sábado, 19 de noviembre de 2016

SOBRE EL VIAJE DEL PAPA A SUECIA ¡¡ARTÍCULO DE GRAN ACTUALIDAD

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SOBRE EL VIAJE DEL PAPA A SUECIA ¡¡ARTÍCULO DE GRAN ACTUALIDAD, PESE A LOS AÑOS TRANSCURRIDOS!! EL ODIO DE LUTERO EMPOLLADO A TRAVÉS DE LOS SIGLOS CONTRA LO MÁS SAGRADO DE LA RELIGIÓN CATÓLICA, SE MANIFIESTO CON TODO SU RIGOR EN LAS FALSIFICACIONES Y BLASFEMIAS DEL ARZOBISPO LUTERANO DE UPSALA, ¿SE PUEDE SER TAN NECIO DE PENSAR QUE ESE ODIO, LUEGO DE ESTOS ÚLTIMOS 80 AÑOS DESDE QUE LO EMITIÓ, SE TRANFORMÓ EN AMOR FRATERNO? NI PENSARLO. ¿ACASO EL OBISPO ANTES DE INSTALARSE EN ROMA CUANDO VIAJABA EN SUBTE, PARA FOTOGRAFIAR UNA HUMILDAD AUTOPROCLAMADA, NUNCA DIALOGÓ EN SUS CORRERÍAS POPULARES CON ALGÚN PASTOR PROTESTANTE? EN TAL CASO HUBIERA COMPROBADO QUE NADA CAMBIÓ A TRAVÉS DE CASI MEDIO MILENIO. 

Y SI MERMÓ APARENTEMENTE O SE EMBOZÓ EL ODIO AL CATOLICISMO, FUE DEBIDO A QUE EL VATICANO CLAUDICÓ Y SE LUTERANIZÓ; DOMADO POR LOS PROTESTANTES. PARA JUSTIFICAR EL ACTUAL FALSO ECUMENISMO, CONSISTENTE EN “NEGOCIACIONES… -TRANSACCIONES Y MUTUAS CONCESIONES,” QUE MUTILAN A LA IGLESIA, EL PAPA, CONTINUANDO LA DIPLOMACIA VATICANA SEGUNDA, INICIADA POR JUAN XXIII, ADOPTÓ EMPLEAR SOLO MISERICORDIA EN LAS RELACIONES INTERCONFESIONALES, DESCONOCIENDO LA JUSTICIA, LO QUE ES TAN BRUTAL Y FALSO COMO EMPLEAR SOLA JUSTICIA SIN MISERICORDIA. Y POR SER HERÉTICO EL HOMENAJE DEL OBISPO DE ROMA A LUTERO, EL TAN LAMENTABLE VIAJE SÓLO SERVIRA PARA SACARSE OTRAS CUANTAS FOTOS DE PUBLICIDAD, SATISFACIENDO SU ANSIA POPULACHERA, ¡A COSTA DE LO SAGRADO! DEBO MENCIONAR, ADEMÁS, EL DAÑO IRREPARABLE RELIGIOSO Y POLÍTICO, QUE OCASIONA PRINCIPALMENTE A LAS NACIONES HISPANOAMERICANAS, EL ECUMENISMO MODERNISTA IMPUESTO POR EL VATICANO, INCITANDO Y ALIENTANDO LA PROPAGANDA DE LAS SECTAS. ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA “ESTUDIOS” (fines de 1920). UNA RÉPLICA PROTESTANTE A LA ENCÍCLICA DE SU SANTIDAD PÍO XI Mortalium Animos Padre José M. Bover, S.J. 
