Que conste: Declaración del Superior de la Fraternidad San Pío X sobre la Relatio final del Sínodo
La Relación final de la segunda
sesión del Sínodo de la familia, publicada el 24 de octubre de 2015,
lejos de manifestar un consenso de los padres sinodales, constituye la
expresión de un compromiso entre posturas profundamente divergentes. En
ella se puede ver que se recuerdan ciertos puntos doctrinales sobre el
matrimonio y la familia católica, pero también se notan lamentables
ambigüedades y omisiones, y sobre todo brechas abiertas en la disciplina
en nombre de una misericordia pastoral relativista. La impresión
general que se desprende de este texto es la de una confusión que no
dejará de ser explotada en un sentido contrario a la enseñanza constante
de la Iglesia.
Por esta razón, nos parece necesario reafirmar la verdad recibida de
Cristo sobre la función del Papa y de los obispos (1) y sobre la familia
y el matrimonio (2), cosa que hacemos en el mismo espíritu que nos
llevó a dirigir al Papa Francisco una súplica antes de la segunda sesión de este Sínodo.
1 – La función del Papa y de los obispos[1]
Como hijos de la Iglesia Católica, creemos que el obispo de Roma,
sucesor de San Pedro, es el Vicario de Cristo, al mismo tiempo que es
la cabeza visible de toda la Iglesia. Su poder es en sentido propio una
jurisdicción a la que, tanto los pastores como los fieles de las
Iglesias particulares, cada uno de ellos por separado o todos ellos
reunidos, incluso en concilio, en sínodo o en conferencias episcopales,
quedan obligados por un deber de subordinación jerárquica y de verdadera
obediencia.
Dios ha dispuesto así las cosas para que, manteniendo con el obispo
de Roma la comunión y la profesión de una misma fe, la Iglesia de Cristo
no sea sino un solo rebaño bajo un solo pastor. La Santa Iglesia de
Dios ha sido divinamente constituida como una sociedad jerárquica en la
que la autoridad que gobierna a los fieles viene de Dios, a través del
Papa y de los obispos que le están sometidos. [2]
Cuando el Magisterio pontificio supremo ha dado la expresión
auténtica de la verdad revelada, tanto en materia dogmática como en
materia disciplinar, no les corresponde a los organismos eclesiásticos
con autoridad de rango inferior –como las conferencias episcopales–
introducir modificaciones en él.
El sentido de los sagrados dogmas que ha de conservarse a perpetuidad
es el que el magisterio del Papa y los obispos han enseñado de una vez
por todas y del que nadie puede jamás separarse. Por consiguiente, la
pastoral de la Iglesia cuando ejerce la misericordia ha de comenzar
remediando la miseria de la ignorancia al dar a las almas la verdad que
las salva.
En la jerarquía instituida así por Dios, en materia de fe y de
magisterio, las verdades reveladas han sido confiadas como un depósito
divino a los Apóstoles y a sus sucesores, el Papa y los obispos, para
que lo guarden fielmente y lo enseñen con autoridad. Este depósito está
contenido, como en sus fuentes, en los libros de la Sagrada Escritura y
en las tradiciones no escritas que, recibidas por los Apóstoles de boca
del propio Cristo o transmitidas como de mano en mano por los Apóstoles
por dictado del Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros.
Cuando la Iglesia docente declara el sentido de estas verdades
contenidas en la Escritura y la Tradición, lo impone con autoridad a los
fieles para que lo crean como revelado por Dios. Es erróneo decir que
al Papa y a los obispos corresponde ratificar lo que les sugiere el sensus fidei o la experiencia común del Pueblo de Dios.
Como ya habíamos escrito en nuestra Súplica al Santo Padre: «Nuestra
inquietud brota de la condenación que San Pío X hizo, en su encíclica Pascendi,
de la acomodación del dogma a pretendidas exigencias contemporáneas.
Pío X y vos, habéis recibido la plenitud del poder de enseñar, de
santificar y de gobernar en la obediencia a Cristo, que es el Jefe y el
Pastor del rebaño en todo tiempo y en todo lugar, y de quien el Papa
debe ser el fiel vicario sobre esta tierra. Lo que ha sido objeto de una
condenación dogmática no puede convertirse, con el tiempo, en una
práctica pastoral autorizada».
Esto es lo que llevó a Mons. Marcel Lefebvre a escribir en su
Declaración del 21 de noviembre de 1974: «Ninguna autoridad, ni siquiera
la más alta en la jerarquía, puede obligarnos a abandonar o a disminuir
nuestra fe católica, claramente expresada y profesada por el magisterio
de la Iglesia desde hace diecinueve siglos. «Si ocurriese —dice san Pablo— que yo mismo o un Ángel bajado del cielo os enseñase otra cosa distinta a lo que yo os he enseñado, sea anatema». [3]
2 – El matrimonio y la familia católica
Acerca del matrimonio, Dios ha provisto al crecimiento del género
humano instituyendo el matrimonio, que es la unión estable y perpetua de
un hombre y de una mujer [4]. El matrimonio de los bautizados es un
sacramento, ya que Cristo lo elevó a esta dignidad; por lo tanto, el
matrimonio y la familia son de institución divina y natural.
