R. P. Jaime Balmes- Cartas a un escéptico en materia de religión
AÑO 1846
Carta II Multitud de religiones.
Profundo
misterio que aquí se envuelve. Los católicos reconocen y lamentan este
daño mucho más que todos los sectarios. Explicación del principio “quod
nimis probat nihil probat”, lo que prueba demasiado no prueba nada.
Aplicación de este principio a la dificultad presente. Reglas de
prudencia que conviene no perder de vista. Motivos de la permisión
divina. Fatales consecuencias del pecado del primer padre. Impotencia de
la filosofía en la explicación de los misterios del hombre.
Voy a pagar,
mi estimado amigo, la deuda que en mi anterior carta contraje, de
responder a la dificultad que V. me proponía, relativa a la permisión de
Dios sobre tantas y tan diferentes religiones. Éste es uno de los
argumentos que sin cesar producen los enemigos de la religión, y que
suelen proponer con tal aire de seguridad y de triunfo, como si él solo
bastara a echarla por tierra. No se crea que trate yo de desvanecer la
dificultad, eludiendo el mirarla cara a cara, ni de disminuir su fuerza
presentándola cubierta con velos que la disfracen; muy al contrario,
opino que el mejor modo de desatarla es ofrecerla en toda su magnitud.
Añadiré, además, que no niego que haya en esto un misterio profundo, que
no me lisonjeo de señalar razones del todo satisfactorias en
esclarecimiento de la objeción indicada, pues estoy íntimamente
convencido de que éste es uno de los incomprensibles arcanos de la
Providencia, que al hombre no le es dado penetrar. Me parece, no
obstante, que les hace a muchos más mella de la que hacerles debiera; y
tan distante me hallo de creer que en nada destruya ni debilite la
verdad de la Religión Católica, que antes juzgo que en la misma fuerza
de dicha dificultad podemos encontrar un nuevo indicio de que nuestra
creencia es la única verdadera.
Es cierto
que la existencia de muchas religiones es un mal gravísimo; esto lo
reconocemos los católicos mejor que nadie, pues que somos los que
sostenemos que no hay más que una religión verdadera, que la fe en
Jesucristo es necesaria para la eterna salvación, que es un absurdo el
decir que todas las religiones pueden ser igualmente agradables a Dios;
y, por fin, los que tal importancia damos a la unidad de la enseñanza
religiosa, que consideramos como una inmensa calamidad la alteración de
uno cualquiera de nuestros dogmas. Por donde se ve que no es mi ánimo
atenuar en lo más mínimo la fuerza de la dificultad ocultando la
gravedad del mal en que estriba; y que a mis ojos es mayor este daño que
no a los del mismo que me la ofrece. Nadie aventaja ni aun iguala a los
católicos en confesar lo inmenso de esa calamidad del humano linaje;
porque sus creencias los precisan a mirarla como la mayor de todas. Los
que consideran como falsas todas las religiones, los que se imaginan que
en cualquiera de ellas puede el hombre hacerse agradable a Dios y
alcanzar la eterna salud, los que profesando una religión que creen
única verdadera, no profesan el principio de la caridad universal sin
distinción de razas, pueden contemplar con menos dolor esas aberraciones
de la humanidad; pero esto no es dado a los católicos, para quienes no
hay verdad ni salvación fuera de la Iglesia, y que, además, están
obligados a mirar a todos los hombres como hermanos, y desearles en lo
íntimo del corazón que abran los ojos a la luz de la fe, y que entren en
el camino de la salud eterna. Bien se echa de ver que no trato, como
suele decirse, de huir el cuerpo a la dificultad, y que antes procuro
pintarla con vivos colores. Ahora voy a examinar su valor, presentándola
desde un punto de vista en que por desgracia no se la considera
comúnmente.
