La eclesiología del Papa Francisco: pocas certezas y algunas dudas
El pasado 17 de octubre, en ocasión
del quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los
Obispos por el Papa Paulo VI, el Santo Padre Francisco pronunció un
Discurso al que, a nuestro juicio, no se la prestado la debida atención
si se tiene en cuenta la singular importancia de su contenido[1].
Se trata, en efecto, de una pieza clave para entender qué piensa el
Papa respecto de la Iglesia, de su naturaleza y de su misión en el
tiempo actual y, por ende, del modo en que ha de ser ejercido -y se
propone ejercer- el ministerio petrino. Podemos decir, por tanto, que en
él se contiene, en síntesis, la eclesiología del Papa Francisco.
Resulta de interés detenerse en su análisis.
Para una adecuada comprensión de lo qué
se supone sea esta eclesiología es preciso referirse a dos conceptos
que, en cierto modo, vertebran la exposición del Sumo Pontífice. El
primero de ellos es la noción de Pueblo de Dios como modo habitual, y de hecho exclusivo, de referirse a la Iglesia. El segundo, es el llamado sensus fidei o sensus fidelium,
lugar teológico de larga data en la Iglesia pero que ha sido
revalorizado y puesto de relieve en la teología contemporánea a partir,
sobre todo, del Concilio Vaticano II. Veamos por separado cada uno de
estos aspectos.
La Iglesia, ¿Pueblo de Dios o Cuerpo Místico de Cristo?
La Constitución Dogmática Lumen Gentium
sobre la Iglesia es la carta magna de la nueva eclesiología propuesta a
partir del Concilio Vaticano II. En este Documento la Iglesia es
llamada Cuerpo Místico de Cristo conforme con la gran visión paulina[2].
En este sentido, el texto no hace sino confirmar la eclesiología
anterior al Vaticano II expuesta magistralmente, entre otros documentos,
en la Encíclica Mystici Corporis Christi, de Pío XII (1943). Sin embargo, en su segundo capítulo, Lumen Gentium introduce la noción de Pueblo de Dios
para referirse a la Iglesia. Nadie puede, en principio, negar la
absoluta legitimidad de esta noción y de su aplicación a la Iglesia; en
efecto, la idea de Pueblo de Dios tiene sus raíces en la tradición
bíblica veterotestamentaria, raíces que son expresamente mencionadas en
el Documento conciliar[3]
e interpretadas, como no puede ser de otra manera, como preparación y
figura de la Nueva Alianza. De este modo, el Israel santo, la nación
santa de los profetas del Antiguo Testamento se cumple y se realiza
plenamente en el Nuevo Israel, en el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza,
la Iglesia cuya cabeza es Cristo: “Pues quienes creen en Cristo,
renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible,
mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn
3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio
regio, nación santa, pueblo de adquisición, que en un tiempo no era
pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10)[4]”
De este modo la noción de Pueblo de Dios
quiere enfatizar el hecho de la misteriosa elección por parte de Dios
de un pueblo santo, de una heredad que el Señor se ha reservado para Sí:
esa elección recaída primero en el pueblo judío, recae, ahora, en la
Iglesia que reúne y congrega la multitud de los pueblos gentiles que han
sido injertados en el viejo olivo de Israel (Romanos, 11, 17).
En definitiva, la Iglesia es el Israel en el que recae, ahora, la
elección y el llamado de Dios. Así lo reconoce explícitamente la Lumen Gentium: “Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18), porque fue Él quien la adquirió con su sangre (cf. Hch
20,28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de
unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes,
creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la
unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para
todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera”[5].
La imagen del Pueblo de Dios se aplica,
por tanto, a la Iglesia con toda propiedad como se le aplican, también,
otras figuras de incuestionable raíz bíblica tomadas de la vida
pastoril, de la agricultura, de la edificación, de la familia y de los
esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas[6].
Pero la cuestión que se plantea, de cara al uso prácticamente exclusivo
que ha ido adquiriendo la noción de Pueblo de Dios en la eclesiología
actual, es si esta noción es la más apta para expresar con la mayor
propiedad posible la naturaleza íntima de la Iglesia. La respuesta a
esta pregunta parece, en principio, negativa; efectivamente, la figura
de Pueblo de Dios no es la que mejor se adecua a la naturaleza de la
Iglesia y no se ve qué razón hay para insistir en su utilización de un
modo tan exclusivo y excluyente. En un conocido escrito de su época de
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Papa Emérito
Benedicto XVI, sostenía: “Limitarse a esta expresión (Pueblo de Dios)
para definir a la Iglesia, significa dejar un tanto en la sombra la
concepción que de ella nos ofrece el Nuevo Testamento. En éste, la
expresión Pueblo de Dios remite siempre al elemento veterotestamentario
de la Iglesia, a su continuidad con Israel. Pero la Iglesia recibe su
connotación neotestamentaria más evidente en el concepto de Cuerpo de
Cristo[7]”.
