“El papado de Pablo VI”. Devastador extracto del nuevo libro sobre un pontificado desastroso
En
el primer aniversario de la beatificación del Pablo VI, aquel papa que
presidió la autodemolición de la Iglesia y su antiquísima liturgia,
traemos para los lectores de Rorate un excelente extracto del nuevo
libro de H. J. A. Sire, titulado De las cenizas resurge el Fénix: La elaboración, la destrucción y la restauración de la Tradición católica.
Si usted no tiene este libro, hágase un favor: cómprelo y léaselo de
cabo a rabo. No hay nada que describa mejor la desviación conciliar, la
crisis postconciliar y sus raíces históricas que este libro. Y mientras
tanto, aquí tienen este extracto sobre Pablo VI (pp. 363-373) que es
brillante, completamente veraz y absolutamente devastador. Su
beatificación será eventualmente reconocida como la maniobra política
que fue: una parte crucial en la progresiva “canonización de Vaticano
II.”
El papado de Pablo VI
Por H. J. A. Sire
Esta escena de devastación será
presidida por la distante figura del papa Pablo VI. La evaluación sobre
el carácter de este papa ha sido maquillada por ciertas actitudes,
encaminadas hacia la revolución en la Iglesia que todavía vivimos. Y lo
será de dos maneras distintas: en primer lugar, los admiradores de este
cambio estarán excluidos de las críticas a las que un gobernante los
haría incurrir de forma natural en tales circunstancias; y en segundo
lugar, la suposición de que tales cambios fueron correctos e
inevitables, ha oscurecido la medida que muestra a Pablo VI como
personalmente responsable de los mismos. Tales puntos de vista han
prevenido una evaluación realística que, ante cualquier análisis
medianamente objetivo, lo hubiese juzgado como el pontificado más
desastroso de la historia. Para corroborar esta estimación, deberemos
examinar primero la personalidad de Pablo VI.
Hijo de una familia de profesionales en
el norte de Italia, Giovanni Battista Montini escogió la carrera
eclesiástica ya en su niñez. A la edad de veinticinco años, poco después
de su ordenación, llegará a alcanzar el puesto de oficial en la
Secretaría de Estado y seguirá en ella hasta su nombramiento como
Arzobispo de Milán, treinta y dos años más tarde. Una formación tan
distintivamente curial no ha sido algo excepcional en un papa; sin
embargo, los dos nombramientos simultáneos de Montini, tanto como
capellán de la Unión Italiana de estudiantes universitarios y como
profesor de diplomáticos papales, confirmará su vinculación con los
intelectuales, en vez de con los círculos pastorales. En el plano
filosófico, la mente de Montini se distinguió por su gusto por la
cultura francesa, típica de los círculos liberales italianos; él era un
admirador de Maritain; ahora bien, como papa, llevará a la Iglesia hacia
una dirección que el propio Maritain hubiese repudiado con fuerza. En
1.950 conocerá al filósofo francés Jean Guitton, que se convertirá en su
amigo laico más cercano y el cual dejará un íntimo retrato de él en su
libro Pablo VI, secreto. No obstante, la amistad más decisiva
de Mons. Montini, dentro de los círculos eclesiales, será con el
Cardenal Roncalli quién, a su elección como papa, lo confirmará como su
confidente más cercano. Como hemos visto, Montini había sido nombrado
Arzobispo de Milán por Pío XII. Su gestión en el cargo (de 1.954 hasta
1.963) quedó marcada, entre otras cosas, por una valiente determinación
para llevar a la Iglesia a la clase obrera urbana.
Tal vez lo más característico, serían
los vínculos del arzobispo con el mundo burgués progresista con el que
se sentía más a gusto. Esa influencia se verá más tarde en el personal
que se llevó con él a Roma y que será reflejado en su estilo cultural.