Tienen los
dialécticos un principio que dice: quod nimis probat nihil probat; lo
que prueba demasiado no prueba nada; lo que significa que, cuando un
argumento cualquiera no sólo concluye lo que nosotros nos proponemos,
sino también lo que a las claras es falso, de nada sirve para probar ni
aún lo que nosotros intentamos. La razón en que este principio se funda
es muy clara: lo que conduce a un resultado falso, ha de ser falso
también; luego, por más especioso que sea su argumento, por más
apariencias que tenga de solidez, por el lirismo hecho de llevarnos a
una consecuencia falsa, nos da una infalible señal de que o entraña
alguna falsedad en las proposiciones de que se compone, o algún vicio de
razonamiento en el enlace de las mismas, y por tanto en la deducción a
que nos lleva. Si, por ejemplo, me propongo demostrar que la suma de los
ángulos de un triángulo es mayor que un recto, y con mi demostración
pruebo que dicha suma es mayor que dos rectos, esta demostración de nada
servirá, porque con ella pruebo demasiado, es decir, que es mayor que
dos rectos, lo que no puede ser; y este resultado será para mí una
infalible señal de que hay un vicio en la demostración, y que no puedo
aprovecharme de ella para probar nada.
Otros
ejemplos: si, examinando un antiguo manuscrito, pretendo desecharle como
apócrifo, y señalo para ello una razón crítica, de la que resulten
condenados también códices cuya autenticidad no admita duda, claro es
que debo apartarme de mi razonamiento, seguro de que está mal concebido:
prueba demasiado, y por lo mismo no prueba nada. Si, examinando la
veracidad de la narración de un viajero, me empeño en que se ha de dar
fe a sus palabras alegando razones de las que se infiere que es menester
dar crédito a otras relaciones conocidamente falsas, mi manera de
discurrir sería mala también porque probaría demasiado.
Perdone V.,
mi querido amigo, si me he detenido algún tanto en desenvolver este
principio que en muchísimos casos sirve y de que pienso hacer uso en la
cuestión que nos ocupa: y con esto entenderá V. que no juzgo del todo
inútiles las reglas para bien discurrir, y que mi desconfianza en los
filósofos no se extiende a todo lo que se halla en la filosofía.
Apliquemos
estos principios. Se nos objeta a los católicos la multiplicidad de
religiones, como si a nosotros únicamente embarazara la dificultad, como
si todos los que profesan un culto, sea cual fuere, no debiesen
sobrellevar in solidum todos los inconvenientes que de ahí pueden
resultar. En efecto: si la multiplicidad de religiones algo prueba
contra la verdad de la católica, lo mismo prueba contra la de todas;
tenemos, pues, que no sólo viene al suelo la nuestra, sino cuantas
existen y han existido. Además: si la dificultad que se levanta contra
la permisión de este mal significa algo, es nada menos que una completa
negación de toda providencia, es decir, la negación de Dios, el ateísmo.
La razón es obvia: el mal de la multiplicidad de religiones es
innegable; está a nuestra vista en la actualidad, y la historia entera
es un irrefragable testimonio de que lo mismo ha sucedido desde tiempos
muy remotos; si se pretende, pues, que la Providencia no puede
permitirlo, se pretende también que la Providencia no existe, es decir,
que no hay Dios.
Infiérese de
aquí que la permisión de la muchedumbre de religiones es una dificultad
que embaraza al católico y al protestante, al idólatra y al musulmán,
al hombre que admite una religión cualquiera, como al que no profesa
ninguna, con tal que no niegue la existencia de Dios. Por ejemplo: si se
me presenta un mahometano con su Alcorán y su Profeta, pretendiendo que
su religión es verdadera y que ha sido revelada por el mismo Dios, le
podré objetar el argumento y decirle: “Si tu creencia es verdadera ¿Cómo
es que Dios permite tantas otras? Si se engañan miserablemente los que
viven en religión diferente de la tuya, ¿por qué, permite Dios que todos
los demás pueblos del mundo permanezcan privados de la luz?” A quien no
niegue la existencia de Dios, imposible le ha de ser el no admitir su
bondad y providencia; un Dios malo, un Dios que no cuida de la obra que
él mismo ha criado, es un absurdo que no tiene lugar en cabeza bien
organizada; y hasta me atreveré a decir que menos imposible se hace el
concebir el ateísmo en todo su error y negrura, que no la opinión que
admite un Dios ciego, negligente y malo. Suponiendo, pues, la existencia
de un Dios con bondad y providencia, queda en pie la misma dificultad
arriba propuesta: ¿Cómo es que permite que el humano linaje yerre tan
lastimosamente en el negocio más grave e importante, que es la religión?