 Poca veces documento alguno pontificio ha venido en momento tan oportuno como la Encíclica “Mortalium Animos” de 6 de enero de 1928, “sobre el modo de fomentar la verdadera unidad religiosa”. El mundo está asistiendo a un fenómeno religioso extrañamente singular. Hasta no hace mucho las Iglesias cristianas no católicas se sentían como arrastradas fatalmente por un tendencia avasalladora hacia la separación, la división, la disgregación, -digámoslo claramente-, hacia la descomposición. El número exorbitante de confesiones protestantes y de Iglesias “ortodoxas” autocéfalas es de ello prueba manifiesta. Ahora, todo lo contrario. Parece se han dado cuenta por fin de que semejante multiplicidad no responde en manera alguna al ideal de Jesucristo por una Iglesia única y una. De ahí el ardiente deseo, que se ha apoderado generalmente de todas las Iglesia disidentes, de volver a la unidad, mejor dicho, de restablecer o crear la unión entre todos los cristianos. Y los deseos se han traducido en obras. La Asociación anglicana y Oriental (The Anglican and Eastern Association), la Conferencia mundial (World Conference) de los episcopalianos norteamericanos, la Liga Vida y Acción (Life and Work) promovida por el Arzobispo protestante de Upsala, Söderblom, la Conferencia de obispos anglicanos celebrada en Lambeth en 1920, las llamadas conversaciones de Malinas de 1921-1925, el Congreso de Estocolmo de 1925 y finalmente la Conferencia de Lausana de 1927, son otras tantas manifestaciones de las ansias de unión que atormentan a las Iglesias disidentes de Roma. En esta corriente unionista existen dos elementos, cuya confusión ha originado, en algunos, lamentables equivocaciones: las deseos de restablecer la unión y el modo de procurarla. Lo primero es justo y santo, lo segundo puede ir descaminado. La fascinación que en no pocos espíritus ha ejercido el ideal de la unidad restablecida los ha deslumbrado para que no reparasen en los inconvenientes que llevaba consigo el modo práctico de realizarla. De ahí la necesidad de que el Papa hablase para ilustrar a los católicos, mostrándoles el criterio con que deben guiarse acerca de problema tan grave y delicado. El Papa habla a los católicos; sin embargo sus enseñanzas vienen muy a tiempo para desengañar a los no católicos del camino torcido que han emprendido. El documento pontificio ha causado impresiones muy diferentes dentro del campo heterodoxo. Los más sensatos han comprendido que el Papa ha hablado como debía hablar, y han admirado juntamente la claridad y la lealtad con que sin tergiversaciones ha entablado el problema de la unión y la lógica firme y serena con que lo ha resuelto. Otros, en cambio, quizá porque se han visto puestos al descubierto, han acogido mal la Encíclica pontificia y no has disimulado el disgusto que les ha producido. Uno de éstos es el obispo protestante de Upsala, Natán Söderblom, quien ha escrito y publicado una réplica al documento pontificio, una especie de contraencíclica, en que se propone refutar las afirmaciones de la Encíclica papal. La ligereza e inconsecuencias de la réplica, muy lejos de desvirtuar o debilitar la Encíclica, no han hecho más que poner de relieve el valor intrínseco del documento pontificio. Nuestro objeto es examinar serena y lealmente, a la luz de la verdad cristiana, el escrito de Söderblom. Pero antes será conveniente dar una idea lo más exacta posible de la Encíclica de Su Santidad. + Por vía de introducción trata la Encíclica más generalmente de la unión de todos cuantos no son ateos, así cristianos como no cristianos, los cuales sobre la base de ciertos principios religiosos, por todos admitidos, pretenden asociarse en orden a fomentar la paz y fraternidad universal. Semejante unión, basada en el indiferentismo religioso, queda naturalmente reprobada por la Encíclica. Tras este oportuno preámbulo, pasa el Pontífice al objeto principal y característico de la Encíclica, que es el problema de la unión entre las diferentes confesiones cristianas. Al plan de la unión federativa, acariciado por los acatólicos, contrapone el Papa el único camino que prescribe la verdad cristiana, que no es ni puede ser otro que el volver los disidentes a la Iglesia madre de donde un día se separaron, lo cual entraña el reconocimiento de la del primado de la Sede Romana. Y la sumisión a una autoridad suprema y magisterio infalible. Esta antítesis entre lasa dos concepciones opuesta