En su pastoral de Cuaresma de 1.962, el Cardenal Montini expuso a los
fieles milaneses lo que él veía como la nueva dirección del catolicismo y
que su amigo Juan xxiii señaló: “La Iglesia va a desprenderse, si es
necesario, de todo vestigio de manto real que ha quedado sobre sus
soberanos hombros, para que pueda vestirse con paños más sencillos en
consonancia con la demanda del gusto moderno”. El papa Pablo, cuando
entró en el Vaticano,- y en sintonía con este punto de vista-, comenzó a
reformar los esplendores barrocos que habían satisfecho tanto a
príncipes como a plebeyos, redecorando el palacio de colores grises y
rosas, siguiendo el gusto favorecido por la clase media de Milán de
aquellos años. Este cambio podría simbolizar el tono de su pontificado: ”
¡Habéis vencido, milaneses; la Iglesia ha madurado con vuestro gusto!”
A nivel de personal, el papa Pablo trajo
con él a un grupo de colaboradores más cercanos, de los cuales era
líder Don Pasquale Macchi, y que fue su secretario privado desde 1.954.
Macchi fue la figura principal en lo que vino a denominarse como la
“mafia de Milán”, una frase que resultó ser más apropiada de lo que lo
sus inventores se dieron cuenta en ese momento. Con Pablo VI, el
secretario conservará una influencia mucho más allá de su posición
oficial [1]; a mediados de los años setenta, y siendo ya Monseñor
Macchi, será nombrado miembro de la “Gran Logia del Vaticano” asociada
con los masones, siendo su iniciación masónica en 1.958, cuando era
secretario de monseñor Montini.
Más allá de este círculo personal, el
papa Pablo se distinguió por sus favores al círculo de cardenales
liberales, especialmente los cardenales Lercaro, Suenens y Döpfner, que
habían conspirado ilegalmente antes del cónclave para lograr su
elección. Estos, que deberían haber sido privados de su cardenalato
justamente, fueron en cambio promovidos a las posiciones más influyentes
en la Iglesia. Vimos también cómo a estos tres cardenales mencionados
se les entregó una supervisión del Concilio que fue, precisamente,
utilizada para promover el programa radical; y también hemos visto cómo
la reforma de la liturgia se le asignó al Cardenal Lercaro y a Mons.
Bugnini para poder crear un equipo de su propia elección. Éste último
proporcionará un modelo de expansión en los círculos menores a los que,
gracias a los métodos de gobierno del papa Pablo, les fue entregado el
control; lo que ocasionará que en el campo financiero de la Iglesia se
provocase el mayor escándalo del Vaticano en aquella época.
La propia visión del papa Pablo en
relación al estado de la Iglesia fue lo que determinó su estilo de
gobierno. Con liberal confianza, compartió la idea de que la Edad
Moderna era la edad de la iluminación y de la razón, habiendo sido
superadas las crudas pasiones del pasado. En su pastoral de Cuaresma de
1.962, el Cardenal Montini había dicho a los milaneses: “Hoy ya no hay
errores en la Iglesia; o escándalos o desviaciones o abusos que
corregir.” Esta declaración, que será punto de referencia para la
totalidad de su papado, nos da una muestra del grado de perspicacia, con
la que juzgó la escena contemporánea. Aunque Pablo VI no se hubiese
dado cuenta por sí mismo de los peligros latentes en las nuevas
tendencias teológicas, se podría haber percatado por los signos de la
década anterior; como cuando el papa Pío xii, en su acción contra el
marxismo incipiente del movimiento obrero-sacerdotal, cerró el seminario
de la Misión de Francia y depuso a tres provinciales dominicos en
Francia. Se podría vincular la despreocupación del papa Pablo con una
impresión que quedó registrada con el profesor Guitton: “Con él no se
estaba en la presencia de un clérigo, sino en la de un laico que parecía
haber sido elevado, de repente, al papado”. Dejando de lado al
optimismo que era dictado por su liberal punto de vista, podríamos
llegar a sugerir del papa Pablo que, simplemente, no sabía lo suficiente
sobre su propio trabajo como sacerdote católico para llegar a evaluar a
una Iglesia a la que estaba llamado a gobernar.
El examen del carácter de Pablo no era
fácil, incluso para sí mismo. “¿Soy Hamlet o Don Quijote?”, preguntó en
una ocasión. Una duda entre la indecisión y la irrealidad podrían haber
sido creativos en un pensador privado, pero no era lo más idóneo en un
papa. Su estilo tentativo fue otro de los rasgos que Jean Guitton hizo
notar: “Cuando él había tomado una decisión, era absolutamente imposible
de conseguir que la modificase en modo alguno”; esta firmeza de l’escalier,
revelan un hombre que no puede soportar que su criterio sea cuestionado
una vez que ha alcanzado la etapa de escrutinio público. Estos datos
sobre su carácter explican el por qué Giovanni Battista Montini, siendo
un ejemplo de subordinado perfecto, una vez elevado al papado se
convierte en fracaso, a tanto y en cuanto se le asigne la autoridad
suprema.