Si se nos dijera que Dios se da por satisfecho de los homenajes de la
criatura, sean cuales fueren las creencias que profese y el culto en que
le tribute la expresión de su gratitud y acatamiento, entonces
preguntaremos: ¿cómo es posible que a los ojos de un Ser de infinita
verdad sean indiferentes la verdad y el error? ¿Cómo es dable concebir
que a los ojos de la santidad infinita sean indiferentes la santidad y
la abominación? ¿Cómo es posible que un Dios infinitamente sabio,
infinitamente bueno, infinitamente próvido, no haya cuidado de
proporcionar a sus criaturas algunos medios para alcanzar la verdad,
para saber cuál era el modo que le era agradable de recibir los
obsequios y las súplicas de los mortales? Si las religiones sólo
tuviesen entre sí diferencias muy ligeras, el absurdo de darlas todas
por buenas fuera menos repugnante, pero recuérdese que casi
todas ellas están diametralmente opuestas
en puntos importantísimos; que las unas admiten un solo Dios, y otras
los adoran en crecido número; que unas reconocen el libre albedrío del
hombre, y otras lo desechan; que unas asientan por uno de los principios
fundamentales la creación, otras se avienen con la eternidad de la
materia; recórrase la enorme variedad de sus respectivos dogmas, de su
moral, de su culto, y dígase si no es el mayor de los absurdos el
suponer que Dios puede darse por satisfecho con adoraciones tan
contradictorias.
Vea V., mi
estimado amigo, cuán bien se aplica a esta cuestión el principio
dialéctico que más arriba he recordado; y cómo una dificultad que
algunos se empeñan en dirigir exclusivamente contra los católicos, no
les toca a ellos únicamente, sino a todos los hombres que profesan una
religión, y aún a los puros deístas. ¿Qué debe hacerse en semejantes
casos? ¿Cómo se pueden obviar tamañas dificultades? He aquí el camino
que en mi concepto debe seguir un hombre juicioso y prudente; he aquí la
manera de discurrir más conforme a razón: “El mal existe, es cierto;
pero la Providencia existe también, no es menos cierto; en apariencia
son dos cosas que no pueden existir juntas; pero, supuesto que tú sabes
ciertamente que existen, esta apariencia de contradicción no te basta
para negar esa existencia; lo que debes hacer, pues, es buscar el modo
con que pueda desaparecer esta contradicción, y, en caso de que no te
sea posible, considerar que esta imposibilidad nace de la debilidad de
tus alcances.”
Si bien se
observa, en los negocios más comunes de la vida hacemos a cada paso un
raciocinio semejante. Nos encontramos con dos hechos cuya coexistencia
nos parece imposible; a nuestro juicio se excluyen, se repugnan; pero
¿nos obstinamos por esto en negar que los hechos existan, cuando tenemos
bastantes motivos para darnos la competente certeza? De seguro que no.
“Esto es para mí un misterio, decimos; no lo entiendo, me parece
imposible que así sea, pero veo que así es.” En seguida, si la cosa
merece la pena, buscamos la razón secreta que nos explique el misterio;
pero, si no damos con ella, no por esto nos creemos con derecho a
desechar aquellos extremos de cuya existencia no podemos dudar, por más
que nos parezcan contradictorios.
Por donde verá V., mi estimado amigo, que una inconcebible ceguera nos impide a menudo el emplear
en el examen de las verdades más
importantes, que son las religiosas, aquellas reglas de prudencia de que
nos valemos en los negocios más comunes; y rechazamos como ofensiva de
nuestra independencia y de la dignidad de nuestra razón, aquella
conducta que no vacilamos en seguir a cada paso en la dirección y
arreglo de nuestros más pequeños asuntos.