Algo similar ya había sido adelantado en un texto juvenil: “Si se
retoma al concepto objetivo y escueto de Pueblo de Dios, y en él se
quiere instalar el verdadero y genuino concepto de la Iglesia, cabría
objetar que Pueblo de Dios, únicamente, no puede expresar con exactitud la esencia de la Iglesia neotestamentaria[8]”.
Ahora bien, si la noción menos apropiada
para definir la Iglesia se ha extendido tanto hasta el punto de
desplazar, casi por completo, la idea del Cuerpo Místico, ¿puede
sospecharse que esto ha ido en detrimento de una recta eclesiología con
el consiguiente riesgo de un oscurecimiento de la conciencia eclesial?
La pregunta es tan difícil y compleja que no nos creemos en capacidad de
dar una respuesta exhaustiva y suficientemente fundada. No obstante, a
la luz de lo que es posible observar y oír, tanto en la catequesis como
en las homilías, en las habituales declaraciones episcopales y, ahora,
en las mismas intervenciones del Papa, se acrecienta la sospecha de que
la noción de Pueblo de Dios, exaltada y reiterada con evidente
mengua de la venerable doctrina del Cuerpo Místico (en la que fuimos
instruidos los católicos de mi generación y de tantas generaciones) nos
está llevando a una noción de Iglesia concebida en términos de un
“pueblo peregrino” en la que paulatinamente se va borrando toda idea de
jerarquía y de un magisterio situado en la cúspide de esa jerarquía que
obre de luz y guía del rebaño. Ha sido el mismo Francisco quien, en
reiteradas ocasiones, ha expresado que los pastores no deben marchar a
la cabeza del pueblo sino al costado o detrás; y quien ahora, en el
Discurso que estamos examinado, ha reiterado, citándose a sí mismo, “la
necesidad y la urgencia de pensar en una conversión del papado[9]”, proposición ambigua que suscita fuertes dudas respecto de su naturaleza y alcance.
El sensus fidelium y una Iglesia en escucha.
Vayamos al segundo punto de nuestro análisis, estrechamente vinculado con el anterior: el sensus fidei o sensus fidelium.
La importancia asignada a este tema ha sido puesta en evidencia por el
hecho de que la Comisión Teológica Internacional le dedicó un extenso y
pormenorizado examen contenido en el Documento El sensus fidei en la vida de la Iglesia publicado el pasado año 2014[10]. Si bien en la Nota Preliminar,
dicho Documento aclara que su elaboración ocupó el quinquenio 2009-2014
de los trabajos de la Comisión, uno de los miembros de dicha Comisión,
la Hermana Sara Butler, religiosa Misionera de la Santísima Trinidad, ha
declarado que el empeño en procurar una comprensión compartida de este
tema ha tenido especialmente en vista “la consulta por el inminente
Sínodo de la familia” por lo que “la Comisión Teológica Internacional ha
preparado Sensus fidei en la vida de la Iglesia. El documento propone una explicación y un esclarecimiento teológicos de algunos aspectos del sensus fidei y sugiere criterios para discernir las manifestaciones auténticas[11]”.
Es decir que aún cuando el tema ocupaba la atención de la Comisión
Teológica Internacional desde hacía varios años, ya en tiempos del
Pontificado de Benedicto XVI, no hay dudas de que su publicación ha
respondido a la inminencia del Sínodo. Habrá que preguntarse, en
consecuencia, si la puesta a punto de este lugar teológico no guarda
alguna relación con los propósitos que guían la convocatoria del Sínodo
de la Familia. Más concretamente: si no se trata de invocar un supuesto sensus fidei en apoyo de ciertas iniciativas “aperturistas” de algunos sectores sinodales.
En primer lugar es llamativo que el
Discurso del 17 de octubre reproduzca, por momentos casi textualmente,
las conclusiones del documento de la Comisión Teológica. Francisco, en
efecto, apela al sensus fidei al que define en términos de una infalibilidad del Pueblo de Dios: infalibile in credendo.