La debilidad más significativa del papa
Pablo recae en el juicio que hacía de sus subordinados, que fue plasmado
desastrosamente en el asunto de las finanzas vaticanas. Muestra de esto
fue el nombramiento que hizo del Cardenal Jean Villot como secretario
de Estado. La conexión entre los dos se remonta a la época en que
Villot, siendo secretario del episcopado francés, coincidió en Roma con
Mons. Montini, en tiempos de Pío xii. Villot fue una figura distante y
reservada, el enarca típico, que promovía la misión de una
élite ilustrada para que pudiesen dispensar el progreso a la multitud.
Cuando el Cardenal Roncalli fue elegido papa, no pensaba que este alegre
paisano era el hombre adecuado para dirigir la Iglesia por caminos
liberales; si el Papa hubiese vivido un año o dos más, habría podido
verificar estos temores. El papel de Villot en el Concilio Vaticano ii,
cuando era arzobispo coadjutor de Lyon, ya se había hecho notar. Pablo
VI lo elevó al cardenalato en 1.965; dos años más tarde lo llevó a la
Curia, y en mayo de 1.969 lo nombró secretario de Estado, en sustitución
del Cardenal Cicognani; Villot permanecerá en este cargo hasta su
muerte en 1.979. Salió beneficiado por una medida adoptada por Pablo VI,
en contraste directo con el objetivo declarado por descentralizar la
Iglesia, por la cual se le dio al secretario de Estado la autoridad
general sobre todos los departamentos de la Curia, introduciéndose de
este modo la secularización del gobierno de la Iglesia en la que
trabajaría desde entonces. Villot se convirtió en la fuerza motriz de la
campaña para acabar con el catolicismo tradicional; campaña que, si el
propio papa Pablo hubiese ejercido, bien podría haberle hecho dudar de
continuar con la misma. En cambio, los esfuerzos [de Villot] por
persuadir al papa para excomulgar al Arzobispo Lefebvre, no tuvieron
éxito. El Cardenal Villot fue nombrado como uno de los masones más
prominentes del Vaticano en las listas que comenzaron a aparecer hacia
el final del reinado de Pablo VI; su fecha de ingreso se da como 1.966.
Villot, como jefe de la Administración
del Patrimonio de la Santa Sede, fue responsable formal de este
departamento que, durante el papado de Pablo VI, terminará convertido
en una cueva ladrones. La iniciativa no pertenece, sin embargo, a Mons.
Macchi. Desde la década de 1.950 había tenido conexiones con figuras
destacadas en el mundo financiero de Milán, entre ellos Roberto Calvi y
Michele Sindona. Este último fue el más criminal del grupo: era un
siciliano que se mudó a Milán después de la guerra e hizo su fortuna
como agente de la mafia: primero, para gestionar la evasión fiscal de
ésta y, a partir de finales de los cincuenta para adquirir una serie de
bancos. Al mismo tiempo, se ganó la amistad del arzobispo de la ciudad,
el Cardenal Montini. En los años sesenta, Mons. Macchi llevó a Sindona y
a Calvi al mundo de las finanzas del Vaticano. Otra figura asociada fue
la de Umberto Ortolani que, al igual que los dos últimos, fue miembro
de la logia masónica P2. Su condición de ser la mano derecha del
Cardenal Lercaro hizo que recayese en el círculo de atención de Pablo
VI.