Tan grabados
tengo en mi ánimo estos principios enseñados por la buena lógica y por
la más sana prudencia, que me sirven sobremanera en muchas otras
dificultades pertenecientes a la religión y no dejan que se perturbe mi
espíritu a la vista de la obscuridad que en ellas descubro y que en mi
debilidad no soy bastante a desvanecer. ¿Qué consideraciones más
espantosas que las sugeridas por la terrible dificultad de conciliar la
libertad humana con los dogmas de la presciencia y predestinación? Si el
hombre no atiende a más que a la certeza e infalibilidad de la
presciencia divina, quédase sobrecogido de horror, erízansele los
cabellos a la sola consideración de la fijeza del destino, la sangre se
le hiela en las venas al pensar que, antes de nacer él, ya sabía Dios
cuál había de ser su paradero; pero, tan luego como reflexiona un
instante, sobreponiéndose al terror y a la desesperación que se
apoderaban de su alma, encuentra abundantes motivos para sosegarse,
halla aquí un misterio pavoroso, es verdad, pero que no le abate ni
desalienta.
“¿Eres
libre, se dice a sí mismo, para obrar el bien y el mal? Sí, dudarlo no
puedes, te lo enseña la fe, te lo dicta la razón, lo experimentas por el
sentido íntimo, y con experiencia tan clara, tan infalible, que no
quedas más cierto de tu existencia que de tu libre albedrío. Luego nada
importa que no comprendas cómo esta libertad se concilia con la
presciencia de Dios.”
“Este
misterio que yo no comprendo, ¿debe alterar en algo mi conducta,
volviéndome flojo para el bien, y poco cuidadoso de evitar el mal? ¿Es
prudente, es lógico el pensar que, haga yo lo que quiera, siempre se
verificará lo que Dios tiene previsto, y que, por consiguiente, son
vanos todos mis esfuerzos en seguir el camino de la virtud? No. ¿Y por
qué? Porque lo que prueba demasiado no prueba nada; y, si este
raciocinio valiera, se seguiría que tampoco he de cuidar de mis negocios
temporales, porque al fin no será de ellos más de lo que Dios tiene
previsto; que por la misma razón no he de comer para sustentarme, ni
guarecerme de la intemperie, ni andar con tiento al pasar por la orilla
de un precipicio, ni medicarme cuando me halle indispuesto, ni retirarme
cuando se me viene encima un caballo desbocado, ni salir de una casa
que se está desplomando, y cien y cien otras locuras por el estilo; es
decir, que el atenerme a tal regla me privaría de sentido común, hasta
de juicio; haría de mí un loco rematado. Luego la tal regla es falsa,
luego de nada debe servirme, luego lo que he de hacer es dejarle a Dios
sus incomprensibles arcanos, y portarme yo como hombre recto, juicioso y
prudente.”
A esto
vienen a parar muchas de las dificultades que contra la religión se
proponen: miradas superficialmente, ofrecen una balumba abrumadora;
examinadas de cerca, al tocarlas con la vara de la razón y del buen
sentido, desaparecen cual vanos fantasmas.
Veamos ahora
si se puede encontrar la razón de que Dios permita tal muchedumbre de
religiones, tal masa de informes errores en el punto que más interesa al
humano linaje. La explicación de este misterio, yo no alcanzo que pueda
encontrarse sino en otro misterio, en el dogma de la Religión Católica
sobre la prevaricación y consiguiente degeneración de la descendencia de
Adán. El pecado, y, como su consiguiente castigo, las tinieblas en el
entendimiento, la corrupción en la voluntad: he aquí la fórmula para
resolver el problema; revolved la historia, consultad la filosofía, nada
os dirán que pueda ilustraros, si no se atienen a este hecho
misterioso, obscuro, pero que, como ha dicho Pascal, es menos
incomprensible al hombre que no lo es el hombre sin él.
Ésta es la
única clave para descifrar el enigma; sólo por ella alcanzamos a
explicar esas lamentables aberraciones de la mayor parte de la
humanidad; no hay otro medio de dar una explicación plausible a esta
calamidad inmensa, como ni a tantas otras que afligen la infortunada
prole de los primeros prevaricadores. El dogma es incomprensible, es
verdad; pero atreveos a desecharle, y el mundo se os convierte en un
caos, y la historia de la humanidad no es más que una serie de
catástrofes sin razón ni objeto, y la vida del individuo es una cadena
de miserias; y no encontráis por doquiera sino el mal, y el mal sin
contrapeso, sin compensación; todas las ideas de orden, de justicia, se
confunden en vuestra mente, y, renegando de la creación, acabáis por
negar a Dios.
