío. Sus artes de persuasión tuvieron a veces graves consecuencias: atraía con más facilidad a las personalidades más psicopáticas, y una estudiante llego a suicidarse después de años de conjeturas."

La oscuridad disimulaba a veces el vacío de las ideas; así, cuando Heidegger abandonaba la prosa críptica, caía en vulgaridades. La novedad de Ser y tiempo —como lo señalara Luis Fernando Moreno Claros—, radicaba más en su forma que en su contenido, simple y esquemático si se lo traducía a un lenguaje convencional. Después de recorrer treinta páginas incomprensibles de Sobre la esencia de la verdad (1943), se llegaba a la siguiente conclusión: "la esencia de la verdad es la verdad de la esencia".

Tal vez Heidegger siguiera en ese aspecto el consejo de cultivar el secreto, que le diera su amigo Ernst Laslowski:

"Sería bueno que (...) te rodearas de una misteriosa oscuridad y provocaras la curiosidad de la gente".

El lado kitsch no solamente estaba en la cursilería de sus cartas le amor a Hannah Arendt —plenas de colinas de flores y torres en ruinas— o en su vida cotidiana, donde solía olvidar su desprecio aristocratizante por las masas populares para compartir entretenimientos colectivos banales como el fútbol, el boxeo o la televisión de la casa del vecino; también se lo encontraba en algunos pasajes de su obra seria.

Las traducciones, especialmente las francesas, observaba Pierre Bourdieu, lo favorecían porque transformaban en conceptos frecuentemente teratológicos unas banalidades o unas invenciones fáciles cuyo verdadero nivel intelectual no se les escapaba a los lectores alemanes; esta variante contribuiría a explicar la diferente recepción de su obra en Alemania y en Francia.

Heidegger tenía una versión propia de su filosofía, puesto que a diferenciaba del resto de la metafísica occidental; no debía ser entendida a través del raciocinio y el argumento, sino "sentirse" como un poema o "vivirse" como una experiencia mística o religiosa. El diálogo con el lector era sustituido por la "escucha" del mensaje, por la voz del gurú, del profeta que hablaba desde lo alto de la montaña.

Las frases devenían postulados indiscutibles surgidos de una revelación del Ser mismo.

El último Heidegger no admitía llamarse filósofo —amigo de la sabiduría— sino sabio, pensador del Ser a través del lenguaje: "El Habla es la casa del Ser". Pero no se trataba del lenguaje del habla corriente ni tampoco del de la lógica formal, sino el original, el primigenio que sólo conservaba la poesía. Los escritos que le interesaban procedían de los místicos: Meister Eckhart, Sancta Clara, los budistas zen, pensadores religiosos —Kierkegaard, Pascal—, o poetas —Hölderlin, Hebel, Trakl, Rilke, Benn, Mörike, Rimbaud, Celan, Rene Char—; rara vez hablaba sobre filósofos.

Había pasado de la prosa, donde las palabras son instrumentos para comunicarse con el otro, a la poesía, que concebía el lenguaje —desde Mallarmé y los simbolistas hasta los surrealistas— como un fin en sí mismo, indiferente a la realidad que denotaba. Sus textos tardíos traspasaban los géneros, iban desde filosofía en prosa poética hasta poemas filosóficos como Desde la experiencia del pensar.

La transformación de la filosofía en poesía —como ya vimos— había sido un ideal de los filósofos románticos y también de Nietzsche.

Heidegger llevó esa fusión al paroxismo, al punto que en 1957 fue propuesta su incorporación a la Academia de Bellas Artes de Berlín por considerar que su obra debía leerse como "un gran poema".

Esta postura heideggeriana influyó en el llamado "giro lingüístico" de los estructuralistas y posestructuralistas que hicieron de la lingüística la disciplina piloto e impusieron el predominio del significante sobre el significado. La prosa manierísta, artificiosa y rebuscada de posestructuralistas y deconstructivistas no era sino una caricatura grotesca del habla de Heidegger.

Es común acusar a los traductores de haber convertido los textos heideggerianos en galimatías. Pero Heidegger fue más lejos cuando afirmaba que sus libros eran intraducibles. Este denuedo estaba implícito en su tajante afirmación de que sólo el griego y el alemán eran lenguas aptas para hablar de filosofía y que entre ambas existía un parentesco singular. Más aún, consideraba que la traducción del pensamiento griego al latín había sido un acontecimiento nefasto que, hasta el presente, impedía acceder a los filósofos de la Antigüedad. Cuando los países de lengua latina comenzaron a filosofar, sostenía, no podían hacerlo en su propia lengua, pues éstas no eran aptas para condescender a las esencias; por consiguiente, cualquier aprendiz de filósofo debía hablar alemán. Su fiel discípulo Jean Beaufret confirmaba que no se podía pretender leer a Heidegger sin saber alemán, aunque él mismo se había dedicado a la tarea, según su parecer inútil, de traducirlo al francés.

La identidad de la función de la lengua griega y la alemana tenía, para Heidegger, una causa racial; durante el curso del verano de 1933 se refería a una misma "cepa étnica" helénico-germánica.

"Logos" (1954) reiteraba la superioridad de la lengua alemana para el develamiento de las verdades ocultas de la filosofía griega; esta cualidad permitía, por su parte, salvar a la filosofía y a la humanidad de la decadencia de la civilización occidental.

La visión étnica y etnocéntrica del lenguaje la ratificó en el reportaje último concedido a la revista Der Spiegel, considerado como su testamento filosófico: "Al igual que no se puede traducir la poesía, no se puede traducir un pensamiento (...). Sólo las cartas comerciales pueden traducirse".

La falta de buenas traducciones de la obra heideggeriana probaría su tesis, pero se puede contestar que tampoco ha sido traducida, hasta ahora, al alemán, ya que su prosa tal vez sea lo que Borges llamó "un dialecto del alemán y nada más" o mejor aún lo que los lingüistas califican de "ideolecto": forma de expresión exclusiva de un solo individuo. (…)

Pienso, contra la opinión de Heidegger, que no sólo todo pensamiento puede traducirse sino que toda lectura es traducción. Aunque se lea a Platón en griego, es necesario traducirlo a códigos lingüísticos, culturales e ideológicos comprensibles en nuestra época; jamás se podrá volver a leer a Platón como lo hacían sus contemporáneos.

Pero Heidegger no ha sido el único que sostuvo este punto de vista con respecto al lenguaje; lo han hecho también Spengler y su filosofía cíclica de la historia, luego los estructuralistas y posestructuralistas.

Para todos ellos —adherentes al particularismo antiuniversalista y al relativismo histórico— la cultura, y por lo tanto las lenguas, serían círculos cerrados e incomunicables; sólo los aspectos superficiales podían ser transmitidos pues lo más interesante y profundo era inefable. Toda traducción sería, para estos intelectuales, a lo sumo, una paráfrasis, una aproximación analógica.

La otra perspectiva, la universalista, característica del humanismo racionalista clásico —denigrado por Heidegger— comporta, por el contrario, una visión optimista que admite la posibilidad de la comunicación más allá de las fronteras de la lengua. Todo puede traducirse porque la estructura subyacente del lenguaje es universal, común a todos los hombres. Las diferencias entre los idiomas son secundarias y la traducción no es sino la identificación de los universales genéricos, históricos, sociales. El lenguaje es la esencia de lo humano; secundario, en cambio, es hablar un determinado idioma, asunto que depende, en última instancia, de los avatares de la política.
Tomado de:
Sebreli, J. El olvido de la razón, pp. 87-92.