de la unión es como el alma de toda la Encíclica. Más en la concepción de cada una de ellas procede el Papa por partes y gradualmente, descendiendo de lo más general a lo concreto y particular. A las diferentes afirmaciones de los contrarios, que refuta, va oponiendo las afirmaciones católicas, que demuestra. Este procedimiento da lugar a que la exposición se convierta en una especie de dialogismo latente, que conviene tener presente, para seguir mejor el desenvolvimiento del pensamiento. Dicen y repiten los que se apellidan pancristianos ser justo y necesario que todos los discípulos de Cristo, depuestas las antiguas querellas, trabajen por restituir a la Iglesia aquella unión de caridad que según los deseos del divino Maestro había de ser el distintivo y divisa de su escuela. –Nada más conforme a los deseos de la Santa Madre Iglesia, responde el Pontífice, que la unión de todos los cristianos. Pero, añade, esta unión ha de realizarse, no según los criterios humanos que nosotros establezcamos, sino conforme a los designios de Cristo al instituir su Iglesia. Esto es evidente. Replican los pancristianos: la Iglesia instituida por Cristo no es una sociedad visible, que profese una misma doctrina y esté sometida a una misma autoridad: basta para responder a los designios de Cristo la federación de las diferentes comunidades cristianas, por más que profesen doctrinas entre sí contrarias. –De ninguna manera, contesta el Papa: la Iglesia fundada por Cristo es una sociedad perfecta, esencialmente visible, la cual, bajo el régimen de una sola cabeza, por el magisterio oral y por la administración de los sacramentos, había de continuar perpetuamente la obra redentora de su divino Fundador. Perpetuamente: porque la Iglesia, tal cual la fundó Jesucristo, ha de perseverar indefectiblemente hasta el fin de los siglos. Insisten los pancristianos: ni existe ni ha existido nunca, esa Iglesia visiblemente una. No queda otro recurso que crear la unidad a costa de transacciones y mutuas concesiones. –Estas transacciones, responde el Papa, son absolutamente contrarias a la mente de Cristo. La divina verdad, base de la Iglesia hay que aceptarla íntegramente con la fe más rendida, no hacerla objeto de negociaciones, ordenadas a mutilarla. Cristo recomendó su Evangelio a los Apóstoles mandándoles que lo predicasen por todo el mundo, y, para que ni ellos ni los que les habían de suceder errasen en la predicación de la verdad divina, les prometió la asistencia del Espíritu Santo. La doctrina de Cristo existe, por tanto, ahora en la Iglesia; y su conocimiento, si no queremos hacer injuria a la sabiduría del divino Maestro, ha de ser fácilmente asequible a todo hombre de buena voluntad. De esta unidad de doctrina nada quieren saber los pancristianos: basta, a su juicio, la unión de caridad. –Pero la unión de caridad, responde el Pontífice, estriba, como en su fundamento, en la unidad de la fe y de la doctrina. El apóstol de la caridad, que tanto recomendaba el amor fraterno, prohibía a los fieles que saludasen siquiera a los que no admitían la doctrina que él predicaba. Consienten los pancristianos que la unidad de la fe se procure acerca de los artículos fundamentales; respecto de los demás sea libre a cada cual profesar la doctrina que menor le plazca. –Semejante distinción, entre artículos fundamentales y no fundamentales, contesta el Papa, es absurda. Cuanto Dios ha revelado, parezca o no parezca igualmente fundamental, hay que creerlo igualmente. Que la razón de creer no es la importancia de la doctrina, sino la autoridad de Dios que la ha revelado. Con esta ocasión recuerda el Pontífice que los diferentes dogmas que la Iglesia ha definido en el decurso de los siglos no enseñan doctrina nueva, sino que proponen a los fieles la verdad revelada por Dios desde un principio. La conclusión de todas estas consideraciones no pueden ser más obvia. Se trata del modo de realizar la unión de los cristianos. Pues bien, dice el Papa, el camino de llegar a ella no es sino uno. Existe, si no han fallado los planes y las promesas de Jesucristo, la única Iglesia verdadera; los disidentes se apartaron de ella; a ella, pues, han de volver. Esta única Iglesia verdadera es la que está edificada sobre Pedro, como sobre piedra fundamental; es la que reconoce y obedece al sucesor de Pedro, al Obispo de Roma. No queda, por tanto otro camino para volver a la Iglesia sino admitir el primado de