José Antonio Primo de Rivera: Aportes para el debate sobre la legitimidad o la ilegitimidad de insertarse en el sistema democrático – Antonio Caponnetto
I.-La apelación a los
personajes prestigiosos
No
ha habido ocasión en la que se debatiera la actitud del católico ante la teoría
y la praxis democrática, en que los defensores de la inserción en el Régimen no
blandieran –como máximo trofeo a sus argumentaciones- los ejemplos de aquellas
figuras arquetípicas que se presentaron como electores y como candidatos del
sistema, o que resultaron agraciados por el favor de los votos. Cada figura
ejemplar ungida como postulante o como funcionario de algún democrático
proceso, se les antoja la prueba inconcusa de la legitimidad del mismo, y de la
conveniencia de abocarse sin tanto escrúpulo a las faenas propias del
liberalismo.
El
criterio, no obstante, es moral e intelectualmente endeble. La verdad o el
error de una doctrina no queda probada con un argumento ad hominem. Cuando ya
no se discute sobre la cosa en sí (ad rem)
sino sobre la persona (ad personam)
vinculada a esa cosa, sea para agraviarla o exaltarla, estamos ante el típico
sofisma de cambio de asunto.
Del
juicio positivo o negativo que recaiga sobre un sujeto, no se sigue la
benevolencia o la malicia de la doctrina que él sustente o del hecho que él
protagonice. Y si hay personalismos injuriosos, que intentan probar –injuriando
a la persona- las ideas o los sucesos que lo tuvieron por actor, hay
personalismos prestigiosos, que intentan probar lo contrario, alabando las condiciones
personales del protagonista. Como ad hominem hace alusión al hombre, cada vez
que el aludido resulte admirable en un sector determinado, se pretenderá
producir necesariamente una adhesión a todas sus decisiones e ideas. Se olvida
que, así como una verdad, la diga quien la dijere, procede del Espíritu; un
error, lo cometa quien lo cometiere, procede de la confusión. En esto, como en
todo aquello que reclame delimitación y precisión milimétrica, de poco sirven
las generalizaciones indiscriminadas. Conviene siempre analizar caso por caso,
antes de arribar a un corolario final.
Pero
es preciso no engañarse con la falacia conocida técnicamente como argumentum ad verecundiam; esto es
dirigido al respeto o a la dignidad. Puesto que mediante tal falacia, la
refutación de un discurso pierde toda base lógica para afirmarse exclusivamente
en la autoridad moral de quien opina o hace lo contrario. Es una variante más
del recurso a la autoridad. Encontrada la autoridad indiscutida de quien piensa
de modo opuesto a nosotros, somos nosotros los que quedamos automáticamente
descalificados, sin importar ya el análisis objetivo y racional del tema en
cuestión. Ante el recurso a la autoridad, las pruebas científicas a favor o en
contra de una doctrina o de una conducta desaparecen. Se sustituyen por las
alabanzas implícitas o explícitas al sujeto tomado como punto de referencia. Si
A afirma B; y A goza de un prestigio o de una credibilidad mayor de quien lo
contradice, luego B es cierto.
Aunque
muy extendido y muy frecuente en el terreno que nos ocupa, este modo de argüir
no puede ser tenido por correcto. Así como la existencia de un sinfín de reyes
malandras no prueba la ilegitimidad de la monarquía; o como la decadencia del
patriciado no demuestra el sinsentido de la aristocracia, la existencia de
personas ilustres ocupando cargos mediante procesos democráticos, no prueba la
legitimidad de la democracia. Concretamente y para especificar: si José Antonio
Primo de Rivera fue diputado, el régimen parlamentario no queda libre de culpa
y cargo, el partidocratismo electoralero no resulta redimido, el sufragio
universal no se constituye en un recurso infalible.
Pero
hay una trampa extra en este recurso a la autoridad. Porque se pretende
enfatizar en estas figuras prestigiosas aspectos puramente subalternos,
adjetivos y circunstanciales, prefiriendo el protagonismo de lo accidental por
encima de sus grandes gestos y trascendentales destinos. Lo anecdótico y
mudable –aquello que ocupa el papel de un mero fenómeno en sus biografías- se
convierte de accesorio en principal y hegemónico. Se piense lo que se quiera de
Adolfo Hitler, ¿su importancia política radica en que, hacia 1920, tenía el
carnet de afiliación nº 3680 al Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo?
