Publicamos a continuación uno de los capítulos (Págs. 199/211) de la excelente obra de Hernán Capizzano, lanzada a la venta en estos días, y que lleva por título: “Alianza Libertadora Nacionalista”.
Aquí puede verse la esforzada lucha del Nacionalismo por mantener a la
Argentina al margen de una guerra que le era absolutamente ajena, y la
sinuosa conducta del coronel de la sonrisa imborrable y el alma
corrupta.
CAPÍTULO IV
La revolución que se aleja
El
paso dado por Ramírez al decretar la ruptura de relaciones no le sirvió
para romper el aislamiento del país y tampoco para sobrevivir en el
poder. En febrero debió renunciar y fue sucedido por el General Farrell.
A lo largo de 1944 las noticias de la guerra ensombrecieron el ánimo de
todos aquellos que esperaban el pronto triunfo de los nacionalismos.
Quienes apostando a la neutralidad estaban dispuestos a sacudir de una
vez por todas al yugo económico británico y la cada vez más importante
influencia estadounidense fueron perdiendo paulatinamente toda
esperanza. Si el Reino Unido lograba la victoria, ¿qué cambiaría en la
Argentina? Esta era la ecuación básica y simple del nacionalista. Si se
pretendía la victoria del Eje por esta causa, no puede afirmarse bajo
ningún aspecto que quienes lo sostenían deseaban una suerte de
imperialismo nazi en la Argentina. Esta acusación absurda sólo podía
existir en las mentes fanatizadas de Acción Argentina o de grupos que
más tarde terminaron por conformar la Unión Democrática.
La vía
diplomática no dejaba prácticamente margen de maniobra. Se le exigía al
país una declaración tajante, ofreciendo a cambio una apertura al
aislamiento que cada vez alcanzaba mayor importancia. Era el resultado
de conversaciones secretas con Washington. La bandera más preciada del
gobierno revolucionario, aquella por la que la mayor parte de los
argentinos se sentían orgullosos caía estrepitosamente. Lo ha relatado
Félix Luna con suficiente claridad: “equivocada o no, inoportuna o no,
la posición independiente de la Argentina era una compadrada criolla que
se había mantenido durante casi cinco años contra los poderosos del
mundo; y eso enorgullecía a un país que estaba en acelerado proceso de
crecimiento y maduración”[1].
La
Revolución entraba en un cauce peligroso y los nacionalistas veían que
aquel Primero de Mayo del 43 era ya un recuerdo lejano. Como lo hemos
apreciado, Alianza en particular y los nacionalistas en general no
fueron tenidos en cuenta por los militares de la revolución juniana, no
por lo menos como organización política o grupo de opinión estructurado.
Este marginar a las organizaciones, o bien ignorar –salvo excepción- a
sus personajes de relieve, complicó principalmente la existencia de la
Alianza. Se produjo durante 1944 una suerte de eclipsamiento donde su
dirigencia no encontraba la iniciativa política que sí había exhibido
hasta las vísperas de la revolución. En los hechos, el gobierno militar
de Ramírez se había convertido en su enemigo, por acción o por omisión,
porque no dejaba hacer, porque la ignoraba, porque no dudaba en
hostilizarla si el caso lo requería. La asunción de Farrell había
sosegado la situación vivida durante las largas semanas en que la
dirigencia permaneció detenida. La liberación permitió tender nuevas
líneas de contacto con el gobierno pero la norma a partir de entonces
fue la desconfianza. Sólo los contactos personales y las relaciones
interesadas de los líderes aliancistas restablecieron frágilmente las
líneas de comunicación. Sin embargo no hubo por parte de Alianza ningún
grado de obsecuencia, como no hubo del gobierno Farrell-Perón ningún
favor o beneficio encomiable. Alianza quería sostener su existencia y
defender lo defendible: la neutralidad, herida ante la ruptura de
relaciones, pero no muerta.
Por
otra parte, la polarización era tal que cualquier oposición al gobierno
podía entenderse como una complicidad descarada para con los elementos
regiminosos. En la práctica la elección del mal menor se hizo cotidiana y
-pese a la actitud distante del gobierno- Alianza osciló entre un apoyo
crítico y una oposición prudencial. Ya había perdido la iniciativa del
proceso político y por eso mismo iba detrás de los acontecimientos. Los
militares jamás permitirían que vuelva a conquistar las calles. Sin
embargo muy pronto la presión internacional logró una vez más que se
cerrase filas tras el gobierno.
