Muerte de Fidel:
El mundo será un mejor lugar sin él
(Nacionalismo Católico NGNP)
El verdadero poder de Fidel Castro nunca fue el amor de los cubanos, sino el temor inconfesable que estos sentían hacia él
LA HABANA (14ymedio.com).
Los medios oficiales recién han anunciado la última y definitiva
defunción de Fidel Castro y he creído percibir en el mensaje luctuoso
más alivio que duelo. Si yo fuera una persona piadosa sentiría al menos
una pizca de pena, pero no es el caso. Definitivamente, la piedad por
los déspotas no se cuenta entre mis pocas virtudes. Y, como siempre he
preferido el cinismo por sobre la hipocresía, estoy convencida de que el mundo será un mejor lugar sin él.
De
cualquier modo, para mí ya el anciano dictador había muerto mucho tiempo
atrás, en una fecha imprecisa, sepultado bajo alguna polvorienta lápida
sin epitafio en lo más recóndito de mi memoria, así que solo puedo
sentir curiosidad por lo que pudiera significar este esperado
(desesperado) desenlace para aquellos que han mantenido atados sus
destinos a cada espasmo de sus numerosas muertes.
Sin
embargo, no porque yo le hubiese hecho un funeral anticipado deja de ser
un acontecimiento su irreversible salida de este mundo. Ahora
desaparecerá la imagen de fantasma derrotado en que se había convertido y
también dejará de gravitar como una fatalidad inevitable sobre el ánimo
supersticioso de la nación. Finalmente,
se esclarecerá si es verdadero o falso aquel vaticinio de que "Cuba
cambiará realmente cuando Fidel haya muerto", porque para casi todos los
cubanos suele resultar más cómodo esperar los cambios derivados del
curso de la naturaleza que arriesgarse a hacerlos por sí mismos. Los
pueblos que sienten vergüenza de sus destinos suelen arrojar sobre los
sátrapas las culpas de su propia irresponsabilidad colectiva.
También
están las nigromancias, un buen comodín para la desidia nacional. Hay
mucha gente que cree en algún dios, en la fatalidad, en el tarot, en los
signos zodiacales, en el I Ching, en el tablero de Ifá o en otras
profecías de la más variada índole. Yo nunca he creído en ninguna de
ellas, quizás porque aceptar como ciertos los misterios de las
predestinaciones me hubiese llevado a sentir como una maldición haber
nacido justamente en esta Isla en el propio año 1959. Lejos de ello, tan
adversa casualidad acabó convirtiéndose en un reto que acepté con gusto
y nunca conocí la sensación de profunda frustración que oprime a varias
generaciones de cubanos asfixiados bajo el efecto del poder de una
especie de entidad suprahumana que parecía reunir en sí el súmmum de
todos los credos y que intervenía en todos los destinos. Un impostor, a fin de cuentas, que pretendía ser a la vez dios, oráculo y mantra.
No
obstante, tengo intactos los recuerdos, que han sobrevivido
saludablemente a todo el cataclismo. ¿Cómo renegar de ellos si nuestro
espíritu es pura memoria? Recuerdo sin amor, sin rencor, sin amargura y
sin remordimientos, como si contemplara en una vieja película mi propia
historia, que es la de millones de cubanos como yo. Incluso hay pasajes
que me divierten. ¿Cómo
pudimos ser alguna vez tan cándidos? ¿Cómo nuestros padres y abuelos
permitieron que nos manipularan de una manera tan atroz? Fue por miedo.
El verdadero poder de Fidel Castro nunca fue el amor de los cubanos,
sino el temor inconfesable que estos sentían hacia él, un caudillo
irracional y colérico, un sujeto cuya desmedida egolatría solo se
equiparaba a su incapacidad para la empatía. A veces la fidelidad es
solo un recurso de supervivencia.