¿Mussolini pasó a la historia como diputado, ocupando una de las 35 bancas
ganadoras en las elecciones de 1921? ¿Pavelic es famoso por su condición de
parlamentario en el régimen yugoslavo? ¿A Petain se lo recuerda por el
procedimiento electivo con que llegó a presidir el Consejo de Francia? Los
mártires de Cristo Rey, García Moreno en Ecuador, Idiarte Borda en Uruguay o
Monseñor Tiso en Eslovaquia, ¿merecen los altares o al menos nuestra
veneración, por las múltiples leguleyerías de las convenciones electorales que
supieron sortear con éxito? ¿A alguien le parece relevante el mecanismo
jurídico con el que resultó designado Oliveira Salazar? ¿De veras puede afirmar
alguno que el inmenso José Antonio ganó el cielo por asalto y se convirtió en
nuestro arquetipo de la Hispanidad cuando se presentó como candidato a
diputado?
Lo
que queremos decir es que de estos hombres singulares, además se podrá predicar
que se presentaron a elecciones y las ganaron o perdieron, según los años y las
campañas. Además se podrá recordar en sus trayectorias que resultaron elegidos
o catapultados a la vida pública por mecanismos más o menos democráticos, más o
menos ajustados a derecho. Además se podrá considerar en ellos las estrategias
regiminosas para acceder al poder. Pero lo capital de sus enseñanzas y de sus
respectivos legados no tiene absolutamente nada que ver con la democracia. Sus
testimonios no prestan un servicio a quienes optan por insertarse en el sistema
como quehacer político ordinario, sino a quienes valoran la lucha, la batalla,
la guerra justa, la resistencia heroica y el derramamiento martirial de la
propia sangre. No son modelos de contemporización con las estructuras
liberales, sino de pugna activa y frontal contra las mismas. No nos dejan un
mensaje de reconciliación con el demoliberalismo, sino de opugnación vigorosa.
Prueba
lo que decimos, el hecho cierto de que demócratas y liberales no han perdonado
a ninguno de ellos por su temporaria condición de ungidos por el demos.
Precisamente porque han advertido que no fue eso lo esencial de sus respectivas
actuaciones. Fases transitorias, tal vez, pero no puntos de llegada. Todos
estos hombres prestigiosos que suelen ponérsenos por delante para que valoremos
las posibilidades políticas que ofrece el liberalismo son, en rigor, la prueba de
su honda crisis, como lo ha percibido agudamente José Larraz. La prueba de que
el gobierno de un Estado no es cuestión de aritmética, ni la barbarie
preferible a la aristocracia, ni el igualitarismo a la jerarquía, ni la
superstición parlamentaria al sentido unitivo del mando, ni el señuelo de los
sufragios al clarín de la victoria armada, ni la demagogia populista al estadio
religioso de la vida espiritual. La prueba, al fin, de que la democracia no es
una tierra de promisión sino un lodazal artero.
¿Acaso
la vida cristianísima, el gobierno sapiencial y la muerte gloriosa de García
Moreno, Idiarte Borda o Monseñor Tiso son blasones de la democracia? ¿Guarda
alguna relación con la legitimidad de la misma, la sangre generosa que
derramaron por la Realeza Social de Jesucristo en sus respectivas patrias?
¿Acaso, instimos, no fueron demócratas, liberales y masones, los artífices de
las conjuras y posteriores crímenes que acabaron con las vidas de estos hombres
excepcionales?
Por
razones fáciles de comprender, entre nosotros –y nos referimos específicamente
al ambiente del hispanismo americano y argentino- del conjunto de estos hombres
prestigiosos utilizados como señuelos para justificar el ingreso al sistema, el
que se menciona casi como una muletilla obligada es el de José Antonio Primo de
Rivera. No hay aprendiz de candidato a una banca o a un puesto que no invoque
engoladamente que lo hace a imitación del legendario jefe de Falange. No
pudiendo imitar su vuelo poético, ni su capacidad de sacrificio, ni su señorío natural,
ni sus múltiples cualidades para la lid, ni su inteligencia luminosa ni su
muerte amanecida de luceros, optan por parecérsele en la condición de diputado.
Nos recuerdan a aquellos que empiezan por ser tomistas, no rumiando
humildemente las obras del Aquinate sino ensanchando los contornos de su
vientre. O a aquellos otros que creyeron emular al caudillo Facundo Quiroga
dejándose crecer las patillas.
Confesamos
nuestro estupor ante este este caso particular de recurso a la autoridad.
Porque creemos conocer un poco la doctrina joseantoniana, y en ella –aunque no
es el Denzinger ni el Syllabus–
abundan las expresiones notables, rotundamente descalificatorias, contra el
sufragio universal, la soberanía del pueblo, los partidos políticos, las elecciones
masivas, el parlamentarismo, el derecho liberal y la perversión democrática.