jurisdicción y el magisterio infalible del Romano Pontífice. El espera con los brazos abiertos a los hijos que un día huyeron de la casa paterna. Tal es, en breve resumen, la Encíclica de Pío XI: Encíclica verdaderamente magistral. Habla en ella el Pontífice como maestro que tiene conciencia de su misión divina de enseñar a todas las gentes la verdad revelada. Habla también como maestro que poseen plenamente la verdad que enseña; con lucidez y profundidad, son sencillez y dignidad, con blandura y autoridad. Es la Encíclica un tratado magistralmente doctrinal, tan distante de la trivialidad como de la frialdad académica. + No es tan magistral, ni en la doctrina ni en el tono, la réplica del arzobispo luterano de Upsala. Como Söderblom se ha creído con derecho a criticar, y bien duramente por cierto, la Encíclica pontificia, creemos nosotros no propasarnos de los nuestros examinando serenamente su severa réplica. Ante todo, será conveniente dar una breve idea de su contenido. Después de encarecer “la importancia y necesidad de la obra de unidad que el credo cristiano demanda”, expone algunos antecedentes históricos de la Encíclica. A continuación hace de ella esta síntesis terrible: Los principios dimanantes del Evangelio y expresados en las fervientes oraciones de los corazones cristianos; principios que, tan claros como el cristal, dan su fuerza al mundo entero, y la mostraron en Estocolmo y Lausana, son condenados en toda su amplitud. La Encíclica contiene lo que podía esperarse”. Y prosigue con acerba ironía: “La mitad se consigue muy fácilmente. No existe ninguna de las dificultades que a nosotros nos parecen tan difíciles de vencer. Basta con que las otras partes de la Iglesia abjuren de todo lo que para ellas es sagrado y necesario, que se sometan al Papa y que adopten los principios católicoromanos”. Después de expresar con fidelidad la intención de la Encíclica, -dar a los católicos normas sobre el modo de fomentar la unión de los cristianos-, y de manifestar el asombro que le ha causado una Encíclica papal, motivada por la universal aspiración de los cristianos hacia la unidad, pasa Söderblom a exponer con bastante amplitud un punto que él considera de importancia. Tal es la invitación de asistir a la Conferencia de Estocolmo, que se hizo a Roma y que Roma no aceptó. Ya en 1920 “se discutió este asunto vital amplia y detenidamente”. Tres razones se oponían a la invitación: el “amor y la tradición de Roma”, “las falsas doctrinas de la Iglesia romana” y “el sistema moral romano”, que “mina la confianza”. A pesar de todo “la decisión de invitar a Roma fue aprobada por todos los votos, menos uno”. Roma no aceptó la invitación. No obstante, por delicadeza, en el Mensaje de la Conferencia no se mencionó la abstención de Roma. Advierte aquí Söderblom que esa invitación no se hizo simplemente pro bono pacis; no se pretendía ocultar las discrepancias, sino expresarlas sinceramente, dado que “la unidad no puede lograrse pasando ligeramente por encima de nuestras varias confesiones de fe, sino entrando en el espíritu del credo cristiano”. Los dos apelativos de “acatólicos” y “pancristianos” con que la Encíclica denomina a los disidentes, dan pie a Söderblom para ciertos desahogos irónicos. El calificativo de “acatólico” o su equivalente “antiecuménicos”, no son ellos quienes lo merecen sino más bien la Sede romana. El otro de “pancristianos”, si bien modificado, lo acepta gustoso como “un regalo” del Papa, “marcado por la infalible autoridad de la Sede papal”. Termina el documento diciendo que “la Encíclica ha explicado y extremado la diferencia” entre Roma y los disidentes “muy satisfactoriamente. Los dos puntos de vista han sido dados por nuestro Salvador en el Evangelio de San Juan. El uno dice: Todos adorarán en Roma. Y el otro es: “La hora viene, cuando ni en Jerusalén, Roma o Constantinopla, en Wittrnberg, Ginebra o Canterbury, o Moscou o Boston, adoraréis al Padre”. Tal es la réplica del arzobispo de Upsala a la Encíclica pontificia. El contraste entre ambos documentos no puede ser más rudo. Pío XI, aun cuando, dirigiéndose a los católicos, no tenía necesidad de demostrar sus afirmaciones, las demuestra, sin embargo, ampliamente, y por la Sagrada Escritura. Y al referir los errores protestantes, no se olvida de oponerles el testimonio de la Biblia. Al contrario, Söderbom; quien sabiendo y reconociendo que no posee autoridad infalible, se ahorra, con