Tomando como punto de partida el Concilio Vaticano II sostiene:
“Después de haber reafirmado que el Pueblo de Dios está constituido por
todos los bautizados, «consagrados como casa espiritual y sacerdocio
santo», el Concilio Vaticano II proclama que «la totalidad de los fieles
que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27) no puede
equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar,
en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando “desde los
obispos hasta el último de los laicos cristianos” muestran estar
totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral». Aquel famoso infalibile in credendo”[12].
La cita conciliar corresponde al número 12 de Lumen Gentium que introduce, precisamente, el concepto de sensus fidelium, o sensus fidei o, dicho en otros términos, del sentido sobrenatural de la fe
por el que cuando una verdad es creída por toda la Iglesia constituye,
por lo mismo, garantía cierta de verdad. Este sentido sobrenatural de la
fe, que es de toda la Iglesia y de todo bautizado en tanto permanece en
la comunión de la Iglesia, es obra del Espíritu Santo. Su presencia en
la Iglesia consta por la Sagrada Escritura y ha sido reconocida, con
distintos acentos y variada terminología, a lo largo de toda la
tradición de la Iglesia desde la Patrística hasta nuestros días pasando
por la Escolástica. Tanto los Padres griegos como los latinos, los
escolásticos como Santo Tomás y san Buenaventura, algunos teólogos
modernos como el Beato Cardenal Newman y, desde luego, el Concilio
Vaticano II, han reconocido invariablemente este sentido sobrenatural de
la fe del que gozan todos los bautizados.
Pero en relación con este sensus fidei
hay dos aspectos en los que es preciso detener el análisis. En primer
lugar, una adecuada comprensión del sentido y del alcance de este sensus
sobrenatural de la fe requiere que se lo entienda en el marco de una
noción de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo y no tanto en el de
la idea del Pueblo de Dios. Más aún, nos animamos a suponer que sólo en
el contexto de la eclesiología del Cuerpo Místico el sensus fidei
puede ser rectamente entendido en tanto que por fuera de esta
eclesiología y en el contexto del Pueblo de Dios se corre el riesgo de
un serio desvío que acercaría ese sensus fidei más al
protestantismo que a la ortodoxia católica. Porque este sentido
sobrenatural de la fe se da en cada bautizado sólo en la medida en que
es incorporado como miembro del Cuerpo de Cristo, al modo de una
participación en ese Cuerpo y no como una propiedad individual o
personal suya. No se trata de que cada bautizado es por sí un maestro de
la fe que debe ser escuchado en paridad con quienes tienen por misión
enseñar en la Iglesia; no, ese sentido de la fe lo posee cada creyente
sólo y exclusivamente en tanto miembro del Cuerpo Místico y que, por
ende, participa de la economía de la gracia que desde la Cabeza de ese
Cuerpo que es Cristo se derrama a todos y cada uno de sus miembros. El
gran teólogo alemán Karl Adam aclara este punto al sostener: “El
portador del Espíritu de Jesús (esa unción del santo al que alude Lumen Gentium,
12) es por consiguiente la Iglesia, pero no como pluralidad de
individuos particulares, no como una suma de personalidades de profunda
vida espiritual, sino la Iglesia como unidad perfecta de los creyentes,
como una comunidad que trasciende a los individuos. Esta unidad, esta
comunidad, es el dato primigenio del cristianismo […] es algo que en su
esencia es previa a toda individualidad, una esencia supra-personal, una
unidad abarcadora que no presupone personalidades cristianas sino que
las crea y las engendra[13]”. En una palabra, es el Espíritu de Cristo el que engendra, en la comunión del Cuerpo Místico de la Iglesia, el sensus fidei, ese admirable consensus fidelium
por el que en todo tiempo y lugar los bautizados creemos y seguimos
creyendo las verdades de la fe. No se trata, por tanto, de un carisma
individual ni de una propiedad personal como cierto individualismo
moderno (de cepa luterana) pueda suponer. Tampoco se trata de una opinión o conjunto de opiniones que puedan ser consultadas y procesadas en las encuestas al uso.