Abundan las ironías sobre su propia condición de candidato “sin fe y sin
respeto”, y sus muchas aclaraciones sobre la defensa de la memoria de su padre
como móvil principal del camino parlamentario que circunstancialmente eligió.
“El
ser rotas es el más noble destino de todas las urnas”, dijo el 29 de octubre de
1933. “Hay que acabar con los partidos políticos” –repitió el 7 de diciembre de
1933- “porque un Estado verdadero, como el que quiere Falange Española, no
estará asentado sobre la falsedad de los partidos políticos, ni sobre el
parlamento que ellos engendran”. “Los partidos están llenos de inmundicia”,
redondeó el 4 de marzo de 1934. “La Falange relegará con sus fuerzas las actas
de escrutinio al último lugar del menosprecio”, aclaró el 2 de febrero de 1936.
“El sistema democrático es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche
de energías”, y “el sufragio, la farsa de las papeletas entradas en una urna de
cristal” (29 de octubre de 1933). “Ya es hora de acabar con la idolatría
electoral. La verdad es verdad aunque tenga cien votos, y la mentira es mentira
aunque tenga cien millones” (4 de julio de 1935).
Con
innúmeras citas podríamos glosar su pensamiento en la materia. Desde la teoría
del antipartido hasta su opción por el movimientismo; o desde el desaire a
Rousseau hasta su elogio a Felipe II. Desde su furia contra el cotorreo
parlamentarista hasta su dialéctica de los puños y de las pistolas en resguardo
de la patria ultrajada. Todo en José Antonio rezuma rechazo genuino y varonil
contra la democracia. Ese talante tan suyo, con el que dijo desde la Comedia el
29 de octubre de 1933: “¡votad lo que os parezca…no me importa nada!”. Y los
inicuos servidores de la democracia, un 20 de noviembre de 1936, se amontonaron
para asesinarle. Murió por la España Eterna, no por un escaño en el parlamento.
No molestaba a los rojos porque pudiera candidatearse a Presidente, sino porque
alistaba a las almas en pos de una Cruzada combativa y regeneradora.
Los
candidatos a diputados o a lo que fuere, que lo invocan aquí, en nuestro
desdichado país, para justificar sus heterodoxias, deberían empezar por leer
los discursos del fundador de Falange. Y a continuación, emular su capacidad de
combate hasta ofrendar la vida por Dios y por la Patria. Es fácil ser
joseantoniano participando de una campaña electoral. Mejor vendría emular al
testigo cristiano de Alicante, peleando en las calles, y cayendo palma al
cielo, al grito inclaudicable de ¡Arriba
España!
II.-Las apropiaciones
indebidas de la figura de José Antonio
El
primer modo de la apropiación de la figura de José Antonio consiste en decir
que es un arquetipo de político católico, y sin embargo recomendó: “¡votad lo
que os parezca menos malo!”; mientras se presenta como candidato a diputado por
un partido político por Madrid, hace campaña electoral e inicia su actuación en
el Segundo Parlamento de la República el 19 de diciembre de 1933. Sería un José
Antonio “malminorista”, como si no hubiera buscado, a costa de su propia
sangre, el bien mayor para España. Como si el conjunto de su vida y de su obra
no hubiera sido un anhelo de bienes mayores ordenados al Supremo Bien.
No
se puede ignorar que el discurso en el que José Antonio aconseja votar “lo que
os parezca menos malo” -aquella célebre pieza oratoria del 29 de octubre de
1933, inaugurando la Falange- el fundador pide claramente:
a)
“que desaparezcan los partidos políticos”;
b)
que se sustituya al régimen liberal por una opción política superadora del
liberalismo y del marxismo;
c)
que se emplee la violencia armada para rescatar a España, pues “no hay más
dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se
ofende a la justicia o a la patria”;
d)
que él es “candidato sin fe y sin respeto”[en el sistema electoral y
democrático], y que lo dice antes de presentarse a elecciones, “cuando ello
puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada”.
e)
que el acto electoral es comparable a un “banquete sucio” ejecutado en una
“atmósfera turbia, como de taberna al final de una noche crapulosa”.
f)
que precisamente le hacía asco la realidad regiminosa de todos los días, y por
eso propone estar en otro sitio, “alegremente, poéticamente”. “Nuestro sitio
está afuera, al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y en lo alto las
estrellas”.
