La esperanza rusa
“Nuestro sufrimiento hoy es un preludio para el vuestro. Los europeos y cristianos de occidente también sufrirán en el futuro cercano. Vuestros principios liberales y democráticos no tienen ningún valor aquí.
Deben reconsiderar nuestra realidad en medio oriente, porque estáis
recibiendo en vuestros países a un número siempre creciente de
musulmanes. Estáis también en peligro. Debéis tomar decisiones
importantes y con coraje, aun si eso contradice vuestros principios.
Pensáis que todos los hombres son iguales, pero no es verdad: el islam
no dice tal cosa. Vuestros valores no son los de ellos. Si no entendéis esto pronto, seréis las victimas del enemigo que estáis recibiendo en vuestra casa” (Amel Nona, Arzobispo Caldeo de Mosul)
“Docenas de muertos en los ataques terroristas en Paris. Doscientos cincuenta mil muertos en Siria e Irak. Ambos consecuencia directa de los EEUU, el Reino Unido y Francia, ayudando a los extremistas suníes (WikiLeaks). Occidente es hipócrita
en relación al terrorismo. Las mismas potencias occidentales han creado
los grupos terroristas operando ahora en Siria. [Los occidentales] lo llaman
terrorismo cuando les pasa a ellos, y lo llaman revolución, libertad,
democracia y derechos humanos cuando nos pasa a nosotros” (Bashar al-Assad, Presidente de Siria).
La esperanza rusa
Juan Manuel de Prada
Escribía Chesterton que la ortodoxia es
la única forma de heterodoxia que nuestra época no admite. Y tenía
razón. Durante los ya más de veinte años que llevo polemizando en
periódicos he comprobado que el enjambre de disidencias que el mundo
cobija y propicia son, en realidad, cebos (¡y placebos!) que se arrojan a
las masas para alimentar la demogresca. Liberales y socialdemócratas,
conservadores y progresistas, mantienen un rifirrafe banal, una
disensión meramente ‘procedimental’ que encubre un acuerdo en lo
fundamental; pues, a la postre, todos ellos postulan un mundo sustentado
sobre los mismos cimientos y sostenido por las mismas estructuras,
aunque disputen histriónicamente sobre los adornos de la fachada. La
única disidencia fundamental que nuestra época no admite es la
postulación de un orden cristiano, pues como afirmaba también Chesterton
hay en él una dinamita capaz de renovar el mundo en cualquier época.
Quien se atreve a postular ese orden cristiano (quien se atreve a
ejercer la única disidencia radical que nuestra época no tolera) se
tropieza de inmediato con los vituperios mancomunados de liberales,
socialdemócratas, conservadores y progresistas, que sirven todos al
mismo amo. Algunos ya hemos criado callo (y espolones), de tanto recibir
vituperios; y en la tribulación nos consolamos con aquella formidable
promesa que se nos lanzó desde una montaña: «Bienaventurados seréis
cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra
recompensa será grande en los cielos».
En efecto, todas las trifulcas que las
ideologías en liza escenifican son aspavientos que el sistema necesita
para mantener distraídas a las masas; y la gasolina que alimenta todas
las ideologías (de forma más o menos solapada o explícita) es el odio
teológico contra el orden cristiano. Siempre que mis artículos sobre
cuestiones políticas han provocado reacciones furibundas he descubierto
entre las babas y espumarajos odio teológico, tal vez porque como
señalaba Donoso Cortés en toda cuestión política subyace siempre una
cuestión teológica. Confesaré, sin embargo, que hubo una ocasión en que
creí ingenuamente que esta regla de oro se quebraba. Fue cuando empecé a
defender la posición de Rusia en el concierto mundial, cuando empecé a
ponderar los esfuerzos restauradores de una nación que había padecido la
experiencia abismal del comunismo, cuando empecé a aplaudir que Rusia
se erigiese como una muralla contra las pretensiones mundialistas,
cuando empecé a mirar con aprecio el esfuerzo ruso por oponerse a la
decadencia occidental. Sorprendentemente, los denuestos me llegaban
tanto del negociado de derechas como del negociado de izquierdas; aunque
he de confesar que los más alucinados procedían de ámbitos neocones,
desde los cuales se me acusaba de estar a sueldo de los rusos (¡cree el
ladrón que todos son de su condición!), o de concebir el paraíso como un
inmenso gulag con un pope confesor del KGB en cada barracón y misa
militarizada. Recuerdo que fueron estos improperios tan delirantes los
que me pusieron en guardia. «Sin duda pensé entonces, aquí también se
respira el perfume azufroso del odio teológico».
Por aquellas mismas fechas andaba yo releyendo Los hermanos Karamazov,
la obra maestra de Dostoievski. Y me tropecé entonces con una
aseveración que el autor pone en boca de uno de sus personajes, el
asceta Paisius: «Ciertas teorías afirman que la Iglesia debe
convertirse, regenerándose, en Estado, dejándose absorber por él,
después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la
civilización. Si se niega a esto, la Iglesia sólo tendrá un papel
insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en
la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las esperanzas
rusas, no es la Iglesia la que debe transformarse en Estado, sino que es
el Estado el que debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y
nada más que una Iglesia». Hasta aquel momento, había creído
ingenuamente que los denuestos que recibía por defender las posiciones
de Rusia me los propinaban por la aversión que Putin provoca tanto en el
negociado progre (por sus leyes contra la propaganda homosexualista)
como en el negociado neocón (por su oposición al imperialismo yanqui).
Pero aquellas palabras de Dostoievski cambiaron por completo mi
percepción: entendí, de repente, que la aversión que profesaban a Putin
desde los negociados de izquierdas y derechas era una cortina de humo
que escondía un odio más profundo. Y ese odio, en su raíz última, era
como siempre ocurre de naturaleza religiosa.
Juan Manuel de Prada
Publicado originalmente en ABC. 2015.11.15