En segundo lugar, debe precisarse cuál sea la exacta dimensión de este sensus fidei
y su importancia real en la vida de la Iglesia sobre todo a la hora de
establecer qué relaciones guarda con el Magisterio. Tanto el texto de la
Comisión Teológica como el Discurso del Papa acusan en este punto un
margen de ambigüedad y de imprecisión suficiente como para dar lugar a
interpretaciones opuestas a la doctrina católica. En efecto, se advierte
una exagerada valoración de este sensus fidei cuando se lo
pone casi en la base y en el fundamento del magisterio ministerial de la
Iglesia o, al menos, como el primer presupuesto de ese magisterio. De
este modo toda acción magisterial en la Iglesia (de una Iglesia que se
califica de sinodal y cuya nota esencial pasa a ser la llamada sinodalidad), sea la de los Obispos o la del Papa, comienza por una escucha de ese sensus fidei.
Oigamos al Papa: “El camino sinodal comienza escuchando al pueblo, que
«participa también de la función profética de Cristo», según un
principio muy estimado en la Iglesia del primer milenio: Quod omnes tangit ab omnibus tractari debet.
El camino del Sínodo prosigue escuchando a los Pastores. Por medio de
los Padres sinodales, los obispos actúan como auténticos custodios,
intérpretes y testimonios de la fe de toda la Iglesia, que deben saber
distinguir atentamente de los flujos muchas veces cambiantes de la
opinión pública […] Además, el camino sinodal culmina en la escucha del
Obispo de Roma, llamado a pronunciarse como «Pastor y Doctor de todos
los cristianos» no a partir de sus convicciones personales, sino como
testigo supremo de la fides totius Ecclesiae, «garante de la
obediencia y la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al
Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia»”. En este marco de sinodalidad
la Iglesia pasa a ser una Iglesia en escucha de unos y otros en
aparente paridad. “Es una escucha reciproca -continúa Francisco- en la
cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal,
Obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del
Espíritu Santo, el «Espíritu de verdad» (Jn 14,17), para conocer lo que él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7)”[14].
Más allá de ciertos giros del lenguaje
en consonancia con la doctrina católica y de justas matizaciones que
deben ser reconocidas, la palabra del Papa suena en cierto modo
imprecisa al poner en paridad a los protagonistas en juego, el Pueblo y
la Jerarquía, y al describir un magisterio que asciende de abajo hacia
arriba en lugar de descender de Dios a los fieles por medio de quienes
han sido constituidos doctores. La consecuencia no puede ser otra que
una tendencia a desdibujar la neta distinción entre una Iglesia docente y
una Iglesia discente: “El sensus fidei -continúa- impide separar rígidamente entre Ecclesia docens y Ecclesia discens, ya que también la grey tiene su «olfato» para encontrar nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia[15]”.
Y en la culminación de este magisterio “ascensional”, Francisco no
trepida en analogar a la Iglesia a una pirámide invertida: “En esta
Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo
de la base”[16].
La ambigüedad del Discurso se hace aún
más patente cuando el Papa parece identificar el sentido de servicio que
tiene toda autoridad en la Iglesia, el hecho de que los papas se llamen
a sí mismos “siervo de los siervos de Dios”, el abajamiento, en suma,
de quienes poseen el carisma de la autoridad, a imitación de Cristo que
lavó los pies a los apóstoles, con el abajarse o la abdicación del
ejercicio mismo de la autoridad magisterial. El Señor lavó, en efecto,
los pies a sus discípulos pero no abdicó jamás de su condición de
Maestro. Por eso nos confunde un tanto lo que dice Francisco cuando en
abono de este magisterio sinodal de abajo hacia arriba, sostiene:
“Quienes ejercen la autoridad se llaman «ministros»: porque, según el
significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos.
Cada Obispo, sirviendo al Pueblo de Dios, llega a ser para la porción de
la grey que le ha sido encomendada, vicarius Christi vicario de Jesús, quien en la Última Cena se inclinó para lavar los pies de los apóstoles (cf. Jn 13,1-15). Y, en un horizonte semejante, el mismo Sucesor de Pedro es el servus servorum Dei”[17]. Honestamente no vemos un sequitur entre el espíritu evangélico de la autoridad como servicio y este novedoso magisterio invertido.
A nuestro modesto entender, si bien del sensus fidei
participan todos los bautizados, empero, no se da en todos en la misma
medida ni se ejerce de igual modo. Es preciso mantener, más que nunca,
la neta distinción (neta, no rígida) entre una Ecclesia docens y una Ecclesia discens; en la primera, el sensus fidei
guía a quien enseña; en la segunda, guía al que aprende. Esto no quiere
decir que en circunstancias determinadas el Magisterio no deba
consultar el sentido sobrenatural de la fe de la Iglesia; así se hizo,
por ejemplo, cuando se proclamaron los dos últimos dogmas marianos: la
Inmaculada Concepción y la Asunción a los cielos en cuerpo y alma de la
Bendita Virgen María. Pero de aquí a invertir el sentido del magisterio
hay todo un paso que no es posible dar sin riesgo cierto de apartarse de
la doctrina católica.