Por el lado eclesiástico, el círculo se
completó con el Arzobispo Paul Marcinkus, un clérigo de rudos modales de
Chicago y que disfrutó de los altos favores de Pablo VI desde el inicio
de su pontificado. Marcinkus será también compinche de Mons. Macchi, y
en 1.971 será nombrado presidente del Instituto para las Obras de
Religión, conocido popularmente como el Banco Vaticano. Este medio ya
estaba siendo utilizado por Sindona, para transferir grandes sumas de
dinero de sus bancos italianos a Suiza, una actividad que va acompañada
de especulación monetaria. En 1.974, sin embargo, un banco
norteamericano que poseía se derrumbó, en lo que se le conoció como el Crack il Sindona,
y donde la Santa Sede perdió una cantidad estimada en treinta millones
de dólares. El desenlace de este asunto sólo se produjo después de la
muerte de Pablo VI, cuando Sindona fue condenado a cadena perpetua por
el asesinato de la abogada que estaba liquidando sus bancos; y él mismo
fue asesinado en la cárcel por sus acreedores de la mafia. Mientras
tanto, el Arzobispo Marcinkus, alrededor de 1.972 había sido objeto de
una investigación por parte del FBI en relación con el fraude de bonos
falsificados, pero no se estimó la causa. Al igual que con las fechorías
de Sindona, las revelaciones se produjeron después de la muerte de
Pablo VI. En 1.981 Roberto Calvi fue condenado por delitos de divisas,
pero el Arzobispo Marcinkus continuó haciendo negocios con él, citando
el comentario que había escuchado de alguien: “Si usted no está pillado,
no vale nada.” Su némesis llegará al año siguiente cuando el Banco
Ambrosiano, que era de Calvi, se derrumbe con deudas gigantescas. El IOR
había sido su principal accionista, con el Arzobispo Marcinkus como
director, y había sido utilizado como canal para mover fondos del
Ambrosiano al extranjero. El drama se fue incrementado aún más por el
asesinato de Roberto Calvi por parte de la mafia, quién fue encontrado
ahorcado bajo el puente de Blackfriars en Londres. En 1.984 el Vaticano
acordó pagar 224 millones de dólares a los acreedores del Ambrosiano, en
reconocimiento de su responsabilidad en el colapso. El Arzobispo
Marcinkus, sin embargo, no renunciará como presidente del IOR y aún se
negará a hacerlo, estando protegido por la soberanía del Vaticano,
debido a que se emitió una orden de arresto contra él en 1.987. No fue
sino hasta 1.989 cuando el papa Juan Pablo II se inspiró para
destituirlo de su cargo. La conclusión de esta historia se produjo en
1.992, cuando Licio Gelli, jefe del P2 y Umberto Ortolani, su
lugarteniente en la logia, fueron condenados a largas penas de prisión
por fraude en relación con la quiebra del Banco Ambrosiano.
Estos eventos comprometieron la estima
que se tenía de papa Pablo VI como administrador de la Iglesia. Los que
lo encuentren inocente de la pérdida de muchos millones de fieles podrán
encontrar la pérdida, menos loable, de muchos millones de dólares como
una señal de sabiduría. La implicación criminal iniciada en su tiempo.
No fue culpa de una Curia fuera de control; fue el trabajo de unos
hombres que el mismo papa Pablo había puesto en el Vaticano,-Villot,
Macchi y Marcinkus-, y en los cuales depositaba su especial confianza.
Por otro lado, el caso arrojará luz sobre las pretensiones de la reforma
conciliar por recuperar un cristianismo más fresco y no contaminado.
Los escándalos en los que participó esta particular Iglesia, eclipsarán
las denuncias que se hicieron durante el pontificado de Pío xii sobre el
excesivo interés por lo material. Un gerente financiero de la Iglesia
de esta época, el Cardenal Canali, había sido acusado de tener
relaciones con el banquero papal, el conde Enrico Galeazzi, las cuales
eran de todo menos espirituales. Sin embargo, en ese período, el
Vaticano no había llevado a cabo todavía la elección de unos asesores
criminales de las periferias de Milán y de Sicilia; y uno, a duras
penas, se puede imaginar al Cardenal Canali asociándose con tales
personajes: él lo habría juzgado por debajo de su dignidad eclesiástica.
No obstante, en la década de 1.960, la voz de la nueva democracia
instigará a los pastores de la Iglesia a ensuciarse las manos y estos,
ciertamente, lo harán.