Mirando
en retrospectiva hacia los primeros 20 años de mi vida, recuerdo a
Fidel Castro como una especie de magma omnipresente que invadía cada
espacio de la vida pública y privada. Parecía tener el don de la
ubicuidad y aparecer en todas partes a la vez. Mis recuerdos de infancia
más lejanos están invariablemente asociados a aquella imagen del señor
barbudo que jamás sonreía, vestido de perenne uniforme militar, cuyo
retrato podía encontrarse en cualquier sitio, ya fuera sobre la pared de
un edificio, en una valla, en las carátulas de las revistas, en los
periódicos o en un cuadro cuidadosamente enmarcado de las salas de los
cubanos revolucionarios, que entonces eran mayoría.
Ese
mismo señor aparecía con mucha frecuencia en la pantalla del televisor
de mi abuela (en mi fuero interno, yo creía que vivía dentro de aquel
aparato), o invadía, tronante y fiero, todos los hogares desde las
estaciones de radio haciendo largos discursos cargados de arengas,
amenazando y regañando. Lucía siempre irritado, así que yo le tenía un
poco de miedo y procuraba –con escaso o nulo éxito– mantenerme alejada
de sus vibraciones. Mis mayores se inflamaban de éxtasis y hasta
exclamaban entusiasmados ante esta o aquella bravata del falso profeta.
"¡Es el Caballo! ¡Así se hace!", bramaban los admiradores del nuevo
hombre duro, embriagados de un fervor que yo no entendía pero que con el
paso del tiempo acabó contagiándome.
En
todo caso, "Fidel" era una de las primeras palabras que aprendían a
decir los hijos de miles de familias que, como la mía, habían
descubierto que eran revolucionarios repentinamente, al amanecer del
primero de enero de 1959. Y así, también de súbito, en una nación de
tradición católica menudearon los que se proclamaron ateos y renunciaron
a Dios solo para acogerse a una nueva fe, Fidel Castro como salvador y
el dogma comunista como catecismo.
Mientras,
un sinnúmero de familias se fracturaban por la polarización política y
la emigración. Padres e hijos, hermanos, tíos, primos que poco antes
vivían en armonía, se enfrentaron y tomaron distancia unos de otros,
cargados de rencores. Hubo quienes nunca más volvieron a verse, y
murieron sin el abrazo de la reconciliación. Muchos sobrevivientes de
aquella ruptura telúrica andamos todavía recogiendo los fragmentos y
tratando de recomponer algunas partes de nuestros maltratados linajes,
siquiera por respeto y homenaje a nuestros difuntos enemistados por un
odio ajeno.
Después
vinieron las milicias, Playa Girón, la Crisis de los Misiles, el
servicio militar obligatorio, la cartilla de racionamiento, las zafras
monumentales, la Ofensiva Revolucionaria, Angola, las escuelas al campo y
en el campo, la permanente consagración de los delirios interminables
del Magno Ególatra. Y con el paso del tiempo comenzaron a llegar las
señales de la ruina que nos empeñábamos en ignorar. Las
crecientes carencias fueron acalladas con consignas y con descabellados
planes gigantes condenados al fracaso, todas las libertades quedaron
sepultadas y desaparecieron los derechos, sacrificados en el altar verde
olivo bajo el peso de palabras otrora sagradas y ahora envilecidas por
los discursos ("patria", la más mancillada; "libertad", la más
fraudulenta), mientras –desapercibidos y ciegos– los propios cubanos
ayudábamos a construir las rejas de nuestra cárcel y, dóciles, dejábamos
las llaves en manos del carcelero.
El
primer gran cisma entre el orador-orate y yo fueron los sucesos de la
embajada de Perú y, en especial, la estampida de Mariel, entre abril y
mayo de 1980. No fueron, sin embargo, eventos aislados. En 1978 se
habían producido las primeras conversaciones (acercamiento, se les suele
decir) entre la dictadura y un grupo de emigrados radicados en Estados
Unidos, cuyo resultado fue la inauguración de los viajes de visitas
familiares en 1979, aunque en una sola dirección: de Miami a la Isla.
