LA NUEVA «FE DEL CARBONERO»
Aunque su responsabilidad no iguale a la de los consagrados, no hay que
menospreciar el papel de los laicos en el robustecimiento de la crisis
que desfiguró a la Iglesia. Como en cierto poemilla de Bertolt Brecht en
el que el dramaturgo tudesco, a expensas de su fanatismo
democratizante, se preguntaba por las identidades de los anónimos
constructores de Tebas y Babilonia y rezongaba ante la obviedad de que
en las grandes empresas de armas o de gobierno sólo figuren los nombres
de los jefes, así, en la refundición del Credo habría que husmear el rol
de un laicado cada vez más hambriento de «participación» acompañando
los demoledores desvelos de los jerarcas con nombre propio.
Cuánto la
influencia ascendente de los volubles humores populares, siempre más
pagos de sí, haya hecho de tanto prelado un tribuno, un vociferador de
promesas terrenas, es cosa que tendrá que estudiarse en las aulas del
Milenio, si es que el capítulo XX del Apocalipsis nos habla de una nueva
cristiandad transparusíaca acá mismo, en esta agitada arena de los
mortales.
Los faraones no habrán contado con una tan solícita compaña de operarios
y estibadores de piedras para erigir sus presuntuosas pirámides -todos
ellos rigurosamente anónimos- como los obispos conciliares cuentan con
su mesnada de activistas de la disolución. La apostolica actuositas
que el Vaticano II se encargó de descubrir no hizo, en rigor, más que
hacer más rauda la pendiente, otorgando a un montón de pelafustanes el
honor de ser maestros, dando la potestad a jovencitas de discoteca para
que les enseñen el catecismo a los niños. Pero lo más saliente y que
pasó menos observado, la obra que supera en extensión deletérea a la de
cuanta herejía pudiésemos traer a cuento, es la vaguedad inconcebible
que vino a cobrar la noción de «fe». Se sabe que las masas son emotivas,
tornadizas, que tienen un talante más bien femenino. Pues bien: al
arbitrio de las masas anárquicas se dejó librada la resignificación de
aquella virtud teologal que nunca pudo identificarse mejor que ahora con
la fides informis, aquella fe que vegeta fuera del orbe de la gracia habitual y que mantiene por ello al alma en peligrosa suspensión.
Los herejes históricos atacaban un punto o dos de la doctrina; el nuevo
concepto de «fe», sin precisar aún nada de ofensivo, la ataca en su
conjunto, ahumando la intelección misma de la fe. Dejando incólume el
dinamismo obediencial -hoy devenido reflejo condicionado y salvoconducto
para todos los agravios contra la ortodoxia- la nueva «fe del
carbonero» carece del respaldo de la de antaño, que al menos reposaba en
la garantía de que los pastores conducían al pasto. A expensas de una
presunta "fe adulta" que bien pronto se reveló más bien adúltera, se
cultivó la irrisión para con aquella fe que se suponía desvinculada de
la razón, sin advertir que hoy se incurre más que nunca en esa misma
tacha. El credo quia absurdum debiera ser el lema de multitud de
ciegos que siguen a otros ciegos al abismo, entre cantos litúrgicos que
parecen tomados de los estadios de fútbol o de las comparsas.
«Os di a beber leche, no alimento sólido» (I Cor 3,2), les decía san
Pablo a aquellos corintios no suficientemente adelantados en la vida del
espíritu. «Os di a beber aire, vanidad, nonada», podrían repetir los
pastores de la iglesia conciliar a sus rebaños, para agregar: «según me
lo pedisteis. Gustos son gustos. ¡Vamos! ¡A beber!».