Este círculo hermético en las finanzas
del Vaticano se fue elaborado en su totalidad mediante vínculos
masónicos de muchos de sus miembros, propagándose esta red por todas las
partes de la Curia durante el papado de Pablo VI, particularmente, en
los departamentos de finanzas de las Secretarías de Estado y de la
Liturgia. Las revelaciones públicas de más de un centenar de nombres de
clérigos que eran masones, comenzarán en 1.976 después de la muerte de
Pablo VI. Éstas fueron confirmadas a Juan Pablo I por el periodista Mino
Pecorelli, siendo él mismo un miembro descontento de la logia P2.
Pecorelli era un experto reconocido en las ramificaciones secretas de la
sociedad italiana y tuvo que ser asesinado unos meses más tarde por
aquellos a quienes sus revelaciones amenazaban. Dio a conocer a Juan
Pablo i la existencia de una “Gran Logia Vaticana”, cuyos miembros él
conocía personalmente y que incluían algunos de los nombres más
influyentes de la Curia [2]. Las cifras de las listas masónicas
incluyeron al Cardenal Villot, secretario de Estado 1969-1979; a
Monseñor Casaroli, segundo hombre en la secretaría de Estado de 1967 y
sucesor de Villot en el cargo; a Mons. Macchi; al Arzobispo Marcinkus;
al Cardenal Suenens de Mechlin, quién fue la fuerza impulsora de gran
parte de la campaña modernista a lo largo del reinado del Papa Pablo; al
Arzobispo Bugnini, arquitecto de la revolución litúrgica; al Cardenal
Poletti, presidente de la Academia de Liturgia y miembro de la
Congregación para la Culto Divino y, por último, al Cardenal Baggio
quién, como presidente de la Congregación de los Obispos iniciará el
procedimiento para suspender a divinis al Arzobispo Lefebvre en 1.976.
Cuando estos y otros muchos nombres se
hicieron públicos, la respuesta de algunos fue llamar a esta lista un
invento lefebvrista. Esa explicación se puede descartar. Además, había
muy poca correlación entre la lista y los enemigos del tradicionalismo
con las personas mencionadas [3]. Por otra parte, la información dada,-
que consistía, simplemente, en una lista de nombres, nombres en clave y
las fechas de admisión -, no surtió efecto para promover entre los
lefebvristas la creencia de una infiltración de agentes masónicos en el
clero, que habrían sido entrenados para subir hasta la cima para así
subvertir a la Iglesia. Todas las fechas de iniciación que figuran en
las listas eran de los veinte años anteriores, más o menos, cuando los
clérigos en cuestión ya estaban bien establecidos en la Iglesia; y era
de suponer que la mayoría se habrían unido a la sociedad por motivos de
auto-promoción [4]. De hecho, las revelaciones parecen representar la
fuga de una lista de miembros confidencial que las sociedades secretas
estaban obligadas a depositar en el Gobierno, en virtud de la ley
italiana. Lo más probable es que la mayoría de los eclesiásticos
mencionados no tendrían intención de convertirse en masones por razones
ideológicas, y mucho menos para formar parte de una conspiración. Sin
embargo, la membresía de estos demuestra un desprecio por la ley de la
Iglesia, que por aquel tiempo tenía decretado la excomunión ipso facto
por adhesión a la masonería; y en otros casos, como el del Cardenal
Villot, refleja un apego a la ética masónica del humanismo liberal,
propiciada por un privilegiado círculo de directores políticos al pueblo
llano.
Se dice que una de las intenciones que
el papa Juan Pablo I no pudo realizar en los treinta y tres días de su
pontificado (de agosto a septiembre de 1.978) fue la de echar afuera de
la Curia a todos, o a la mayoría, de los hombres señalados como masones.
Al igual que con la mayoría de detalles en todo este asunto, sólo se
podrá verificar cuando la Iglesia se decida, algún día, a revelar los
hechos internos de su vasta subversión bajo el reinado de Pablo VI. Sin
embargo, se sabe que los cambios propuestos por Juan Pablo, dejaron
consternado al Cardenal Villot, quien los describió como “Una traición a
la voluntad de Pablo, un triunfo para la restauración” [5]. Esa
restauración nunca tuvo lugar, pues Juan Pablo II optará por ignorar
toda esta información y por mantener a los mismos hombres que fueron
puestos por el papa Pablo VI en el gobierno de la Iglesia.