Sentad, al
contrario, este dogma como piedra fundamental; el edificio se levanta
por sí mismo, vivísima luz esclarece la historia del género humano,
divisáis razones profundas, adorables designios, allí donde no vierais
sino injusticias, o acaso; y la serie de los acontecimientos desde la
creación hasta nuestros días se desarrolla a vuestros ojos, como un
magnífico lienzo donde encontráis las obras de una justicia inflexible y
de una misericordia inagotable, combinadas y hermanadas bajo el
inefable plan trazado por la sabiduría infinita.
Si entonces
me preguntáis ¿por qué tan considerable porción de la humanidad está
sentada en las tinieblas y sombras de la muerte? os diré que el primer
padre quiso ser como un Dios sabiendo el bien y el mal, que su pecado se
ha transmitido a toda su descendencia, y que en justo castigo de tanto
orgullo está el género humano tocado de ceguera. Esta calamidad, grande
como es, no necesita que se le señale otro manantial que a todas las
otras que nos afligen. Las terribles palabras que siguieron al
llamamiento de Adán cuando le dijo Dios: “Adán ¿dónde estás? resuenan
dolorosamente todavía después de tantos siglos: y en todos los
acontecimientos de la historia, en todo el curso de la vida, siempre se
trasluce el terrible fulgor de la espada de fuego, colocada a la entrada
del Paraíso. El sudor del rostro, la muerte, se os ofrecerán por
doquiera: en ninguna parte notaréis que las cosas sigan el camino
ordinario; siempre herirá vuestros ojos la formidable enseña del castigo
y de la expiación.
Cuanto más
se medita sobre estas verdades, más profundas se las encuentra: in
sudore vultus tui vesceris pane, “comerás el pan con el sudor de tu
rostro”, dijo Dios al primer padre; y con este sudor lo come toda su
descendencia. Recordad esa pena, y haced las aplicaciones a cuantos
objetos os plazca, y no hallaréis nada que de ella se exceptúe. No vive
el hombre de sólo pan, sino de toda palabra que procede de la boca de
Dios; no se verifica, pues, la terrible pena sólo con respecto al pedazo
de pan que nos sustenta, sino en todo cuanto concierne a nuestra
perfección. En nada adelanta el hombre sin penosos trabajos, no llega
jamás al punto que desea sin muchos extravíos que le fatigan; en todo se
realiza que la tierra, en vez de frutos, le da espinas y abrojos. ¿Ha
de descubrir una verdad? No la alcanza sino después de haber andado
largo tiempo tras extravagantes errores. ¿Ha de perfeccionar un arte?
Cien y cien inútiles tentativas fatigan a los que en ello se ocupan, y a
buena dicha puede tenerse si recogen los nietos el fruto de lo que
sembraron los abuelos. ¿Ha de mejorarse la organización social y
política? Sangrientas revoluciones preceden la deseada regeneración; y a
menudo, después de prolongados padecimientos, se hallan los infelices
pueblos en un estado peor del en que antes gemían. ¿Se ha de comunicar a
un pueblo la civilización o cultura de otro? La inoculación se hace con
hierro y fuego: generaciones enteras se sacrifican para alcanzar un
resultado que no verán sino generaciones muy distantes. No veréis el
genio sin grandes infortunios; no la gloria de un pueblo sin torrentes
de sangre y de lágrimas; no el ejercicio de la virtud sin penosos
sinsabores; no el heroísmo sin la persecución; todo lo bello, lo grande,
lo sublime, no se alcanza sin dilatados sudores, ni se conserva sin
fatigosos trabajos; la ley del castigo, de la expiación, se muestra por
todas partes de una manera terrible. Ésta es la historia del hombre y de
la humanidad; historia dolorosa ciertamente, pero incontestable,
auténtica, escrita con letras fatales dondequiera que los hijos de Adán
hayan fijado su planta.
