Declaración
FRENTE AL 22-N
UN
DOLIENTE HARTAZGO
Algunos pocos y benévolos amigos me han pedido
cierta orientación u opinión ante los próximos comicios. Explico primero el porqué del doloroso hartazgo
frente al tema, y luego intentaré expedirme para que no se me acuse de evasivo.
Nadie está obligado a leerme, ni he perdido el
juicio como para tenerme por consultor obligado. Pero si no se me lee, nadie
tiene tampoco derecho alguno a criticar lo que pienso. Sencillamente porque no
conocen lo que pienso. O lo conocen del peor modo: fragmentariamente, y de
mentas; cuando no cargados de elementales apriorismos. Hasta ahora, parecía ser
ésta la funesta especialidad de las izquierdas. Pero resulta que el contagio
ha llegado a la propia tropa. A la muy cercana.
Nadie está obligado a leerme, reitero. Pero tampoco
pesa sobre mí el deber de volver a escribir los mismos libros cada vez que una
circunstancia determinada pone sobre el tapete el tema central de esos libros
ya escritos. Un traumatólogo no escribe sobre los riesgos de las fracturas
expuestas cada vez que alguien se rompe un codo.
Llevo publicados dos volúmenes densos y
pormenorizantes sobre la perversión democrática, y está en curso un tercero,
del mismo tenor. El número de escritos referidos al punto –aunque en rigor, a
cuestiones colaterales y anejas al mismo– podría casi multiplicarse, si
contara, no sin razones, dos tomos previos, aparecidos en el año 2000,
antologizando textos que publicara en “Cabildo” durante veinte años.
Por más modesto que quiera ser al respecto, no
encuentro el modo de omitir que he procurado ser detallista, exhaustivo y
meticuloso en mis argumentaciones contra el horribilísimo e insalvable sistema
político que nos domina, así como sobre la nocividad moral en que incurre
quien lo convalida o avala en vez de procurar su destrucción. Ergo, dable
sería esperar la misma actitud analítica en quienes no comparten mi postura.
Lamentablemente no suele suceder así. Y cualquier
opinante anónimo de un blog, verbigracia, se cree facultado para descalificar
mi tesitura. O peor dicho: lo que suponen, sin leerme de modo íntegro, que
es mi tesitura. Las presiones para que me rinda y siente cabeza de católico
que “no dogmatiza lo prudencial”, ni tiene “conciencia escrupulosa”, ni “vea
pecado donde no lo hay”, se multiplican en vísperas de cada elección, con
argumentos cada vez más insólitos. Últimamente, el de acusarme de donatista,
platónico, kantiano, rigorista, fariseo, provocador o desafectado de los
hipotéticos beneficios que les traería a los militares presos el triunfo de esa
porciúncula más del estiércol que responde a la sigla PRO.
Ninguno quiere dejar en paz a quien, simplemente, –¡vaya
pretensión! – procura dar testimonio de coherencia en soledad. A quien no
quiere ser útil al sistema, ni incurrir en el activismo partidocrático, ni
vivir pendiente de los requerimientos de un modelo corrupto, ni pagar tributo a
la corrección política, ni estar desatento al regreso de Jesucristo antes que
atento a la huida de los kirchner, minusculando a sabiendas el
nauseabundo gentilicio.
Una voluntad tácita de castigarlo y doblegarlo se
pone en marcha ante el disidente. El rigorismo de los demócratas es cada vez
más circundante y opresivo. No quemar incienso al sufragio universal está
penado por la ley y queda el réprobo sometido a figurar en la lista estatal de
infractores, oblando su multa. Sin embargo, no es éste el maldito rigorismo que
dispara siquiera una línea de condena, sino el nuestro, por no querer sumarnos a
la inmoralidad cuantofrénica.
Los ciudadanos de la democracia están divididos
entre los integrados mansamente al llamamiento electoral, que deben tenerse por
puros y limpios; y los impuros y sucios que, contrario sensu, desacatan
el imperativo de hacer una genuflexión doble ante cada urna. Sin embargo,
insistimos, no es a esta demasía a la que se la compara con la casuística de
purezas e impurezas del judaísmo, sino a nuestra actitud de no querer
contaminarnos éticamente haciendo la fila para rifar a la patria con cada
boleta asquerosa.