Contra este abandonamiento del
pontificado de Pablo VI podemos establecer ciertas estimaciones
convencionales a partir de sus biografías o por otras obras. Las
premisas de éstas consistirán en hacer caso omiso a hechos evidentes
durante su pontificado,- la secesión de decenas de miles de sacerdotes
de su ministerio (facilitado por la política de Pablo VI de conceder
laicización automáticamente a todos aquellos que lo pidieran), la
pérdida de incontables vocaciones religiosas, la deserción en masa por
parte de los laicos de una Misa reinventada para su propio beneficio, el
colapso de la autoridad del papado –, y a presentar esta época como un
catálogo de reformas. A un tal Eamon Duffy, en su obra Santos y Pecadores
le resultará posible describir el pontificado de Pablo VI como el más
grande del siglo xx. Sentencias de este tipo nos hacen recordar las
alabanzas por la habilidad política del mariscal Pétain durante el
apogeo del régimen nazi; es un género literario en el que el
reconocimiento de la realidad es sustituida por la deferencia hacia una
ideología dominante.
Pablo VI fue sin duda responsable, por
falta de acción, de la revolución que vio la Iglesia en sus quince años;
pero gran parte de esta revolución tuvo lugar sin iniciativa alguna
suya y en contra de su voluntad. Si nos fijamos en su gobierno,
encontraremos a dos políticas que son sin duda alguna, debidas a él. La
primera de ellas consistió en entregar al Concilio para que estuviese
bajo el control del ala modernista; decisión que influirá en toda la
corriente de su pontificado. Sin embargo, incluso en este caso, la
influencia del papa Pablo sólo fue relativa al procedimiento: no la tuvo
en un sentido doctrinal,- como la gran enseñanza que como Papa podría
haber dado-, y ni siquiera la tuvo en el seguimiento del plan
estructurado para el Concilio, que Montini había esbozado en 1.962. La
segunda política fue la de la revolución litúrgica , que Pablo VI
impulsó personalmente de principio a fin; y he aquí de nuevo que su
papel consistiría, simplemente, en poner al Consilium litúrgico
bajo el cardenal Lercaro y Mons. Bugnini y dejarlos hacer lo que
quisieran. El papa Pablo VI no tenía competencia en la liturgia; en
octubre de 1.965, como hemos visto, no tenía ni idea de que la reforma
estaba dirigida a la composición de una nueva liturgia; y la única
contribución personal suya con la que nos encontramos en este proceso
fue la de extirpar algunos de los detalles más radicales del Novus Ordo.
Aparte de eso, podemos atribuir sin duda
a Pablo VI, el que la Curia se transformase, de una especie de
sindicato italiano que había sido, en un órgano internacional, elegido
por toda la Iglesia. En otras circunstancias habría sido encomiable mas,
en la práctica, era de uso limitado para reformar el gobierno al tiempo
que socava sus poderes efectivos. El mantenimiento del Cardenal
Ottaviani como secretario del Santo Oficio (rebautizado en 1.965 como la
Congregación para la Doctrina de la Fe) refleja la convicción del Papa
Pablo de que este dicasterio y su cabeza eran reliquias obsoletas. No
entró en el pensamiento de Pablo una política encaminada a colocar un
teólogo bien informado a la cabeza de esta congregación, para poder dar a
la Santa Sede un brazo efectivo en el pulso de la teología moderna. El
cese de este departamento fue un ejemplo de la impotencia curial
introducida por su gobierno, mientras que durante su reinado aumentó el
número de funcionarios en el Vaticano, pasando de 1.322 a 3.150
recordándonos el conocido análisis, de cómo una institución en
decadencia viene marcada por un incremento de su burocracia.
Por otro lado, un logro del papa Pablo
fue cuando empezó el programa de viajes papales a nivel mundial con el
que estamos familiarizados hoy en día; una misión de la que Pío xii se
había creído excluido y para la que Juan xxiii era demasiado viejo. Sin
ese contacto personal del papa con el mundo, la campaña de recuperación
de popularidad, que Juan Pablo II llevó a cabo en su pontificado,
difícilmente hubiese sido posible.