Hay
que estar empecinadamente ciego para no ver que José Antonio acaba de lanzar la
revolución armada por el rescate de España; que ofrece para eso su propia vida
en la batalla –cosa que sucedió-; que está repudiando con toda su fuerza al
sistema democrático y partidocrático; que está haciendo el escarnio del
sufragio universal; y que, guste o disguste, es esto lo esencial de su mensaje,
repetido incesantemente hasta el final de su combate. Lo demás es absolutamente
adjetivo, accidental, eventual, anecdótico, intrascendente. Asimismo, hay que
forzar los hechos y los dichos hasta lo inverosímil para presentar un José Antonio
cual pulcro malminorista tolerante. No lo era, y lo dejó dicho con esa verba
castellana de las que pocas hubo similares en el idioma cervantino. Porque si
pidió clamorosamente la extinción de los partidos políticos; si sostuvo que “el
ser rotas es el más noble destino de todas las urnas”(29-10-’33); si agregó que
“los partidos están llenos de inmundicia”(4-3-1934); que “la Falange relegará
con sus fuerzas las actas de escrutinio al último lugar del
menosprecio”(2-2-’36), porque “el sufragio es la farsa de las papeletas
entradas en una urna de cristal”(29-10-’33); si advirtió de que “ya es hora de
acabar con la idolatría electoral”(4-7-’35), no sabemos qué más tiene que decir
para que lo dicho equivalga a declarar pecaminoso al sufragio universal y moralmente
ultrajante a la democracia y sus partidos.
Por
si algo faltaba, Luisa Trigo lo reporteó el 14 de febrero de 1936, para La Voz,
de Madrid, y en aquella ilustrativa entrevista dijo José Antonio:
“No confío en el voto de la mujer. Más no confío
tampoco en la eficacia del voto del hombre. La ineptitud para el sufragio es
igual para ella que para él. Y es que el sufragio universal es inútil y
perjudicial a los pueblos que quieren decidir de su política y de su historia
con el voto[…]. Don Antonio Maura hizo el voto obligatorio. ¿Y para qué? En el
mejor de los casos, los hombres elegidos son señores sin voluntad propia,
sometidos a los partidos, sin especialización para ir meditadamente resolviendo
los arduos y trascendentales problemas del Estado. Los elegidos no lo son por
ser los más adecuados al país, sino los más flexibles a los jefes, y nada les
preocupan las leyes que se van a dictar para guiar a la nación por una ruta
determinada. La incultura de la masa de los electores no es menos que la de la
masa de los elegidos en materia política. Ahí están las listas de candidatos
llenas de nombres desconocidos; no podrían muchos alegar otra razón para estar
en ellas que la amistad y representar mañana en el Parlamento un número, un
voto, un sumando, pero no una inteligencia y un pensamiento.
En fin, yo le aseguro que en vísperas de la
contienda electoral me afirmo más que nunca en mi oposición al sufragio, lo
mismo para la mujer que para el hombre”.
Y
al fin, como estrambote, si se quiere, recordemos la carta dirigida al diputado
de la C.E.D.A, Manuel Giménez Fernández, fechada el 4 de junio de 1936: “El
parlamentarismo es la tiranía de la mitad más uno; sin norma superior que se
acate ni cabeza individual visible que responda. Yo no entiendo por qué ha de
ser preferible a la dictadura de un hombre la de doscientos cincuenta bestias
con toga legislativa. Con el aditamento de que no es una dictadura que se
ejerza al servicio del bien público o del destino patrio, sino al servicio de
la blasfemia y de la ordinariez”.
Agreguemos
incluso algo particularmente significativo, bien a propósito quizás de quienes
con cierto morbo democrático presentan a José Antonio haciendo campaña
electoral, como si con ello se registrara una nueva señal de su maleabilidad
ante el sistema.
Pues
otra es la realidad. Le debemos a Enrique del Castillo Martínez un estudio
pormenorizado de José Antonio y la campaña electoral en Cádiz. Vale la pena
leerlo. Porque lo que se descubre no es a un dirigente partidócrata sonriendo
para los flashes publicitarios, o debatiendo amablemente con sus oponentes al
son de las encuestas, sino a un caballero cruzado desplegando una tarea
políticamente incorrectísima, con tiroteos incluidos y muertos en las
refriegas, y con un final o “cierre de campaña” apoteósico. Consistente el
mismo en un José Antonio que les dice a sus eventuales votantes: “si vosotros
prestáis vuestro concurso, es posible que, pasado el tiempo, en una tarde como
esta, nos encontremos otra vez aquí mismo, bajo este hermoso cielo de
Andalucía[…]. Entonces nuestros hijos, que no tendrán que votar, podrán
asomarse a los mares y verán con orgullo cruzar nuestros barcos, volviendo
España a ser la capitana del mundo civilizado”. El candidato que se presenta a
elecciones no tiene mejor y más feliz y más solemne promesa que hacerle a sus
votantes, que el asegurarles que, mañana, cuando vuelva a reír la primavera,
sus hijos y los nuestros ya no tendrán más que votar. Habrá sido el fin de la
perversa democracia con todos y cada uno de sus macabros rituales.