Yo no sé, mi
estimado amigo, por qué no ha llamado más la atención este punto de
vista, y por qué han debido escandalizarse tanto los filósofos de los
dogmas de la religión que tan en armonía se encuentran con lo que nos
están diciendo los fastos de todos los tiempos y la experiencia de cada
día. La prevaricación y degeneración del humano linaje es el secreto
para descifrar los enigmas sobre la vida y los destinos del hombre; y,
si a esto se añade el adorable misterio de la reparación, comprada con
la sangre del Hijo de Dios, se forma el más admirable conjunto que
imaginarse pueda; un sistema tan sublime, que a la primera ojeada
manifiesta su origen divino. No, no pudo nacer de cabeza humana
combinación tan asombrosa; no pudo el espíritu finito idear un plan tan
vasto, tan estupendo, donde se trabaran de tal suerte unos arcanos con
otros arcanos, que del fondo de su obscuridad pavorosa arrojaran rayos
de vivísima luz para esclarecer y resolver todas las cuestiones que
sobre el origen y destino del hombre andaba hacinando la filosofía.
Esto es lo
principal que tenía que decirle a V. sobre las dificultades propuestas;
ignoro si V. quedará enteramente satisfecho; sea como fuere, lo que
puedo asegurarle con toda la sinceridad y convicción de que soy capaz,
es que, en las obras de todos los filósofos, desde Platón hasta Cousín,
no hallará V. sobre el particular nada con que un espíritu sólido pueda
contentarse, si no está tomado de la religión. Ellos lo saben, y ellos
propios lo confiesan. Una vez han llegado a dudar de la divinidad del
cristianismo, no saben de qué asirse; acumulan sistemas sobre sistemas,
palabras sobre palabras; si su espíritu no es de alto temple, abandonan
la tarea de investigar, fastidiados de no divisar en ningún confín del
horizonte un rayo de luz, y se abandonan al positivismo, o, en otros
términos, procuran sacar partido de la vida disfrutando de las
comodidades y placeres; si su alma ha nacido para la ciencia, si
sedienta de verdad no quiere abandonar la tarea de buscarla, por grandes
que sean las fatigas y patente la inutilidad de los esfuerzos, sufren
durante toda su vida, y acaban sus días con la duda en el entendimiento y
la tristeza en el corazón.
En la
actualidad, entusiasta como es V. de la filosofía y admirador de ciertos
nombres, no comprenderá fácilmente toda la verdad y exactitud de mis
palabras; pero día vendrá en que recuerde mis avisos aún mucho antes de
que blanqueen su cabeza las canas. No, no necesitará V. que la tardía
vejez, cargada de escarmientos y desengaños, venga a abrirle los ojos:
no sé si los abrirá V. para ver y abrazar la verdadera religión, pero sí
al menos para conocer la futilidad de todos los sistemas filosóficos en
lo tocante al origen, vida y destino del hombre. ¿Qué más? Ni siquiera
necesitará usted estudiarlos a fondo para quedarse profundamente
convencido de la impotencia del espíritu humano, abandonado a sus
propios recursos: en el vestíbulo mismo del templo de la filosofía,
encontrará la duda y el escepticismo; y penetrando en su santuario oirá
el orgullo disputando sobre objetos de poca entidad, ocupándose en
juegos de palabras simbólicas e ininteligibles, y procurando en cuanto
le es posible ocultar su ignorancia, eludiendo con una afectada
preterición las cuestiones que más de cerca nos interesan, cuales son,
las relativas a Dios y al hombre. No se deje V. deslumbrar con los vanos
títulos con que se adornan los diferentes sistemas, ni se abandone a
supersticiosas creencias con respecto a los pretendidos misterios de la
filosofía alemana, ni tome V. por profundidad de ciencia la obscuridad
del lenguaje. No olvidemos que la sencillez es el carácter de la verdad,
y que poco fía de sus descubrimientos quien no se atreve a presentarlos
a la luz del día. Estos tan ponderados filósofos, que rodeados de
tinieblas viven como trabajadores que estuviesen explotando riquísimas
minas en las entrañas de la tierra, ¿por qué no nos manifiestan el oro
puro que han recogido? Otro día, si la oportunidad se brinda, entraremos
de nuevo en esta cuestión; entre tanto, disponga de su afectísimo y S.
S.Q. B. S. M.
J. B.