Otro cambio que, sin duda, expresa la
voluntad de Pablo VI, fue la creación de los órganos destinados a
promover el gobierno colegiado de la Iglesia. El más importante de ellos
fue el Sínodo de los Obispos, que comenzó a reunirse en Roma, desde
1.967 hacia adelante. Ahora bien, hay que decir que el carácter de ese
órgano, como órgano de control episcopal, es uno de los mitos de la
reforma conciliar. Esto quedó reflejado, especialmente, en la primera
reunión del sínodo, cuando la oposición a la nueva Misa de Bugnini, fue
descaradamente anulada; la nueva liturgia se impuso sin cambios
substanciales en la forma que, previamente, el sínodo había rechazado y
en los procedimientos que se usaron para introducirla, se tomó buen
cuidado para evitar otra consulta con los obispos.
Nadie puede ver a Pablo VI como el
inspirador, para bien o para mal, de los movimientos doctrinales que
marcaron su reinado. Las características principales de estos, tales
como el modelo revolucionado del sacerdocio o la aceptación de la
crítica bíblica protestante-liberal, no le debían nada a cualquier
enseñanza de Pablo VI; aunque tampoco él tomó ninguna medida para
prevenirlos o regularlos. Después de la publicación de la Humanae Vitae
en 1.968, el papa Pablo se sentirá tan nervioso por la pésima
aceptación de ésta, que no se atreverá a publicar otra encíclica durante
el resto de su reinado. Incluso, la declaración de la doctrina social
de la Iglesia, que era publicada tradicionalmente en cada décimo
aniversario de la Rerum Novarum, tomó la forma en 1.971, no de
una encíclica, sino de una carta pública al Cardenal Roy. La parálisis
del magisterio pontificio durante el reinado de Pablo VI se convertirá
en expresión constitucional.
Podemos evaluar las implicaciones de
estos hechos resaltando que, si la visión modernista de la Iglesia fuese
cierta, entonces sería posible que un cambio radical hubiera sido
alcanzado mediante un papa poderoso y reformador (alguien tipo Franklin
Roosevelt o un Gladstone eclesiástico). Esta no es la figura que
encontraremos en Pablo VI. Lo que vemos en su reinado no es la dirección
iluminada, sino la anarquía extendida bajo la presión de líderes
modernistas y de una supuesta opinión “pública” (más que nada, opinión
periodística), y aceptada por el papa Pablo con toda la pinta de
vacilación y reticencia. Sus sentimientos fueron expresados en
pronunciamientos bien conocidos como, por ejemplo, cuando en diciembre
de 1.968, se lamenta de la “autodestrucción” de la Iglesia, o en junio
de 1.972, cuando habló en un sermón de: “Un poder adverso, el diablo,
aquél a quien el Evangelio llama el misterioso enemigo del hombre, algo
preternatural que entró para sofocar los frutos del Concilio Vaticano
II. ” [6]. Esta pobre valoración sobre los acontecimientos de su época
sugiere que no era consciente de su propia habilidad para guiarlos. Y,
de hecho, si preguntásemos: ¿por qué Pablo VI es aprobado por aquellos
que creen en la revolución conciliar?… Principalmente porque no hizo
nada para comprobarlo. Uno no puede dejar de ver lo impopular de un papa
Pablo de haber sido este conservador, o de haber gobernado su Iglesia
de manera convencional. Su ineficacia, su lejanía del sentimiento
popular y su falta de conocimiento doctrinal serían fácilmente
reconocidos como defectos fundamentales. Pero fue sólo en virtud a un
Papa con ese carácter lo que propició el pase de la revolución; y lo que
se nos enseña, es que los ideales más altos de un Papa a disposición de
los liberales, son los de aquel que no puede gobernar la Iglesia.
Dejando a un lado la cuestión doctrinal…
pocos Papas han demostrado en la historia tal incapacidad para
ejercitar su cargo como lo hizo Pablo VI: su total dependencia con el
punto de vista de los intelectuales de la Europa occidental, su
unilateralidad al promover la influencia de un único partido, su
dependencia de un pequeño círculo de confidentes, su error de juicio en
la elección de los subordinados, su amateurismo en doctrina y
legislación, su debilidad e indecisión y, por encima de todo, su
absolutismo en la aplicación de una política partidista; todos estos
puntos separan a Pablo VI de sus predecesores; con total seguridad se
tendrá que volver a uno de los Papas oscuros del siglo xviii o incluso
antes, para poder encontrar un paralelismo distante. Pero a Pablo VI no
le correspondía ser ambiguo. Fue llamado a gobernar la Iglesia en el
momento en que un concilio había sido anunciado, y cuando la necesidad
de preservar la visión cristiana contra las presiones del mundo
contemporáneo, era especialmente urgente.