Los
sofismas desgranados para avalar en el pensamiento y en la conducta de José
Antonio una posición pro partidocrática, pro democrática y pro sufragista, se
estrellan de modo rotundo contra el entero conjunto de las tajantes y
clarísimas palabras y conductas que acabamos de transcribir, y que son sólo una
parte de lo que el gran español ha dicho y hecho al respecto.
Toda
la arquetipicidad joseantoniana blandida como prueba de que, a imitación del
fundador de Falange, deberíamos aceptar también nosotros insertarnos en el
sistema, aceptando sus medios y herramientas, cae en saco roto ante tamañas
embestidas irrevocables contra la funestísima democracia y sus inmundos
ingredientes propios, empezando por las elecciones con sufragio universal.
Alguien
podrá pensar que la conducta de José Antonio fue contradictoria, incoherente o
paradojal; pues si tenía del sistema el juicio negativísimo que tenía para qué
se presentó a elecciones y ocupó un cargo de diputado. ¿Qué necesidad podía
haber en quién llamaba a las armas para voltear a un régimen corrupto, el estar
probando suerte electoral adentro del mismo?
Para
hablar con franqueza, estamos entre quienes podríamos acusar de paradójica y de
confusa esta actitud concreta de la carrera política de José Antonio. Cierto que
hay algunos factores puramente circunstanciales que podrían explicar
parcialmente su determinación, como la forzosa obligación moral de desagraviar
la memoria de su padre o la búsqueda de algún espacio público oficial desde el
que “legitimar” a un movimiento como Falange, que nacía “deslegitimizado” por
proponer ab initio la lucha armada contra el enemigo. Pero aún así, sostenemos
sin refugiarnos en atenuantes, que este aspecto particular y concreto la
conducta de José Antonio nos resulta reprochable, confusa y prácticamente
incoherente. Gracias a él mismo, dada su inclinación martirial y oblativa por
Dios y por España, y gracias a la Divina Providencia que le tenía reservado
otro destino, su condición paradigmática permanece incólume, pues va mucho más allá
de este episodio subalterno de su trayectoria.
No
es incoherente seguir elogiando como hombres de bien a quienes han cometido
tamaños actos paradojales o confusos. Lo incoherente sería elogiar a esos
hombres de bien por lo que han tenido de reprobable; o tenerlos por perfectos e
infalibles siendo humanos, o indistinguir entre lo esencial y accidental en sus
vidas. O lo que es peor, valernos de sus virtudes para que se cuelen sus
defectos en nuestra capacidad imitativa.
Es
cierto que los hombres de bien son autoridades en la ciencia moral; y de que
existe la ejemplaridad normativa que en la ciencia moral tienen las conductas
de los hombres de bien. Pero ninguno de estos grandes hombres goza del don de
la impecabilidad, y es tarea nuestra discernir con caridad y tino, con lucidez
y con misericordia, en qué acertaron mereciendo nuestra gratitud y emulación y
encomio; y en qué se comportaron como seres falibles o sencillamente
desacertados. Lo contrario nos llevaría a adorar a Zeus a fuer de socráticos, a
tener un hijo natural, de puro agustinianos, o a descontrolar nuestro sobrepeso
en virtud del tomismo que profesamos.
Hay
un segundo modo de apropiación democrática de la figura de José Antonio, pero
es menos riesgoso que el primero, e incluso aporta razones a nuestra propia
posición. Porque hasta dónde advertimos apunta a distinguir lo político de lo
religioso en el lenguaje, aunque todo sirva a esto último.
De
modo que en distinguir para unir; en distinguir pero para poner las palabras al
servicio de la Fe, en última instancia, no vemos motivos de discrepancia sino
de coincidencia.
José
Antonio, según algunos de estos apropiadores, constituiría un modelo de
lenguaje laical, católico y político, con un toque sano de también católico
anticlericalismo, en la cuestión religiosa. Y ofrecen como ejemplo el punto
VIII de los Puntos Iniciales de Falange. Precisamente el punto en el cual se
dice:
“Ningún hombre puede dejar de formularse las
eternas preguntas sobre la vida y la muerte, sobre la creación y el más allá. A
esas preguntas no se puede contestar con evasivas; hay que contestar con la
afirmación o la negación. España contestó siempre con la afirmación católica.