todo, el trabajo de demostrar sus asertos. Reproduce las viejas querellas protestantes: pero sin dar razón que las justifique. Rechaza las afirmaciones pontificias, que frecuentemente desfigura; pero oponiéndoles simples afirmaciones generales, ni demostradas ni demostrables. Del contraste entre el tono grave y serio de la Encíclica y el tono ligero y frecuentemente irónico de la réplica, nada queremos decir. Lo que más nos interesa es conocer si Söderblom ha enfocado bien el problema de la unión y si en su solución procede con justicia y con verdad. + La Encíclica reconoce, ante todo, como postulado admitido por todos, la necesidad de la unión. No está en eso la dificultad del problema sino más bien en el modo de realizar esta unión. Para acertar en el verdadero camino de llegar a la suspirada unidad establece la Encíclica otro postulado, evidente e innegable, a saber, que no hemos de ser nosotros quienes establezcamos arbitrariamente las condiciones de la unión, sino que hemos de aceptar dócilmente las condiciones impuestas por Jesucristo, y conforme a él determina el modo concreto de la unión. Este proceder es leal, racional, justo. En descubrir el pensamiento y los designios de Cristo acerca de las bases de la unión está el punto capital del problema. ¿Qué responde a todo esto el arzobispo de Upsala? Sencillamente nada. El postulado establecido en la Encíclica no lo niega, porque no puede negarlo ningún cristiano; pero, no se si por distracción, o por incomprensión del problema, o por artificio dialéctico, no lo toma en cuenta para nada. Lo natural y lógico hubiera sido reconocer lealmente este postulado y demostrar luego que el Papa se había equivocado al buscar en las Escrituras el pensamiento y los designios de Jesucristo sobre su Iglesia. Nada tampoco dice Söderblom para deshacer o debilitar la argumentación de la Encíclica. No se podrá decir que el Primado de Suecia ha puesto la segur a la raíz. Y si no toca por inadvertencia, o esquiva por miedo, el punto fundamental del problema, claro es que cuanto luego nos diga Söderblom se ha de quedar necesariamente por las ramas. En vez del postulado de la Encíclica presenta, o parece presentar, Söderblom como base de la unión el “credo cristiano”, que hasta tres veces se lee en su escrito. Mucho podríamos decir sobre la vaguedad e inconsistencia de ese “credo cristiano”. Pero será mejor que hablen los hechos: hechos, ciertamente en que tuvo gran parte el mismo Söderblom. Estamos en la Conferencia de Lausana, y en una de las primeras sesiones. Se va a poner a votación la declaración o conclusión sobre el tema El Evangelio, mensaje de la Iglesia al mundo. Muchos de los presentes, no conformes con la fórmula adoptada por la sección especial, decidieron abstenerse en masa. El fracaso iba a ser desconcertante. Para evitarlo, Söderblom, a la cabeza de los luteranos, propuso que la votación, en vez de recaer sobre la fórmula misma , recayese simplemente sobre su remisión a las diferentes Iglesias, las cuales habían de resolver, en definitiva, si se aceptaba o no la fórmula de Lausana. Con este hábil expediente se salvó la situación. Pero, gracias a él, la Conferencia no resolvió nada definitivamente ni se puso de acuerdo en un solo punto del “credo cristiano”. Hubo algo más grave todavía. La declaración o conclusión sobre el último tema La Unidad de la Cristiandad y las Iglesias existentes, entre cuyos ponentes figuraba en primer lugar el mismo Söderblom, no obtuvo de la asamblea ni siquiera la aprobación provisional que habían obtenido las declaraciones precedentes. La declaración ortodoxa del metropolita Germanos fue la manzana de la discordia. Esta derrota parlamentaria de Söderblom, lo mismo que su triunfo precedente, son prueba manifiesta de que no existe entre los disidentes un “credo cristiano” común, que pueda servir de base sólida a una unión verdadera. Y causa asombro el ver que, después de estos hechos, apele Söderblom con tanta insistencia y seguridad al “credo católico”. Afirma también Söderblom, como postulado inconcuso e incontrovertible, cuya demostración por tanto omite, como superflua, que ellos, los protestantes, poseen la verdad del Evangelio, al paso que los católicos romanos se hallan “muy lejos” de él. Dice enfáticamente: “Estamos absolutamente convencidos de la verdad del credo evangélico y del sagrado origen de las Iglesias evangélicas formadas”. “La verdadera Iglesia y