En esa ofensiva contra el disidente, lo subrayamos,
cualquier argumento es válido. Hasta el de compararnos con los circunceliones
del siglo IV. Bandidos desaforados y heréticos, claro; éso seríamos. Como los
brigantes franceses, los bandoleros de la Cristiada, los forajidos resistentes
al castrismo, o más criolla la cosa: como el Chacho Peñaloza, conductor de los
últimos “bárbaros”, al que con el mencionado mote de bandido insultó su verdugo
antes de matarlo.
Imposible no recordar en dos trazos lo que me
sucediera en una de las primeras defensas catedralicias, en Buenos Aires. Tras
soportar en desigualdad de condiciones largas horas de blasfemias, sacrilegios
y obscenidades, aproveché un segundo de silenciamiento de las hordas para vivar
a Cristo Rey. Sólo ese grito, lo juro. Sucedió entonces que un señor de civil,
muy atildado y correcto, a quien hasta entonces no había visto, se me acercó e –identificándose
como comisario en operaciones en el susodicho vejamen– me dijo textualmente:
“si usted vuelve a provocarlos, no me deja otra alternativa más que
detenerlo”. El infeliz no había leído a San Agustín ni a Baronio. Nada sabía de
Makide o Faser, los renombrados caudillejos de los circunceliones. Pero algo
había aprendido del mundo y para el mundo: el provocador era yo. Tristísima
cosa que así piense, no ya un ignoto y exculpable esbirro del Estado, sino un
haz de católicos a quienes tengo por buenos[1].
Desahogo formulado, enunciemos lo esencial.
BREVÍSIMAS
CONSIGNAS
I.
Independientemente de la inacabable disputatio sobre el mal menor, el
domingo 22 de noviembre no hay ningún mal menor que elegir. Es uno solo,
enorme, abisal e inmenso el mal; y le daré los nombres que tiene a riesgo de
seguir siendo incomprendido. Ese mal se llama Democracia, Revolución, Modernidad,
Inmanentismo. Con cualquiera de estos apelativos, y mucho más con todos ellos
juntos, puede sentirse denominado el Anticristo.
Macri, Scioli, Zannini o Michetti no son los
nombres del mal. Apenas si apodos circunstanciales, efímeros, intercambiables y
con caducidad a mediano plazo. Si no se entiende la naturaleza y la hondura del
mal que enfrentamos, nos tranquilizaremos creyendo que ejercemos la vindicta
sobre los marxistas porque votamos a los liberales. Para entenderlo, no lean “Cabildo”,
que es nazi. Pero Los endemoniados de Dostoievsky no puede dejar de
leerse. Y allí, no sólo está retratado el carácter preternatural del mal que
tenemos delante, sino el error que cometemos al desconocer la circularidad
viciosa de sus progenitores y de su prole.
Mientras redactamos estas líneas, Macri ha dado a
conocer la nómina de los centenares de “artistas, científicos e intelectuales”
que le darán su voto. Ante la vista del horrísono listado es imposible mantener
en pie la idea de que “aquí y ahora [Macri] es lo menos pésimo, porque nos
libera aunque sea temporalmente del totalitarismo culturalmente marxista que
soportamos”[2]. La contracultura
marxista salta de contento con estos personajes, que conciben la política como
un “resolver los problemas de la gente”; esto es, con ofrecerles bienestar y
paraisos terrenales. ¿Hay algo más sutilmente próximo al materialismo marxista?
Asimismo, y ante la vista de los antecedentes
pasados y de las conductas presentes de quienes integran la coyunda CAMBIEMOS,
es inviable alimentar cualquier optimismo respecto de una reparación histórica
sobre la situación de los soldados en cautiverio. Esto supuesto que el fin
justificara los medios y que el bien privado esté por encima del bien común. Y
que, entonces, para conseguirle a un amigo militar la prisión domiciliaria
habría que darle nuestro voto a un hideputa anaranjado o amarillo.