La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero
es, además, históricamente, la española[…].Así, pues, toda reconstrucción de
España ha de tener un sentido católico. Esto no quiere decir que[…]el Estado
vaya a asumir directamente funciones religiosas que corresponden a la Iglesia.
Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con
daño posible para a dignidad del Estado o para la integridad nacional. Quiere
decir que el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico
tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo
que le son debidos”
Claro;
pero téngase en cuenta que esa Catolicidad del Estado que José Antonio
proclama, y que estos otros apropiadores estiman, es la misma que después,
cuando les conviene, restringen a una pura cuestión prudencial opinable. De repente,
José Antonio mediante, la promesa de un Estado Católico se ha convertido en
modelo de lenguaje laical, católico y político. Enbuenahora. Lo celebramos.
Un
debido reconocimiento a su conducta política.
Abundando
sobre lo dicho, y habiendo referido algunas de las apropiaciones indebidas de
la figura joseantoniana, quisiéramos acotar algo de lo que le es debido. Algo
más que hemos podido incorporar en nuestras lecturas, y que nos parece oportuno
compartir ahora. En efecto, gracias al aviso generoso del Dr. Gustavo Esparza, hemos
tenido la ocasión de leer un trabajo de Legaz y Lacambra que desconocíamos. En
el mismo, su autor, tras muchas asociaciones que pueden aprovecharse. Recuerda,
por ejemplo, que:
“en una ocasión, José Antonio, se vio obligado a
defender la memoria y la obra de su padre; fue en el célebre juicio de responsabilidades
de la Dictadura. Se acusaba a ésta […] de haber violado la
Constitución[…].Desde el momento en que el Rey aceptaba el hecho de esa
violación constitucional, el pacto constitucional había perdido todo su vigor y
ya no quedaba más posibilidad jurídica que la consulta a la voluntad popular,
la cual, en 1931, había decidido la instauración de la República, único poder
legítimo subsistente en España. Evidentemente este razonamiento […] implica la
tesis política de la soberanía popular […]. José Antonio opone a este
razonamiento otro […], para explicar el nacimiento, la creación de un orden
jurídico nuevo […]. La República Española no nació de las elecciones
municipales del 12 de abril de 1931 […], y es evidente que la Constitución de
1876 no disponía que el triunfo republicano en unas elecciones municipales
implicase a abolición de la monarquía”.
Está
claro que el José Antonio que surge de este interesante análisis de una reyerta
planteada en términos estrictamente jurídicos, rechaza de cuajo la soberanía
popular y el mandato electoralista como categorías políticas que puedan definir
el destino de una nación. Vale la pena tenerlo en cuenta.
Sorprendente
asimismo es el relato que hace Eugenio Vegas Latapié, después del famoso
discurso inaugural de Falange, en el Teatro de la Comedia, en 1933. Elogia y
pondera a José Antonio, “de excelentes cualidades, inteligencia y atractivo
personal, y que era además un magnífico orador”. Pero a renglón seguido,
hablando de “la campaña electoral” para la designación de diputados a Cortes,
que tuvo lugar poco después, como se sabe, hace una serie de caracterizaciones
y de salvedades del sistema electoral vigente, para concluir con estas más que
significativas palabras: “No atreviéndose [los políticos católicos] a asumir la
frase de Pío IX: «¡Sufragio universal, mentira universal!», se entregaron a la
tarea de arbitrar sistemas [electorales] que atenuasen las consecuencias más
perturbadoras de las elecciones[…]. Se siguió el mismo sistema que el francés
del ballotage, fundamentado en el temor de los políticos a un sistema
democrático puro, después de la experiencia alemana que siguió a la primera
guerra mundial y que demostró que la democracia proporcional directa y el
gobierno eran conceptos incompatibles”.
Comentario
por demás gráfico del que se siguen por lo menos dos lecciones. La una, que
estaba vigente la severa admonición de Pío IX y que los católicos la conocían y
temían, se atrevieran o no a seguir proclamándola y cumpliéndola. La otra
lección es que la traída y llevada candidatura a diputado de José Antonio
–exhibida como trofeo del ideario democrático– se hizo bajo un sistema que
expresamente buscaba eludir los males del sufragio universal.