sociedad de Cristo no corresponde a ninguna sociedad organizada existente, sino que tiene miembros en las diferentes comunidades eclesiásticas en los cielos y en la tierra”. En consecuencia la Conferencia que había de reunirse en Estocolmo sería “una asamblea basada en la sagrada verdad eternal, como está expresada en las Sagradas Escrituras”. En cambio, de “los dogmas y cultos esencialmente romanos” afirma rotundamente que “a la luz de la historia de la Iglesia parecen de nuevo cuño y antibiblicos”. Habla luego del “conocido paganismo de su culto romano y sus peligrosas reformas y modernismos, contrarios a la revelación de la Biblia”. “Sería interesante, añade, para una historia de la Iglesia, comparar la pureza de la fe de la antiecuménica Encíclica papal con la pureza de la fe tal como es profesada por las Iglesias evangélicas y ortodoxas”. Bien pudiéramos apelar, para rechazar estas afirmaciones no demostradas, al conocido axioma “Quod gratis asseritur, gratis negatur”; pero juzgamos preferible señalar los equívocos, falsas interpretaciones e inconsecuencias en que incurre frecuentemente el antagonista papal”. + Llama la atención la ojeriza que muestra Söderblum contra el “ culto romano”. Habla “de la magia de los cultos romanos”, del “conocido paganismo de su culto”, reprueba el culto a “María como la Madre de Dios” y “el culto a las imágenes”. Y afirma con un aplomo que asombra que estos cultos son “esencialmente romanos”, y contrapone a ellos “la pureza de la fe” no solo de los protestantes sino también de las Iglesias “ortodoxas”. Que el protestante se ensañe contra el culto romano, se comprende a duras penas; pero que ese culto sea calificado de esencialmente romano y contrapuesto al culto de las Iglesias orientales, es un equívoco tan craso o una falsificación tan grotesca, que casi hace perder la serenidad. ¿Es exclusivamente romano el culto a la Madre de Dios? ¿Tan ayuno está Söderblom en materia de literatura e iconografía oriental? ¿Ignora que los orientales, lejos de ir a la saga de los latinos, les han excedido con frecuencia en la veneración y amor a la Madre de Jesucristo? ¿Nada conoce de los escritos mariológicos de San Cirilo de Alejandría, San Proclo, San Sofronio, San Andrés Cretense, San Germán de Constantinopla, San Juan Damasceno, del mismo Focio, y de tantos y tantos otros orientales, que tan gloriosamente hablan de la Madre de Dios? Y en cuanto al culto de las imágenes ¿Conoce que fueron sus más ardientes defensores los orientales San Andrés Cretense, San Sofronio, y sobre todo San Juan Damasceno? ¿Nada sabe del Concilio II de Nicea, séptimo de los ecuménicos, en que se aprobó y recomendó el culto legítimo de las sagradas imágenes? Y este Concilio lo admiten y reconocen actualmente las Iglesias “ortodoxas” orientales. Y “la magia” del culto romano ¿no se halla en ritos orientales, muchísimo más ceremoniosos que el rito latino? Y si esa magia se refiere a los Sacramentos ¿no retumba aun en los oídos de Söderblom la terrible declaración que en Lausana hizo el metropolita Germanos de no admitir a la comunión al que no admitiese, como todos los ortodoxos, los siete Sacramentos? Tan atroces falsificaciones, en otro, podrían achacarse a ignorancia; pero en Söderblom no sabe uno a qué atribuirse ¿Inconsideración? ¿prejuicios inveterados? ¿mala fe? Dios juzgará. De paso, se nos permitirán dos observaciones que sugiere la maliciosa frase “la adoración de María como la Madre de Dios”. Primeramente, eso de llamar adoración al culto de la Virgen María es en un teólogo de la altura de Söderblom una ligereza o ignorancia inconcebible,¡Cómo si los romanos adorásemos a María! Creíamos que los evangélicos ilustrados no ignoraban que los católicos adoramos a solo Dios, y por eso también a Jesucristo como a verdadero Dios; a los santos, en cambio, ni los adoramos ni los hemos adorado jamás; los veneramos con un culto que llamamos de dulía, esencialmente distinto del culto de latría, reservado sólo a Dios. En segundo lugar, la frase “Madre de Dios” que Söderblom incluye entre comillas, parece tener no sé qué de ironía contra la divina maternidad de la Virgen María.