Luego
de la ruptura de relaciones estaba pendiente la declaración de guerra y
el país siguió sufriendo las idas y venidas diplomáticas del momento.
Los nacionalismos seguían retrocediendo en cada campo de batalla y ello
era un llamado de alerta muy sensible sobre la soberanía nacional y
efectiva del país. No debe olvidarse que para mediados de 1944 las
tropas del Ejército Rojo ya habían roto el frente de Crimea, habían
ingresado en Rumania y tocaban las fronteras de Checoeslovaquia. Los
ingleses hacían retroceder a japoneses en Kohima y los bombardeos
aliados arrasaban toda Europa con una ferocidad nunca antes vista. Sólo
como ejemplo puede citarse la operación de quinientos bombarderos
británicos sobre la fábrica Renault matando un millar y medio de
civiles. Caía Montecasino en manos de los Aliados, previa demolición del
secular monasterio y poco más tarde las tropas ingresaban en Roma. El
desembarco en Normandía y el uso de Napalm que hacía Estados Unidos por
primera vez fueron otros tantos hechos de la colosal conflagración que
entra en su tramo final. En la guerra naval uno de los golpes más
importantes se produce cuando un submarino estadounidense ataca un
convoy japonés en el que mueren diez mil soldados. La lucha, en la cual
no entramos en detalles, tomaba un cariz agónico y terminal. Se combate
sin piedad en todos los bandos. Ya no importan las víctimas civiles ni
los cálculos por ahorrar vidas en los campos de batalla. Es una lucha
desesperada que no encuentra sosiego. Poco valdrán las armas secretas y
los bombardeos sobre Londres. Ha comenzado la cuenta regresiva que
llevará al triunfo de los Aliados y el establecimiento de un nuevo
orden. Quizá sea por ello mismo que en el mes de julio se funda en los
Estados Unidos una institución que será fundamental para el futuro: el
Fondo Monetario Internacional.
Las
informaciones sobre los sucesos europeos llegaban con la heterogeneidad
consabida. Pero ya quedaba claro que la época de la blitzkrieg
con victorias y avances incontenibles había pasado. Esa victoria total
que en un momento parecía cuestión de días o semanas había dado paso a
cierto escepticismo entre los nacionalistas. Si los Aliados vencían, el
destino colonial dela Argentina no tendría solución de continuidad. Por
ello la lucha continuaba para Alianza. El respaldo de la soberanía
nacional era ahora la consigna. Se habían roto las relaciones, pero de
suyo esto no importaba una declaración de guerra explícita que aún podía
evitarse: eran aspiraciones minimalistas, el momento no daba para
ambicionar mayores pretensiones. En este marco la acción aliancista se
limitó a respaldar aquellos signos gubernamentales que significasen el
ejercicio de la soberanía. El más importante del momento estuvo en su
canciller, el General Peluffo. Sus declaraciones de fines de julio
frente a las presiones internacionales despertaron la ilusión de los
nacionalistas: Argentina no debía ceder a su negativa de entrar en
guerra.
Con
tímida propaganda, pues la censura oficialista no permitía la libre
expresión de la actividad nacionalista, se convocó a una marcha de apoyo
a las declaraciones del canciller. Nadie imaginó que la movilización
proyectada alcanzaría un enorme caudal de gente. Ni siquiera aquellos
militares que miraban de lejos pero con simpatía al nacionalismo.