Conclusiones
En resumen, el Discurso que comentamos deja algunas certezas: de hecho, Francisco ha mantenido firme la idea de que toda colegialidad (concepto todavía inasible en la eclesiología contemporánea) es cum Petro et sub Petro.
También ha dejado en claro que el Papa es el garante último y supremo
de la obediencia y la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios,
al Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia. Pero ciertos
conceptos difusos como el de sinodalidad, una exagerada y
constante apelación al “Pueblo de Dios” como si en él residiera el
fundamento último de la Fe (y no en la revelación), la ausencia de toda
referencia a la misión salvífica de la Iglesia y un sensus fidei elevado indebidamente al nivel de primum movens de la acción docente en la Iglesia, suscitan no pocas dudas e inquietudes.
Pero reduciríamos nuestro análisis si
todo lo limitáramos a la personalidad y a la gestión del Papa Francisco.
Sin duda que hasta el presente su Papado ha sido zigzagueante en varios
y vitales aspectos, que a menudo sus afirmaciones resultan inadecuadas
para expresar las verdades de la fe, que ciertos gestos suyos más
parecen dar aliento a los enemigos de la Iglesia que a los que se
esfuerzan por mantenerse fieles a sus enseñanzas. Todo eso es verdad.
Pero la crisis actual de la Iglesia se remonta más atrás aún antes del
Concilio Vaticano II. Es cierto que este acontecimiento produjo fuertes
sacudimientos (turbulencias las llamó Paulo VI) de la Iglesia y
provocó la eclosión de fuerzas destructivas y autodestructivas hasta
entonces relativamente soterradas. Pero no es menos cierto que junto a
estos aspectos negativos el Concilio tuvo la virtud de poner en la mesa
de discusión y estudio algunos temas que aguardaban todavía una
dilucidación y un desarrollo más plenos. La liturgia, la eclesiología,
la exégesis bíblica, el papel del laicado, la llamada (a falta de otro
nombre) colegialidad fueron, entre otros, algunos de esos temas. A
vuelta de más de medio siglo tales temas siguen sin dilucidar a la
espera de definiciones y desarrollos que los saquen de la ambigüedad y
confusión en que hoy se hallan; este es el cometido de una reflexión
teológica fecunda y serena hecha a la luz de la Fe y de la Tradición,
tarea pendiente hasta este momento.
El Pontificado de Benedicto XVI apuntó
en esa dirección al reclamar, por un lado, una hermenéutica de la
continuidad y, por otro, al emprender “la reforma de la reforma”
litúrgica. Por razones que ignoramos estos propósitos se frustraron y
hoy constatamos a cada paso que el Pontificado de Francisco no se
orienta en el mismo sentido, antes bien, en el opuesto. Por esta razón
todos los cabos sueltos que han dejado los documentos conciliares son
hoy objetos de un desarrollo teológico que tiende más a radicalizar la
ruptura que a soldarla. El Discurso que comentamos es sólo una muestra
más de esta penosa y difícil situación.
Mario Caponnetto[1] Discurso del Santo Padre Francisco, Aula Paulo VI, sábado 17 de octubre de 2015.
[2] Constitución Dogmática Lumen Gentium (en adelante LG), n. 7.
[3] Cf. LG, n. 9.
[4] Ibidem.
[5] Ibidem.
[6] Cf. LG, n. 6.
[7] Josef Ratzinger, Víctor Messori, Informe sobre la fe, Madrid, 1985, p. 55.
[8] Josef Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, Barcelona, 1972, página 97.
[9] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, n. 32.
[10] La versión española de este Documento puede consultarse en Comisión Teológica Internacional, El sensus fidei en la vida de la Iglesia, BAC, Madrid, 2014.
[11] Sara Butler, L’instinto che guida i cristiani, en L’Osservatore Romano, ed. quotidiana, Anno CLIV, n. 140, 22/06/14.
[12] Discurso del Santo Padre Francisco…, o. c.
[13] Karl Adam, La esencia del catolicismo, Buenos Aires, 2013, paginas 43, 44.
[14] Discurso del Santo Padre Francisco…, o. c.
[15] Ibidem.
[16] Ibidem.
[17] Ibidem.