DISCURSO FINAL DE BERGOGLIO EN EL CIERRE DEL SÍNODO
[Mensaje enviado por la Hna. María de Luján, con destacados suyos]
«Los verdaderos defensores de la doctrina defienden no la letra sino el espíritu»
(©Ansa)
(©Ansa) El Papa en el Sínodo
Este es el texto íntegro del discurso
con el que Francisco concluyó el Sínodo sobre la familia. «El primer
deber de la Iglesia no es el de distribuir condenas o anatemas, sino el
de proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de
conducir a todos los hombres a la salvación del Señor»
Papa Francisco:
Queridas Beatitudes, eminencias, excelencias, Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera ante todo agradecer al Señor que
ha guiado nuestro camino sinodal en estos años con el Espíritu Santo,
que nunca deja a la Iglesia sin su apoyo.
Agradezco de corazón al Cardenal Lorenzo
Baldisseri, Secretario General del Sínodo, a Monseñor Fabio Fabene,
Subsecretario, y también al Relator, el Cardenal Peter Erdő, y al
Secretario especial, Monseñor Bruno Forte, a los Presidentes delegados, a
los escritores, consultores, traductores y a todos los que han
trabajado incansablemente y con total dedicación a la Iglesia: gracias
de corazón.
Agradezco a todos ustedes, queridos
Padres Sinodales, delegados fraternos, auditores y auditoras, asesores,
párrocos y familias por su participación activa y fructuosa.
Doy las gracias igualmente a los que han
trabajado de manera anónima y en silencio, contribuyendo generosamente a
los trabajos de este Sínodo.
Les aseguro mi plegaria para que el Señor los recompense con la abundancia de sus dones de gracia.
Mientras seguía los trabajos del Sínodo,
me he preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia concluir este Sínodo
dedicado a la familia?
Ciertamente no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda repetición de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.
Seguramente no significa que se hayan
encontrado soluciones exhaustivas a todas las dificultades y dudas que
desafían y amenazan a la familia, sino que se han puesto dichas
dificultades y dudas a la luz de la fe, se han examinado atentamente, se
han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.
Significa haber instado a todos a
comprender la importancia de la institución de la familia y del
matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y la
indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y
de la vida humana.
Significa haber escuchado y hecho
escuchar las voces de las familias y de los pastores de la Iglesia que
han venido a Roma de todas partes del mundo trayendo sobre sus hombros
las cargas y las esperanzas, la riqueza y los desafíos de las familias.
Significa haber dado prueba de la
vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene miedo de sacudir las
conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos discutiendo
animadamente y con franqueza sobre la familia.
Significa haber tratado de ver y leer la
realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios,
para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de los
hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social,
económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa haber puesto al descubierto a
los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las
enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para
sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y
superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.
Significa haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten pobres y pecadores.
Significa haber intentado abrir los horizontes para superar
toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas para
defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la
belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de
un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible.
En el curso de este Sínodo, las
distintas opiniones que se han expresado libremente –y por desgracia a
veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y animado sin
duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no
utiliza «módulos impresos», sino que toma de la fuente inagotable de su
fe agua viva para refrescar los corazones resecos.
Y –más allá de las cuestiones dogmáticas
claramente definidas por el Magisterio de la Iglesia– hemos visto
también que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede
resultar extraño, casi como un escándalo, para el obispo de otro
continente; lo que se considera violación de un derecho en una sociedad,
puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos
es libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente
confusión. En realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y todo
principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y
aplicado. El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la
clausura del Concilio Vaticano II, habló de la inculturación como «una
íntima transformación de los auténticos valores culturales por su
integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en todas
las culturas humanas».
La inculturación no debilita los valores
verdaderos, sino que muestra su verdadera fuerza y su autenticidad,
porque se adaptan sin mutarse, es más, trasforman pacíficamente y
gradualmente las diversas culturas.