II.
Votar tiene varias acepciones en el lenguaje político, aún en el clásico. Y hay
votaciones que poseen su licitud y hasta su conveniencia. Pero votar bajo las
especies del sufragio universal, la soberanía del pueblo,el monopolio de la
representatividad partidocrática y la tutela del constitucionalismo moderno, es
“la mentira universal”. Sumarse a esa mentira es conculcar el Octavo
Mandamiento.
Como en el caso de la unión co-generadora entre
liberales y marxistas o del mal menor, lo que acabamos de decir sobre la calificación
moral del sufragio universal, no es una ocurrencia solitaria nuestra
(suponiendo que de serlo deberíamos estar forzosamente equivocados). Hemos
documentado con minucia la existencia de una sólida y larguísima docencia
cristiana y aún no cristiana condenatoria de la inmoralidad numerolátrica. En
mis escritos sobre el tema, no he apelado a mi autoridad para sostener esta
premisa, que tanto parece molestar, sino a la de una frondosísima
catalogación de autores, católicos o no, pontífices o súbditos, contestes en el
álgido punto.
Se me objeta llamar pecado al sufragio universal
porque “la Iglesia no enseña tal cosa desde el siglo XIX hasta el presente” [3]. Además de no ser correcta esta
aseveración, la perspectiva democrática, como se ve, la forma mentis
cuantitativista, ha invadido aún las propias filas de bautizados fieles y
lúcidos. Y hasta los buenos católicos, para saber qué es pecado y qué no,
deberán acudir ahora al siglómetro. Como ese traje de baño que pasados
dos veranos sin que nos quepa en el cuerpo, nos resignamos a considerar
impropio para nuestras carnes, así también serían ahora los pecados para la
vestimenta del espíritu. Tienen fecha de vencimiento. Pasada una determinada
cantidad de años, si ya no se habla de ellos en la Iglesia, pues sencillamente
no existen.
III.
Conocer y admitir estos principios rectos y procurar darles una aplicabilidad
en cada aquí y ahora, no es un error filosófico (platonismo) ni una herejía
religiosa (donatismo). Es la olvidada y simplísima virtud de la coherencia.
Lo que Jordán Bruno Genta llamaba teresianamente “preferir la verdad en soledad
al error en compañía”. Que pueda caerse en excesos o en defectos en su
práctica, es riesgo propio de toda virtud. Va de suyo que cada quién hará lo
posible por conservar el justo medio moral.
Nadie dice que “el orden moral y político, si no es
cristiano, está irremediablemente corrompido”. Gobiernos hubo en tiempos
paganos que pueden merecer nuestro encomio. Y hasta lo mismo podría decirse de
ciertos gobiernos paganos en tiempos cristianos. Pero el ordenamiento moral
y político que tenemos por delante y bajo el cual se nos propone vivir, es
explícitamente anti-cristiano, y aún anti-natural y anti-humano. De allí
que esté irremediable e inherentemente corrompido. Y de allí que propongamos
enfáticamente la niguna cooperación con el mismo y hasta nuestro módico intento
de combatirlo.
Lo que la política tiene de arte prudencial, y lo
que la prudencia tiene de principios e instancias aplicados a casos y
circunstancias concretos, no es algo desvinculado de la “batalla de ideas”.
Sencillamente porque la operación sigue al ser. La teoría no se confunde
con la praxis. Pero ninguna praxis deja de presuponer una teoría, y hasta el
praxeólogo puro –precisamente por eso– es deudor de una concepción previa que
luego ejecuta.