Decenas de miles de personas, que algunos medios llevaron a doscientas
mil, respondieron a la convocatoria de Alianza y de múltiples
organizaciones de la más heterogénea procedencia. Los unía la voluntad
de defensa ante las presiones internacionales. Nacionalistas, simples
argentinos orgullosos de su condición, neutralistas convencidos,
partidarios del gobierno militar, empleados públicos, gremios, católicos
militantes y muchos otros sectores poblaron la movilización por la
soberanía nacional y el apoyo a las medidas del gobierno para mantenerse
alejado del acoso norteamericano. Precisamente en una marea humana tan
heterogénea el elemento, lenguaje y consigna no podía ser más que de
tono e inspiración nacionalista. Fueron ellos –en particular Alianza-
los que marcaron su desarrollo y entusiasmo por encima de cualquier otro
sector. Pero el gobierno los ignoró. El discurso dado por el Presidente
Farrell desde los balcones del Ministerio de Relaciones Exteriores no
hizo alusión alguna a la marea nacionalista que lo ovacionaba. Cuando se
refirió al público presente solo esbozó términos genéricos e
indefinidos: “pueblo argentino” o “voluntades argentinas”[2]. Un signo más de que aquella revolución detenía, contenía y hasta ignoraba a los verdaderos revolucionarios.
Luego de
la marcha Alianza mantuvo la actividad bajo medidas de cierta
clandestinidad. La impaciencia, la perplejidad y la desazón ante una
revolución que no se decidía ir a fondo no lograron apagar la fogosidad
de Queraltó y sus hombres. Quería vivirse una revolución nacionalista,
pero esta no llegaba, y por eso se declamaba un apoyo que más que
aplauso era una ilusión expectante. De alguna forma lo daba a entender
Alberto Bernaudo, mano derecha de Queraltó durante un mitin a mediados
de 1944: “hoy, si [Alianza] tuviera libertad para la exteriorización de
su fuerza, presentaría en la calle un plebiscito consagratorio de la
nueva conciencia nacional […] sin embargo, las viejas instituciones
liberales subsisten como una de las armas secretas de la
contrarrevolución, porque no se ha tenido la decisión de desautorizarlas
definitivamente”. Esto, decía Bernaudo, porque no se había deseado
instaurar una nueva política “cuya autenticidad y cuyo estilo sólo
pueden encontrarse en el nacionalismo”[3].
La
revolución de 1943, que no la habían preparado ni concretado los
nacionalistas, había impactado en el movimiento como un golpe sorpresa.
El debate en su seno había fraccionado las posiciones y la unidad
potencial obtenida al Primero de Mayo de 1943 ya era sólo un recuerdo.
Si a esto le sumamos el repliegue de los nacionalismos en los campos de
batalla europeos tendremos un panorama bien gris sobre las posibilidades
acotadas del movimiento y de la Alianza en particular. Aquel mismo año
Ramón Doll anunció que los nacionalistas argentinos serían rudamente
golpeados si los fascismos eran derrotados en la Guerra Mundial.
Simplemente, escribía, llegaría la “depresión” en medio del “trauma
psicológico que van a sufrir esas generaciones que jugaron todo a una
sola carta”[4].
En rigor, no acertó Doll en su análisis, pues el nacionalismo mantuvo
como bandera de lucha una neutralidad sincera y supeditada a los
intereses nacionales. En lo que sí acertó el antiguo socialista era en
el encontronazo de una generación que ya estaba viendo como las banderas
tanto tiempo predicadas estaban siendo arrebatadas o distorsionadas por
un gobierno militar que se decía revolucionario.
La
segunda parte del año 1944 fue dominada por Farrell y Perón dentro de un
juego político sinuoso. Regían aún las prohibiciones para los partidos y
el nacionalismo en particular. Las actividades se mantenían a puertas
cerradas o simuladas con diverso ingenio. Pero, como luego lo hará
durante la presidencia de Perón, Queraltó optó por mantener la lucha y
la autonomía de su criatura. Toda la dirigencia lo siguió bajo un grado
importante de clandestinidad. Efectivamente, luego de la masiva marcha
en apoyo del canciller Peluffo y sus declaraciones referidas a la
soberanía nacional a mediados de 1944, Alianza no pudo volver a realizar
sus característicos actos públicos. Bernaudo declaró más tarde que
entre mayo de 1944 y marzo de 1945 Alianza actuó bajo la fachada de una
biblioteca y centro cultural[5].