Hemos visto, también a través de la
riqueza de nuestra diversidad, que el desafío que tenemos ante nosotros
es siempre el mismo: anunciar el Evangelio al hombre de hoy, defendiendo
a la familia de todos los ataques ideológicos e individualistas.
Y, sin caer nunca en el peligro del
relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar plena y
valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que sobrepasa
nuestros cálculos humanos y que no quiere más que «todos los hombres se
salven» (1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el contexto
del Año Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia está llamada a
vivir.
También san Juan Pablo II dijo que «la
Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia […] y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la
misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».
Y el Papa Benedicto XVI decía: «La
misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre
mismo de Dios […] Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la
misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe
recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre
impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y
la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10)».
En este sentido, y mediante este tiempo
de gracia que la Iglesia ha vivido, hablado y discutido sobre la
familia, nos sentimos enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros
hemos experimentado la acción del Espíritu Santo, que es el verdadero
protagonista y artífice del Sínodo. Para todos nosotros, la palabra
«familia» no suena lo mismo que antes, hasta el punto que en ella
encontramos la síntesis de su vocación y el significado de todo el
camino sinodal.
Para la Iglesia, en realidad, concluir
el Sínodo significa volver verdaderamente a «caminar juntos» para llevar
a todas las partes del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a
cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo
de la misericordia de Dios.
Queridos Hermanos:
La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los
verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra
sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la
gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo
alguno disminuir la importancia de las fórmulas, de las leyes y de los
mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no
nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras,
sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia
(cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las
tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los
obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las
leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf.
Mc 2,27).
En este sentido, el arrepentimiento
debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren un sentido más
profundo, no como precio de la invendible salvación, realizada por
Cristo en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a Aquel que nos amó
primero y nos salvó con el precio de su sangre inocente, cuando aún
estábamos sin fuerzas (cf. Rm 5,6).
El primer deber de la Iglesia no es
distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios,
de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la
salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50).
El beato Pablo VI decía con espléndidas
palabras: «Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios
enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y
reinsertarnos en su plan de salvación […]. En Cristo, Dios se revela
infinitamente bueno […]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es
–digámoslo llorando- bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa,
conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día en
que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname.
He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría
de Dios».
Iluminar las conciencias, a menudo
asediadas por dinámicas nocivas y sutiles, que pretenden incluso ocupar
el lugar de Dios creador. Estas dinámicas deben de ser desenmascaradas y
combatidas en el pleno respeto de la dignidad de toda persona humana.
Ganar y reconstruir con humildad la
confianza en la Iglesia, seriamente disminuida a causa de las conductas y
los pecados de sus propios hijos. Por desgracia, el antitestimonio y
los escándalos en la Iglesia cometidos por algunos clérigos han afectado
a su credibilidad y han oscurecido el fulgor de su mensaje de
salvación.
Colaborar para apoyar y animar a las
familias sanas, las familias fieles, las familias numerosas que, no
obstante las dificultades de cada día, dan cotidianamente un gran
testimonio de fidelidad a los mandamientos del Señor y a las enseñanzas
de la Iglesia.
Idear una pastoral familiar renovada que
se base en el Evangelio y respete las diferencias culturales. Una
pastoral capaz de transmitir la Buena Noticia con un lenguaje atractivo y
alegre, y que quite el miedo del corazón de los jóvenes para que asuman
compromisos definitivos. Una pastoral que preste particular atención a
los hijos, que son las verdaderas víctimas de las laceraciones
familiares. Una pastoral innovadora que consiga una preparación adecuada
para el sacramento del matrimonio y abandone la práctica actual que a
menudo se preocupa más por las apariencias y las formalidades que por
educar a un compromiso que dure toda la vida.
Amar incondicionalmente a todas las
familias y, en particular, a las pasan dificultades. Ninguna familia
debe sentirse sola o excluida del amor o del amparo de la Iglesia. El
verdadero escándalo es el miedo a amar y manifestar concretamente este
amor.
¡Gracias!