El fin primario del matrimonio es la procreación y la educación de
los hijos, que ninguna voluntad humana podría excluir realizando actos
que le son opuestos. El fin secundario del matrimonio es la ayuda mutua
que se dan los cónyuges, así como el remedio de la concupiscencia.
Cristo estableció que la unidad del matrimonio sería definitiva,
tanto para los cristianos como para todos los hombres. Esta unidad goza
de tal indisolubilidad que no puede romperse nunca, ni por la voluntad
de ambas partes ni por ninguna autoridad humana: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».[5]
En el caso del matrimonio sacramental entre bautizados, la unidad e
indisolubilidad se explican, además, por el hecho de ser el signo de la
unión de Cristo con su esposa.
Todo lo que los hombres puedan decretar o hacer contra la unidad e
indisolubilidad del matrimonio no corresponde ni a lo que exige la
naturaleza ni al bien de la sociedad humana. Además, los fieles
católicos tienen el deber grave de no unirse únicamente por el vínculo
del matrimonio civil, sin tener en cuenta el matrimonio religioso
prescrito por la Iglesia.
La recepción de la eucaristía (o comunión sacramental) requiere el
estado de gracia santificante y la unión con Cristo mediante la caridad;
la comunión aumenta esta caridad y significa al propio tiempo el amor
de Cristo por la Iglesia, que le está unida como Esposa única. Por
consiguiente, las personas que deliberadamente viven juntas en una unión
de concubinato o incluso adúltera van contra las leyes de Dios y de la
Iglesia, porque dan el mal ejemplo de una falta de justicia y de
caridad, no pueden ser admitidas a la comunión eucarística y son
consideradas como pecadores públicos: «El que se casa con la repudiada por el marido, comete adulterio». [6]
Para recibir la absolución de los pecados en el ámbito del
sacramento de la penitencia, se requiere tener el firme propósito de no
pecar más y, consiguientemente, los que se niegan a poner término a su
situación irregular no pueden recibir una absolución válida.[7]
En conformidad con la ley natural, el hombre no tiene derecho a
usar su sexualidad sino en el matrimonio legítimo y respetando las leyes
fijadas por la moral. Por lo tanto, la homosexualidad contradice el
derecho divino natural. Las uniones realizadas fuera del matrimonio, de
concubinato, de adulterio e incluso homosexuales, son un desorden
contrario a las exigencias de la ley divina natural y por lo tanto
constituyen un pecado. No puede reconocerse en ellas parte alguna de
bondad moral, ni siquiera disminuida.
Ante los errores actuales y las legislaciones civiles contra la
santidad del matrimonio y la pureza de las costumbres, la ley natural no
admite excepciones, pues Dios, en su sabiduría infinita, al darnos su
ley ha previsto todos los casos y circunstancias, a diferencia de los
legisladores humanos. Por ello no puede admitirse una moral denominada
de situación, que se propone adaptar las reglas de conducta dictadas por
la ley natural a las diferentes culturas. La solución de los problemas
de orden moral no ha de someterse tan sólo a la conciencia de los
esposos o de los pastores, y la ley natural se impone a la conciencia
como regla del obrar.
La solicitud del Buen Samaritano con el pecador se manifiesta por
medio de la misericordia que no transige con su pecado, lo mismo que el
médico que quiere ayudar eficazmente a un enfermo a recuperar la salud
no transige con su enfermedad, sino que le ayuda a deshacerse de ella.
Es imposible liberarse de la ley evangélica en nombre de una pastoral
subjetiva que, aunque recordara universalmente tal ley, la aboliría caso
por caso. Nadie puede conceder a los obispos la facultad de suspender
la ley de la indisolubilidad del matrimonio ad casum sin
exponerse a que se vuelva sosa la doctrina del Evangelio y quede
troceada la autoridad de la Iglesia. Pues, en esta perspectiva errónea,
lo que se afirma doctrinalmente podría negarse pastoralmente, y lo que
está prohibido de jure podría estar autorizado de facto.
En esta confusión extrema, le corresponde en adelante al Papa
–conforme a su cargo y en los límites que le ha fijado Cristo– volver a
expresar con claridad y firmeza la verdad católica quod semper, quod ubique, quod ab omnibus [8], e impedir que esta verdad universal sea práctica y localmente contradicha.
Siguiendo el consejo de Cristo: orate et vigilate, rezamos por el Papa: oremus pro pontifice nostro Francisco, y permanecemos vigilantes: non tradat eum in manus inimicorum ejus[9],
para que Dios no lo entregue en manos de sus enemigos. Suplicamos a
María, Madre de Iglesia, que le conceda las gracias que le permitan ser
el fiel intendente de los tesoros de su divino Hijo.
Menzingen, 27 de octubre de 2015
+ Bernard FELLAY
Superior General de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X
Superior General de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X