Sólo logró autorización para festejar en septiembre el día del
estudiante. Claro que aquella festividad de tono juvenil, cuya
autorización se tramitó casi como una reunión de viandantes, se
convirtió en un verdadero mitin fuertemente motorizado por los millares
de simpatizantes que en universidades y colegios secundarios se hallaban
encuadrados en el Sindicato Universitario Argentino y enla Unión
Nacionalista de Estudiantes Secundarios. Como fuere, el acto juvenil
concentró según Alianza unos cuarenta mil simpatizantes. Si el número
era tal, no queda duda que el nacionalismo seguía de pie y constituía un
factor extraordinario, por revolucionario y fiscalizador, tanto para el
gobierno como para la oposición regiminosa. Las fotografías en las
crónicas periodísticas no partidarias permiten advertir una verdadera
muchedumbre. Desde entonces ya no fue posible ningún otro acto público.
Si bien la actividad no se abandonó, toda su estructura quedó resentida
en el ámbito de la clandestinidad.
Con el
correr del tiempo menudearon detenciones y allanamientos, no ya en
manos de la justicia sino de las policías provinciales y en particular
de la federal. Para observadores atentos no era más que el preámbulo y
preparación hacia la temida declaración de guerra y el consecuente
abandono de la soberanía nacional en la política exterior. Era también,
por supuesto, el reflejo de las luchas intestinas en las fracciones
oficialistas. Poco a poco Perón iba quedando dueño de la situación.
Estos vaivenes, tan bien estudiados por Díaz Araujo y Potash entre
otros, muestran como el Coronel con despacho en la Secretaría de Trabajo
y Previsión fue anulando todos y cada uno de sus adversarios y de los
obstáculos que se cruzaban en su camino. Las internas y distintas
alternativas que se sucedían ante cada crisis eran vividas entre los
nacionalistas con particular intensidad. Las facciones, más que por
cuestiones ideológicas, que las hubo, luchaban por espacios de poder. En
lo cotidiano los nacionalistas ansiaban quedarse con la revolución y
mantener a toda costa la neutralidad y por ello mismo hoy apoyaban a
este militar y mañana a este otro. Y cuando ambos caían víctimas de esta
lucha intestina se sentía la orfandad política y el distanciamiento
frente a una revolución que en definitiva no les pertenecía más que
incidentalmente. Eso sí, algo estaba claro, había un militar que siempre
ignoraba u obstaculizaba las influencias nacionalistas, que podía
hablar con los partidos políticos y aún con el comunismo, pero que
rehusaba dar importancia alguna a ese movimiento que, repetimos,
incidentalmente había preparado la revolución. Ese militar era Perón.
Pese a
las declamaciones del canciller Peluffo a mediados de 1944 el gobierno
de Farrell, cuya figura emblemática era su Vicepresidente Perón, comenzó
a preparar el terreno para concretar la declaración de guerra. En
política interna una de las medidas de mayor impacto fue la
reincorporación de profesores universitarios que habían sido exonerados.
Eran docentes que desde el principio se habían proclamado contra la
revolución y por una vuelta al estado de cosas previo al 4 de Junio.
Eran la voz del Régimen que el gobierno revolucionario había acallado y a
la que ahora abría compuertas bajo un tono reivindicatorio. No fue una
medida más, fue todo un símbolo. Y los nacionalistas lo vivieron como
una nueva traición: “Cuando los profesores firmaron el manifiesto, los
militares que integraban el GOU pensaban como nosotros ahora, puesto que
auspiciaron y aplaudieron la sanción aplicada por el P.E. Consideraban
que reclamar la ruptura y el restablecimiento del viejo Régimen político
implicaba estar contra el país. Ha pasado el tiempo. Ya fueron rotas
las relaciones y se inicia ahora la “etapa pre-electoral”. Pero los
nacionalistas seguimos pensando lo mismo que pensaban antes, junto con
nosotros, los militares”[6].
Ya en
febrero de 1945 el nacionalismo militante se encuentra en estado
permanente de movilización pese a las limitaciones represivas que le
propinaba el gobierno. Ante la inminente declaración de guerra el grito
unánime era contra los traidores que luego de sostener la neutralidad
abandonaban el barco en medio de la tempestad. Se desconfiaba
particularmente de Perón, Vicepresidente entre otros cargos acumulados.
La información circulante y los corrillos hablaban de este militar como
un sujeto inescrupuloso, ambivalente y dispuesto al abandono de la
neutralidad con particular desprecio personal por los nacionalistas.