Uno entonces se pregunta, cómo Pablo VI
se ha escapado del juicio que le correspondía; cómo puede ser visto como
un promotor de gobierno colegiado cuando su política más distintiva, la
nueva liturgia, fue impuesta haciendo desprecio de la colegialidad;
cómo los comentaristas pueden ignorar que el hecho sobresaliente de su
tiempo fue el colapso de la autoridad papal, que su pontificado fue un
rastro de citas escandalosas y de pérdidas inauditas. Él se escapa a su
juicio porque todo lo que hizo, o dejó de hacer, se encaminaba hacia la
sumisión de la Iglesia al mundo. Dado que el mundo estaba buscando una
Iglesia sin autoridad, un papa sin autoridad parecía el modelo
apropiado.
La opinión laica vería con satisfacción
la victoria de los estándares modernos y el debilitamiento de la Iglesia
con cada error de Pablo VI, en lugar de señalárselo en su contra. Lejos
de juzgar sus fracasos, los observadores lo habrían culpado si hubiese
seguido un curso diferente; si hubiera favorecido al término medio en el
concilio en lugar de a los radicales europeos; si hubiera escuchado a
los obispos en lugar de a los vándalos litúrgicos; si hubiera dado menos
concesiones; si se hubiera infligido menos daño en el patrimonio de la
Iglesia.
Pablo VI se escapa, a corto plazo, de un
juicio realístico pero los ídolos de la época actual no durarán para
siempre, ni en el mundo ni en la Iglesia. Cuando estos hayan pasado,
será juzgado a la luz de la anarquía que promovió en la Iglesia y que es
reflejo de su propia división mental. Incluso, cuando imponía la
aceptación de la nueva misa, lo hizo envolviéndolo en frases de
remordimiento: “Ya no será el Latín,- lo encontramos diciendo-, sino una
lengua común, la que será lengua principal de la Misa. Porque para todo
aquel que conoce la belleza y el poder del Latín o su aptitud para
expresar cosas sagradas, para este será sin duda un gran sacrificio, al
verlo reemplazado por una lengua común. Estamos perdiendo el idioma de
los siglos cristianos; nos estamos volviendo intrusos y extraños en el
dominio literario de la expresión sagrada. Estamos perdiendo en gran
medida aquella admirable e incomparable riqueza artística espiritual que
es el canto gregoriano. Tenemos razones para sentir remordimientos y
para sentirnos confusos sobre esto.” [7]. Esta confusión es, de hecho,
como la marca de un hombre que sabía del tesoro del que su propia
política privaría a sus fieles. Y, sin embargo, persiguió su propia
política; persiguiendo, por otra parte, con una intolerancia ciega y
proscribiendo la tradición litúrgica de la Iglesia; persiguiendo,
mientras que invocaba las necesidades pastorales, un laicado que
desertaba a millones del nuevo culto.
Las peculiaridades psicológicas de Pablo
VI, que aguantaron el envite de los escrutinios modernos, tal vez
arrojarán luz sobre los fracasos de los papas anteriores, cuyos
personajes se pierden en la oscuridad de su época. No sabemos nada de
las debilidades de Honorio, cuya sumisión al emperador de Oriente le
costó la condena del Papa León años cincuenta años más tarde: “Y [Nos
anatematizamos] con ellos a Honorio, que permitió que la ley sin mancha
de la tradición apostólica que recibió de sus predecesores, fuera
ensuciada.” Sin embargo es posible que la censura de la Iglesia caerá un
día sobre Pablo VI, al igual de cómo ocurrió: “Con Honorio, al
convertirse en autoridad apostólica, no extinguió la llama de la
enseñanza herética cuando comenzaba sino que le dio pábulo con su
negligencia.”
Este extracto fue tomado de Phoenix from the Ashes de H.J.A. Sire.
[Traducción Miguel Tendeiro. Artículo Original]