De
repente, ya los apátridas-gusanos-contrarrevolucionarios no eran tales,
sino "nuestros hermanos de la comunidad cubana en el exterior", que
habían sido capaces de conservar los valores culturales originarios y su
propia lengua en tierras extranjeras, y a los que les asistía todo el
derecho a visitar su país de origen y reencontrarse con sus familias.
Ahora venían contentos y cargados de regalos para los pordioseros que
habían elegido a una revolución que proclamaba la pobreza como virtud.
Ingenuos o no, muchos sentimos la manipulación y descubrimos que
habíamos sido estafados, y aunque de un largo y profundo letargo no se
despierta a la primera campanada, comenzamos a vivir en alerta y a
cuestionar el sistema.
Entonces,
sin esperarlo, los hombres nuevos, formados bajo los principios de esa
célebre meretriz llamada Revolución, asistimos sorprendidos al
espectáculo de la multitud que se aglomeraba en la sede diplomática
peruana y a la fuga masiva por el puerto de Mariel. Y quedamos perplejos
ante los miles de desertores y horrorizados ante los mítines de
repudio, las golpizas, vejaciones e insultos a los que emigraban y la
impunidad con que se producía una barbarie que solo era posible
instigada y bendecida desde el poder.
Para
entonces yo recién había estrenado mi maternidad, y ante cada escena de
espanto me aferraba a la ternura por mi hijo. Creo que fue cuando
comencé a rasgar definitivamente todos los tupidos velos de la mentira
en la que había vivido por 20 años y me obsesioné con la búsqueda de la
verdad en la que formaría a mis hijos: la libertad como don que portamos
dentro, que nadie otorga, que nace con el ser. Y así terminó el
liderazgo de Fidel Castro sobre mi persona, arrastrando en su caída toda
posibilidad de deslumbramientos futuros en mi espíritu. Ese año emergió
la disidente que vivía acallada dentro de mí, y el paradigmático líder
de mi adolescencia comenzó a transmutarse en enemigo.
Por
eso no me hicieron mella los difíciles acontecimientos y las batallas
fidelistas que transcurrieron tras mi conversión: el caso Ochoay los
fusilamientos asociados, el Período Especial resultante del desplome del
socialismo real, el Maleconazo, la Crisis de los Balseros, el niño
Elián, las Tribunas Abiertas, las Mesas Redondas, los Cinco Espías, la
Primavera Negra, la Batalla de Ideas, la Revolución Energética y tantos
despropósitos que acabaron engrosando las filas de los descontentos y de
los desencantados, ensanchando la grieta entre el poder y millones de
cubanos.
Mis
sentimientos por Fidel Castro pasaron por varias etapas. No podía ser de
otra manera si nací en 1959, si crecí en una familia fidelista y si
toda mi vida ha transcurrido en Cuba. Temor, admiración, respeto,
devoción, duda, incredulidad, rencor, desprecio y, por último, la más
absoluta indiferencia, fueron las sensaciones que su existencia marcaron
en mí.
La
noticia de su muerte, pues, no me despierta emociones. Hace poco un
amigo me decía, sabiamente, que Fidel Castro no era causa, sino
consecuencia. Me parece una sentencia acertada para resumir la historia e
idiosincrasia de la nación cubana. Porque los cubanos no somos (no
hemos sido nunca) un resultado de la existencia de Fidel, sino a la
inversa: la existencia de un Fidel fue posible solo gracias a los
cubanos, más allá de las tendencias políticas o ideológicas, más allá de
nuestras simpatías o rencores. Sin nosotros (todos) no se hubiera
sostenido el poder de su larga dictadura.
Por
eso aprovecho esta, su muerte definitiva, para brindar sinceramente, no a
su memoria, sino por la nuestra. ¡Que no nos falte nunca más la
memoria, para que no olvidemos estas décadas de vergüenza, para que no
se repitan más Fideles en esta tierra! Y brindo también, con toda mi fe,
para celebrar la oportunidad que esta venturosa muerte abre a la nueva
vida que habremos de edificar al fin en paz y concordia todos los
cubanos.