Pero fuera de los dimes y diretes estaban las declaraciones públicas que
los diarios habían divulgado. Efectivamente, a fines de febrero de 1945
Perón declaraba a la agencia de noticias Associated Press: “nuestro
pequeño país no es un punto suspenso en el espacio, como nuestros
nacionalistas dan la impresión de creer, sino parte integral de ese
mundo que sufre estas transformaciones profundas. Debemos avanzar con la
marea si no queremos naufragar”. Acto seguido afirmaba: “ha habido una
evolución importante en nuestro gobierno […] los hombres que iniciaron
la política que alejó a la Argentina del sistema panamericano no figuran
hoy en el gobierno”[7].
No obstante sentenciaba que una posible declaración de guerra no
estaría apoyada por ningún argentino. Los nacionalistas no le creyeron y
ahondaron en su desconfianza. Alianza imprimió en centenares de miles
de volantes un manifiesto crítico hacia quienes en el gobierno deseaban
la declaración de guerra. En el marco de un análisis realista apuntaba a
las consecuencias graves que para la soberanía nacional acarrearía
quedar directamente subordinada a la hegemonía panamericanista de los
Estados Unidos. El manifiesto se repartió en todo el país y la
movilización de todos los aliancistas fue un hecho que se advirtió
masivamente en las calles. Centenares de patrullas recorrieron cines,
escuelas, universidades entregando mano a mano el manifiesto. En Buenos
Aires los últimos días de febrero tienen a todo el aliancismo en acción.
El día 20 miles de nacionalistas recorrieron las calles céntricas
frente a los embates de la policía que con sus gases lacrimógenos
intentaba sin éxito disolver la muchedumbre. Los grupos volvían a
reunirse y nuevamente estallaban las consignas nacionalistas coreadas
con un enorme fervor. A los gritos de “Patria sí, colonia no” se sumó un
estribillo cantado en cada columna de manifestantes: “La Argentina es
soberana y ella siempre lo será; arrastrarla a guerra extraña los
Cipayos no podrán. Y si algunos quieren irse, que se vayan a pelear, que
nosotros sólo iremos a una guerra nacional”[8]. La jornada de protesta fue coronada por una veintena de detenidos y numerosos heridos.
También se editó el número del periódico Alianza correspondiente a la
primera quincena de marzo. Su portada rezaba sobre la lucha aliancista:
“La guerra nos traería deshonor y servidumbre”. La respuesta del
gobierno ante la agitación nacionalista no se hizo esperar. En Rosario
se allanaba y clausuraba los tres locales aliancistas. Sus jefes eran
detenidos y se les mantenía bajo total aislamiento. También se les
allanaba el domicilio particular y se secuestraba toda la documentación
posible. Los diarios hacían notar la existencia de volantes y material
propagandístico contrarios al Gobierno dela Nación. Aún no se había
declarado el estado de guerra al Eje pero la saturación sobre Alianza
comenzaba a crecer en intensidad. Pese a las presiones policiales que
limitaban su desarrollo las actividades se multiplicaron bajo un ritmo
febril y militante: Bernaudo viajó a Santa Fe y Entre Ríos para
reorganizar filiales a la vez que Raúl Puigbó visitaba diversos partidos
de la campaña bonaerense. Por otra parte Domingo Baca Ojeda era
designado para visitar las filiales de Salta y Jujuy y el platense
Manuel Garay para hacerlo en Necochea, Tres Arroyos y Bahía Blanca entre
otros distritos.
En el
ambiente de la sede central aliancista se sospechaba que el abandono
definitivo de la neutralidad era una amenaza potencial en ciernes. La
desconfianza y el enfrentamiento con el gobierno militar se habían
agravado en las últimas semanas. D´Angelo Rodríguez lo estampaba en su
diario la noche en que visitó el local de la Seccional 6 y luego la sede
central: “Hablé con Ballweg [jefe de UNES] y con varios muchachos del
colegio. El local estaba lleno ya que estamos en pleno estado de alarma
ante la posibilidad de la declaración de guerra”[9].