¡Ojala no fuera así! Más, si así fuese, la ironía recaería sobre los orientales, tanto o más que sobre los romanos. Porque suponemos no ignorará el arzobispo de Upsala que la divina maternidad de María fue dogmáticamente definida en el Concilio de Efeso, y que todos los orientales “ortodoxos” llaman ordinariamente “Theotókos” a la Madre de Jesucristo. Dentro del género de equívocos o falsificaciones merece capítulo aparte el uso que hace Söderblom del texto de San Juan (4, 21-24), el único texto bíblico que explícitamente cita el arzobispo luterano. Dice el Divino Maestro hablando con la samaritana: “ La hora viene, cuando ni en Jerusalén, Roma o Constantinopla, en Wittenberg, Ginebra o Canterbury, o Moscou, o Boston, adoraréis al Padre. Más la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad…”. Este texto expresa, según Söderblom, el punto de vista de nuestro Salvador, contrapuesto al punto de vista romano que dice:”Todos adorarán en Roma”.¿Es exacta y legítima esa contraposición?. El texto del Salvador habla evidentemente de Jerusalén y Garizim como de lugar exclusivo de la adoración. Y este mismo sentido le atribuye Söderblom en la paráfrasis geográfica que le intercala. Que, claro está, no quiere decir que en Wittenberg no se adore al Padre en espíritu y verdad, sino que ni siquiera en la cuna del luteranismo está localizada esta adoración. ¡En Upsala también, sin duda, se le adora en espíritu y verdad! Pues bien, para que este espíritu evangélico fuese diametralmente opuesto al punto de vista romano era menester que el Papa dijese que sólo en Roma, en San Juan de Letrán, por ejemplo, y en San Pedro del Vaticano, estaba exclusivamente el lugar en que se había de adorar a Dios. Sólo así sería legítima la contraposición. Ahora bien ¿cuándo ha dicho Pío XI, ni ha dicho jamás ningún Papa semejante atrocidad? Lo que sí dice el Papa, y lo había dicho antes Jesucristo, es que Pedro, y en él sus sucesores, es la piedra fundamental de la Iglesia, es el Pastor Vicario que, con autoridad recibida de Jesucristo ha de pastorear y apacentar todas las ovejas del rebaño de Jesucristo. ¿Y será por ventura algo de eso lo que dijo el Salvador a la Samaritana en el versículo que, no se si intencionalmente, ha omitido Söderblom? Porque dijo el Señor:”Vosotros adoráis lo que no sabéis: nosotros adoramos lo que sabemos: porque la salud viene de los judíos” (San Juan 4,22). Sin que sea Roma el lugar exclusivo de la adoración, bien podría ser que de Roma viniese la salud. Por tanto el auténtico punto de vista romano no está en oposición con el punto de vista de Jesucristo, sino muy en consonancia con él. En suma, que el exégeta luterano al contraponer el texto bíblico, que habla de la universidad topográfica de la adoración, a la pretensión romana, que se refiere a Roma como centro de unión y cabeza de la cristiandad, ha pasado del orden topográfico al orden jurídico o moral. ¿Y es eso legítimo? Ya que de textos bíblicos hablamos, no es licito pasar por alto la alusión equívoca que hace Söderblom a unas palabras de San Pablo. Escribe el Apóstol a los Corintios::”Tenemos este tesoro en vasos de arcilla, para que la eminencia de la fuerza sea de Dios y no de nosotros” (2 Cor. 4-7). Escribe Söderblom:”Nosotros sabemos y conocemos que los métodos de enseñanza y las instituciones de la Iglesia contienen sabiduría divina en vasos de barro”. Basta leer ligeramente el contexto de ambos textos , para convencerse luego que el teólogo sueco desfigura completamente, por no decir que falsifica el pensamiento del Apóstol de los gentiles. Para Söderblom la sabiduría divina, al encerrase en los métodos de enseñanza y en las instituciones de la Iglesia, como en vasos de barro, puede derramarse, desperdiciarse, perder su pureza e integridad. Muy diferente, o, mejor dicho contrario, es el pensamiento de San Pablo. Él reconoce, sin duda, que es un miserable vaso de arcilla, capaz de suyo de echar a perder el tesoro divino en él encerrado; pero sabe también que este tesoro, a pesar de estar encerrado en caso tan frágil y deleznable, nada perderá de su incorrupta integridad. Y precisamente en vasos de barro ha querido encerrar Dios el tesoro de su divina palabra, para que la entereza que ella ha de conservar perpetuamente no pueda atribuirse a los vasos, sino a la eminencia de la fuerza de Dios, que tanto más esplendorosa brillará, cuanto más quebradizos sean los vasos que encierren el tesoro. Vasos de barro, son sin duda, los métodos y enseñanzas y las instituciones de la Iglesia: vasos de barro capaces de suyo de echar a perder la divina palabra; mas que, de hecho, no la han corrompido, como imagina Söderblom, y con él todos los protestantes, sino que, gracia a