Las fuentes de la moral con las que medimos la
pecaminosidad o culpabilidad del régimen al que nos quieren obligar a acatar,
siguen siendo las mismas que enseña el Catecismo: objeto, fin y
circunstancias. Y no hay principio del doble efecto o de voluntario
indirecto que pueda servir para mitigar el desbarajuste ético de los
colaboracionistas del sistema. No es que tengamos por malo aquello que nos
repugna. Nos repugna lo que está objetivamente mal. Es un error el mero
circunstancialismo vitalista de Ortega, pero error es también negarle valor
moral a las circunstancias en las que elegimos libremente actuar; o desconocer
que existe una virtud que rige el obrar en cada circunstancia, que se llama circunspección
y que es parte de la prudencia. Es un error y un calvario la conciencia
escrupulosa. Pero también lo es el laxismo moral y la pérdida de la conciencia
del pecado.
IV.
No somos el partido de los votos anulados, ausentes o en blanco. Nos tiene sin
cuidado ser partícipes de un cambio en los cómputos finales del escrutinio. Ni
siquiera somos el partido de los abstencionistas. Porque creemos que hay un
quehacer político del católico, sobre el cual ya nos hemos expedido en
muchas ocasiones, durante largos años. Un quehacer posible, perentorio y
necesario, que nos convierte en presentistas no en ausentistas de
la vida política.
La deslegitimación del sistema no depende del
número de electores que acudan a los comicios. Es más del mismo criterio
cuántico. El sistema es intrínsecamente perverso y por lo tanto incurablemente
ilegítimo. Las mentiras de la voluntad popular y de la soberanía del pueblo, no
se contrarrestan con el abstencionismo, sino con una prédica infatigable de los
sofismas en que se sustentan y con la demostración de que una alternativa
práctica nos resulta y nos resultaría posible, si fuéramos capaces de
desentendernos de las categorías y de los criterios con que la Modernidad
concibe a la acción política.
Un amigo carlista y reaccionario y empecinadamente
ultramontano, nos regaló esta cita de Dominique Paladilhe, contenida en su
libro: La grande aventure des Croisés. Se trata de una declaración de
Saladino –nada menos– que dice lo siguiente: “¡Ved a los cristianos, ved cómo
vienen en multitud, como se apresuran por el deseo, cómo se sostienen
mutuamente, cómo se cotizan juntos, cómo se resignan a grandes privaciones”! Lo
hacen con la idea de que por ello sirven a su religión; he aquí porqué consagran
a esta guerra su vida y su riqueza. En todo esto no tienen más causa que la de
Aquél que adoran, la gloria de Aquél en el que tienen fe”.
Buena reflexión para tiempos electorales que
coinciden, además, con una nueva embestida del Islam, en la que ya no hay
Saladinos ni mucho menos un Cid ni un Juan de Austria. Buena reflexión ante
esta nueva y trágica encrucijada de la Iglesia y de la Patria. Quede dicho: no
quisimos ni queremos tener otra causa que la gloria y la adoración de Aquél. Y
en esta causa, se nos van los años, las privaciones, la vida y la guerra.
Antonio Caponnetto
Pta: Por si alguien dispusiera de
tiempo y ganas sugiero la lectura del Epílogo de mi libro La
perversión democrática,donde me demoro en el quehacer político del
católico, tomando distancias de posturas abstencionistas y colaboracionistas.
Sólo aclaro que el escrito es del año 2010.
[1]
Para quienes no estén en el tema –ni tengan porqué estarlo– aclaro que estoy
aludiendo a una seguidilla de interesantes notas del blog Info Caótica (“El
mal menor no es un pecado menor”, “El donatismo político”, “Balotaje”, “Algo
sobre el platonismo político”). Aclaro igualmente que, al margen de esta
dolorosa disidencia, en no pocos y sustanciales planteos me siento afín al
pensamiento expresado desde este valioso sitio digital. Y que fue desde el
mismo, entre otros, que se dio a conocer la solidaridad de un puñado de amigos
hacia mi persona, ante el ridículo y canallesco entredicho planteado por
Monseñor Taussig. Por lo que guardo un agradecimiento particular.
[2]
Declaración del Instituto de Filosofía Práctica, La vindicta como parte
potencial de la justicia y las elecciones presidenciales, Buenos Aires, 4-11-2015.
[3]
Primer comentario de la Redacción del blog Infocaótica al
artículo “Algo sobre el platonismo político”, 29-9-2015.