Luego
de álgidas semanas llegó el momento temido cuando el día 27 el gobierno
firma su resolución contra Alemania y Japón adhiriendo al Acta de
Chapultepec. La guerra estaba declarada y no había argumento que pudiera
convencer a los nacionalistas sobre el abandono de la más estricta
neutralidad. De manera particular se adjudicó a Perón la maniobra y la
mayoría de las voces tomaron su nombre para expresar el repudio. A
partir de aquel día y por semanas las paredes de Buenos Aires solían
tener leyendas como “Muera Perón”, “Perón es un traidor”, “La guerra es
traición”. Se utilizó hasta agentes policiales durante las madrugadas
para borrar las pintadas aliancistas.
Desde
la publicación Nuestro Tiempo, dirigida por el presbítero Julio
Meinvielle, se acusó al gobierno por la declaración de guerra con un
acicate significativo: este gobierno había derrocado a un hombre como
Castillo que paradójicamente había mantenido la neutralidad[10].
De las
panfleteadas y detenciones iniciales se pasó a otro nivel de violencia.
El atentado, la represión y los enfrentamientos se convirtieron en una
cuestión cotidiana. Ya no hacía falta ser apresado in fraganti, bastaba
con ser señalado por los servicios de inteligencia que seguían a sol y
sombra a los personajes más activos y consecuentes del nacionalismo. Tal
era así que en diversos sitios se procedió a las llamadas “detenciones
preventivas”. Sucedió por ejemplo en Santa Fe donde el Interventor
realizó redadas masivas[11].
O el caso del Territorio Nacional de La Pampa donde encontramos
aliancistas arrojados al calabozo: Patricio José Mac Guire, José María
Bortagaray, Ludovica Vitta y Enrique Serantes Peña[12].
O en Tucumán donde también hubo arrestos luego de un banquete y acto en
oposición al gobierno. Entre los dirigentes sobresalió la prisión
sufrida por Bonifacio Lastra por espacio de un mes a disposición del
Poder Ejecutivo Nacional.
Otra
medida fue la clausura del periódico Alianza que se extendió por seis
meses. Como decíamos, menudearon las volanteadas y actos relámpagos,
sobre todo en las casas de estudio. El riesgo de quedar detenido era
real, tanto como el de entrar a un virtual campo de batalla, ya por la
ofensiva policial como por la de los aliadófilos. En la tarde del 12 de
abril se repartieron volantes con la siguiente leyenda: “Perón rendirá
cuentas. El pueblo pedirá cuentas al Coronel Perón y a la camarilla que
lo rodea de sus traiciones al país, del manejo discrecional de los
dineros públicos y de la permanente deslealtad a los mandatos
sanmartinianos”[13].
Lo sucedido en la Facultad de Derecho, contado por un testigo directo,
nos ofrece una idea del clima convulsionado de aquellas jornadas: “A la
hora indicada el camarada Bortagaray subió de un salto las escalinatas y
gritó: Comienza la asamblea! Esa fue la señal. De las barandas del piso
superior se colgaron dos cartelones que luego secuestró la policía y
que decían: la juventud universitaria repudia la dictadura entreguista;
los extranjeros los reconocen y nosotros los desconocemos. Quinientas
personas o más congregadas allí prorrumpieron en gritos contra los
traidores y en especial contra Perón […] Minutos después entró de pronto
la policía uniformada con las bayonetas en la mano. Algunos canallas de
investigaciones, de civil, que habían estado desde el primer momento,
fueron separando a algunos de los circunstantes y entregándolos a los
uniformados”[14].
Lo que
siguió a estas semanas de furia fue curioso. El gobierno demostró su
debilidad al quedar huérfano de todo apoyo significativo. La declaración
de guerra no concitó per se el respaldo de los grupos democráticos.
Estos no dejaban de trabajar para su derrocamiento. Ni qué hablar de los
sectores diversos que habían apoyado su gestión haciendo eje en el
mantenimiento de la neutralidad. La caída de Berlín logró que el
gobierno intensificara más aún el acercamiento con los representantes
del antiguo Régimen. La derrota de los nacionalismos y el reverdecer de
las democracias lo llevaron a coquetear con quienes –tan sólo meses
antes- habían sido repudiados. Por eso tomó algunas resoluciones
conciliatorias. A la reincorporación de los docentes universitarios
despedidos le siguieron múltiples contactos políticos con representantes
de los partidos y de la oposición en general. Se escuchaban sus
reclamos ya no desde un poder revolucionario sino desde la debilidad y
el oportunismo. No eran más que medidas de un gobierno en retroceso, no
respetado ni siquiera por quienes eran beneficiarios de los cambios de
posguerra.