Es
el mismo José Antonio al que se le une en la lucha y en la muerte heroica, el
Caudillo de Castilla, Onésimo Redondo. Del cual son algunas de las siguientes
consideraciones que no vemos cómo podrían encajar con la perspectiva de quienes
buscan un falangismo fundacional en armonía con el sometimiento al régimen
liberal, democrático y partidocradista. Cedámosle la palabra a Onésimo:
– “En España hay que acabar con el sufragio
universal como expresión única de soberanía. El mito de la soberanía del
Parlamento es bastante por sí sólo para proveer permanentemente los mandos
nacionales con la gente más incivil, la más despegada de la honradez común de
los españoles. Amarrado el Estado a la desdichada supremacía de los grupos
parlamentarios, el arribismo se apodera de la política, la pequeñez y el
derrotismo turban la visión de toda idea nacional, la anarquía es como un canon
de buen gusto para vivir en todas las profesiones, la chabacanería domina las
costumbres, y la ruina progresiva del tesoro es reflejo y causa de la suerte
que arrastran las actividades económicas de todo el país Y es que ninguna
fórmula como la de la soberanía sufragista para profanar con la
irresponsabilidad y la trampa las sagradas alturas del poder político y
entronizar la esterilidad como presupuesto de las actividades de gobierno
(Libertad, nº 27, 14-12-31).
– “El voto engendra la plena soberanía; frente al
poder, conquistado por la suma mayoría de votos sueltos, ya no hay más
libertades que las que consienta el partido dominante. El absolutismo
parlamentario, construido así con la mecánica falaz de las papeletas
electorales, domina en toda la dilatada existencia social situada entre el
votante –que desfloró su soberanía en la urna– y el Estado Todopoderoso. La
Familia, la Escuela, la Propiedad, el Trabajo, la Asociación libre, todas las
libertades y formas de convivencia quedan de rodillas ante el poder que dispone
de cárceles y ametralladoras Esta es la traza exacta de la llamada democracia
liberal, que es, de hecho, un politicocracia absolutista. Sus principios o, más
exactamente sus supuestos –emisión libre y consciente del voto, poder
constituyente de la mayoría de los individuos- después de ser un tejido burdo
de arbitrariedades mentales, contienen una lógica tan brutal, que autorizan las
intromisiones más despóticas de la clase dominadora en la vida y voluntad de
los dominados: es el fatalismo esclavista, elevado a principio de civilización.
La humanidad, bajo el mito del sufragio universal, resulta o prisionera moral
de ese mito y sierva físicamente de sus consecuencias. Porque a nadie le es
posible sustraerse al dogma de la soberanía popular: se puede votar en contra
del candidato adverso, más el voto contra el sistema, que es lo que importa, no
tiene alcance práctico (Libertad, nº 17, 5-10-31).
– “No tengo fe en partido político alguno: ni en
partido de derechas ni de izquierdas. Y conste que con esto no les igualo, son
fatalmente e inexorablemente un conjunto de contradicciones y un abismo de
distancia entre las palabras y los hechos, ante los problemas y ante la
realidad. Ésta es la verdad; ésta es la experiencia triste del pueblo español
hecha con su sangre. Son los partidos políticos también aluviones, formados por
el huracán o por las aguas, de arenas movedizas que se llaman la opinión
pública que fluctúa inconscientemente detrás de la varilla mágica de los
periódicos y de los periodistas anónimos y venales que son los que forman
opinión. Aluviones de gente que vacila entre los entusiasmos rápidos y las
decepciones inmediatas, entre los calores repentinos y el frío de la
inconsciencia suicida. No hay formalidad, no hay decencia, no hay verdadera
realización, ni verdaderos hechos detrás de un partido político […]. El
Parlamento es la agonía de la Patria, la constitución masónica un grillete para
las aspiraciones nacionales y los partidos políticos el cáncer del pueblo como
lo fueron siempre (Libertad, nº 19-11-34).
– “Dice la religión democrática: -«No hay más
poder que el del Pueblo: su voz es soberana»; y ¿quién es el «Pueblo»? ¿Sin
duda el que consigue una mayoría de mandatos para las Cortes? Según: Los
doctores de la ley democrática –los escribas del periodismo– contestamos
afirmativamente, a juego con la conveniencia de sus planes. Pero puede suceder
que el Parlamento se haya elegido de modo que no estén satisfechos los
oligarcas de la pluma; o que los magnates ocultos de la prensa capitalista no
hayan sacado bastante ración en la revuelta o, simplemente, que los vividores
del escándalo se cansen de ver a la nación demasiado pacífica. Hay que volver,
entonces, las cerbatanas contra el Congreso; hay que sabotear la
«representación nacional», que –ahora– resultará no representar al «pueblo»,
que fue elegida impuramente, o que se aleja con la mayor contumacia de los
imperativos de aquel. Lo dicen los doctores con la misma solemne indignación,
con idéntico gesto sibilítico que sirvió antes para decir lo contrario
(Libertad, nº 3, 27-6-31).