La
algarabía aliadófila tuvo su mayor epicentro en el ámbito universitario.
Las casas de estudio, como desde hacía tiempo, se habían convertido en
verdaderas cajas de resonancia política. La presencia de políticos
partidarios, las conferencias, los actos, las marchas, todo dentro del
espíritu liberal y de reivindicación autónoma reclamado por los
estudiantes y docentes universitarios. Fue allí donde los nacionalistas
contaron con un nutrido elenco de militantes. Eran varias las
organizaciones que se habían estructurado con una continuidad y
eficiencia ponderable. Medicina o Derecho conocían de cerca todos estos
vaivenes y los militantes aliancistas recorrían sus pasillos casi con
total normalidad. Rencillas había siempre y la sucedida el 11 de junio
de 1945 no sería la primera ni la última de su tipo. De hecho, diez
meses más tarde caería asesinado frente a la Facultad de Medicina el
aliancista Juan Owsik. Pero en junio todavía persistía la agitación
devenida del abandono de la neutralidad y de los festejos por la caída
de Berlín que liberales y comunistas a una voz hicieron conocer en
Buenos Aires. En la antigua Facultad de Medicina, en aquel patio que
los estudiantes llamaban “de fisiología” comenzó la toma fugaz del
edificio a mano de aliancistas y otros estudiantes nacionalistas.
Recurrimos entonces a un testigo directo: “Después de un buen rato de
espera, Etchebarne Romero se subió a un monumento que hay allí y dijo
unas cuantas palabras en el sentido de que estábamos defendiendo el
prestigio del nacionalismo. Entre gritos y vítores comenzamos a marchar
por los corredores cuando estalló un enorme petardo en el patio.
Seguimos adelante mientras estallaban varios petardos más”. La irrupción
provocó alguna resistencia por parte de activistas liberales y
comunistas pero la sorpresa y el empuje de los nacionalistas no dio
tiempo más que a correr por escaleras y pasillos. Los destrozos fueron
múltiples ya que en su huida los activistas se refugiaban en aulas y
oficinas donde la avanzada no se detenía. En minutos el control del
edificio era total. Se había logrado el objetivo: “el momento en que
bajábamos por la escalera central fue impresionante. La enorme columna
de camaradas […] iba gritando en un majestuoso coro, ¡na-cio-na-lis-mo!
¡na-cio-na-lis-mo!”[15].
[1] Félix Luna, El 45, Barcelona, 1984, p. 32-33.
[2] Cabildo, 28/07/1944.
[3] Cabildo, 09/07/1944.
[4] Liberación, 15/12/1943.
[5]
Declaración indagatoria de Alberto Bernaudo, 03/10/1945, en Poder
Judicial dela Nación, Archivo General, Expediente 12043, en adelante
PJNAG 12043, Fs. 335-336.
[6] Alianza, 2da. Quincena, 02/1945.
[7] Alianza, 2da. Quincena, 03/1945.
[8] Alianza, 1er. Quincena, 03/1945.
[9] D´Angelo Rodríguez, Diario inédito.
[10] Máximo Etchecopar, Con mi generación, Buenos Aires, 1946, p. 115.
[11] AGN, FMISCYR, Caja 33, Expediente 471.
[12]
AGN, FMISCYR, Caja 33, Expediente 480. La mayor parte de estos habían
sido liberados hacía escasas horas luego de una incidencia enla Facultad
de Derecho.
[13] D´Angelo Rodríguez, Diario inédito.
[14]
Entre los numerosos detenidos estaban D´Angelo Rodríguez, Sanz, Sobral,
Nieva Moreno, Cantos, Orlandini, Zuccotti, Sánchez, Ichazo, Vitta,
Basavilbaso, Campana, Maguire, Bortagaray.
[15] D´Angelo Rodríguez, Diario inédito.
“Alianza Libertadora Nacionalista – Historia y Crónica (1935-1953)”, de Hernán M. Capizzano. Memoria y Archivo. Bs. As. 2013. 344 págs.