– “El pobre Pueblo, que otra vez tuvo que confiar
en el sufragio universal, se convencerá como antes lo estaba, de que el
sufragio elige, por lo general, a los peores españoles; es decir, a los que
tienen la desvergüenza de prometer lo que saben que no han de dar: el
parlamentarismo es una estafa al país como la que comete con los incautos el
logrero que, a fuerza de palabras, consigue sacarles los cuartos para los
negocios fantásticos y se alza luego con el capital. Es misión de España
disciplinar a su Parlamento o acabar con él antes de que acabe con la nación”
(Libertad, nº 10, 17-8-31).
– “El pueblo aprenderá de nuevo la vieja verdad,
tristemente olvidada, de que sus mayores males provienen de la inmoralidad de
los partidos, culminante en una Cámara irresponsable integrada por los
negociantes electoreros, que eternamente prometen lo que no tienen intención de
cumplir. Hay que superar el organismo parlamentario decadente, decadente en el
mundo, desplazado en realidad de la vida dirigente por todos los Estados que
han conquistado una nueva época y por los que han tenido que salvar las
profundas crisis que anuncian el tránsito hacia una civilización postliberal”
(Libertad, nº 14, 14-9-31).
– “¿Cuál es el fin de los partidos? Conquistar el
poder. Y ¿cómo lo procuran? Congregando a las gentes según su «ideología»,
extendiendo promesas cuya garantía de ser cumplidas no es otra que la palabra
de los propagandistas; sembrando el odio como base de la solidaridad
partidista, clamando unos contra otros todos los grupos concurrentes a la puja
del mando. Ya otra vez hemos afirmado que no está la solución en crear un
partido más; por mucho que se cuide la selección del programa y el enunciado
delos principios. La solución está en acabar con los partidos (Igualdad, nº 17,
6-3-33).
Corolario
Pueden
encontrarse razones prudenciales para entender por qué José Antonio se insertó
temporariamente en las reglas del sistema que abominaba, y se prestó a jugar
con esas reglas, de suyo moralmente desaconsejables. Que entendamos esas
razones no quiere decir que las mismas sean correctas o que las compartamos.
Pueden
no encontrarse razones prudenciales y sostenerse lisa y llanamente que su
conducta en la materia fue paradojal, o si se quiere ser más duro,
incongruente. Un hombre no es un retazo o un fragmento de su vida sino una vida
toda y entera. De modo que aún registrando una incoherencia en su obrar, en el
balance que se haga de su existencia o biografía completa y de su muerte
mártir, pesan más las razones admirativas que las objetables. Pero cualesquiera
sean las posiciones que se adopten, nadie en su sano juicio podrá inspirarse en
José Antonio para elogiar a la democracia liberal, al sufragio universal, a la
partitocracia y a todas las características ruinosas del régimen dominante. Si
algo inspira El Ausente, a ocho décadas de su tránsito, no es la conveniencia
comodona y burguesa de afiliarse a un partido, sino la incómoda perentoriedad
de alistarse en una nueva Cruzada.
Nosotros,
a 80 años de su muerte heroica, no recordamos, ni celebramos, ni festejamos al
“diputado José Antonio”, sino a José Antonio, el testigo de la España Eterna. Y
renovamos ante su tumba nuestra promesa de serle fiel a su mandato sustancial.
Hace mucho, de paso por el Valle de los Caídos, perpetramos un soneto para
decirlo. Se nos permitirá compartirlo con los indulgentes camaradas y amigos:
Ya se han cifrado todos
los secretos
se han ensayado todas las
poesías,
y de la muerte por volver
porfías
bajo el grave escandir de
los sonetos.
Ya los cantores en racimos
prietos
nombraron de Falange
angelerías.
Hasta el lucero, como tú querías,
fulge la guardia con sus
ojos quietos.
Nada resta agregar, la
buenanueva
tarda en llegar, y apenas
si retumba
un cañón olvidado en
Somosierra.
Siendo invierno en mi vida
y en la tierra,
sólo quiero decirte que a
tu tumba
fui cara al sol, con la camisa
nueva.
Antonio Caponnetto
Publicado originalmente en: Desde Mi Campanario
Nacionalismo Católico
San Juan Bautista