la eminencia de la virtud divina la han conservado y la conservarán siempre intacta e incontaminada, como enseña San Pablo, y con él todos los católicos. Este punto, de la conservación de la divina palabra en la Iglesia merece que nos detengamos algo más en él. Al trabajar con tanto afán por restablecer la unidad de la Iglesia, supone Söderblom, y suponen todos los protestantes, que la verdadera Iglesia una y única no existe ahora sobre la tierra; y, precisamente porque no existe la quieren ellos restablecer. Dudamos mucho que se hayan dado cuenta los protestantes del gran agravio que con semejante pretensión infieren a Jesucristo. Porque, una de dos: o Jesucristo quiso que su Iglesia fuese una, o no. Si lo quiso, como de hecho lo quiso, y si además le prometió su continua asistencia hasta el fin de los siglos, fuerza es que esta Iglesia una y única exista sobre la tierra, a no ser que Jesucristo haya faltado a su palabra o se haya visto imposibilitado de cumplirla; hipótesis ambas injuriosas a la fidelidad y a la omnipotencia del Hijo de Dios. Y si, por imposible, no lo hubiera querido, entonces ¿a qué empeñarse en dar a la Iglesia una unidad que no hubiera entrado en los planes de su Divino Fundador? Pero, sí, Jesucristo quiso que su Iglesia fuese una; y si lo quiso existe esta Iglesia una sobre la tierra. Por tanto, los que se lamentan y en esto con razón, de no poseer esta unidad dan a entender por el mismo caso que no forman parte de la Iglesia una y única fundada por Jesucristo. Y el remedio, por consiguiente, no está en reunir sobre sí esos miembros disgregados, que ni solo ni juntos formarán jamás la Iglesia una de Jesucristo, sino en que, reconociendo el error de haberse un día separado de la verdadera Iglesia entren de nuevo a formar parte de ella. No es verdad lo que tan categóricamente afirma Söderblom, que “la verdadera Iglesia y sociedad de Cristo no corresponde a ninguna sociedad organizada existente”; que, si así fuera, hubiera perecido miserablemente la obra del divino Fundador; obra a la cual, sin embargo, él había prometido solemnemente su divina asistencia hasta la consumación de los siglos. En conclusión, al partir de un falso supuesto, buscan por caminos errados los protestantes la unidad de la Iglesia; y, al contrario, tiene razón la Encíclica pontificia al señalar el único camino posible para llegar a la suspirada unida de todos los cristianos. Terminemos este capítulo de los equívocos o falsificaciones, señalando la injusticia con que Söderblom condena en bloque la actitud de la Sede romana ante los proyectos de unión que abrigan los disidentes. Dos cosas muy diferentes se encierra en esos proyectos: el deseo de la unidad y el modo concreto de procurarla. El deseo de la unidad, ni ahora ni nunca lo ha condenado la Sede romana; en cambio el modo concreto de procurarla que ahora se proponen los protestantes, lo juzga el Papa, y con razón, contrario al Evangelio, y no puede, en consecuencia, aceptarlo o aprobarlo. Supuesta esta distinción, que no es ninguna sutileza escolástica, júzguese con que justicia pudo escribir Söderblom frases como estas: “Cuando en 1926 se reunió en Berna el Comité de la Conferencia de Estocolmo, hubo ciertos rumores de una Bula que estaba preparando el Vaticano contra la unificación de la Cristiandad Evangélica y Ortodoxa”. “La Encíclica emplea, o acaso inventa (¡), dos apelativos (de acatólicos y pancristianos) para los cristianos cuyas aspiraciones condena”. Y así otras. Equívoca es también la divergencia, que varias veces señala Söderbolm, entre el sentir de muchos católicos y el del Romano Pontífice. Esta divergencia es puramente imaginaria. Lo que hay es que antes de hablar el Papa puede haber católicos, y los hay, que yerran en la apreciación de la doctrinas o de los hechos: más, una vez que ha hablado el Papa, todo buen católico acepta dócilmente sus enseñanzas y depone sus yerros, si los tenía. Precisamente para enseñarnos y corregir nuestros yerros ha dispuesto y ordenado Jesucristo el magisterio vivo e infalible del Sucesor de San Pedro. Y, por lo mismo, los protestante, cuando yerran , y yerran, -que no son infalibles-, al rechazar el magisterio infalible de la Iglesia, carecen de medio de corregir sus yerros. Otro equívoco, para terminar. Rechaza el Papa la distinción entre artículos fundamentales y no fundamentales, en el sentido que aquellos hayan de admitirse y éstos puedan rechazarse. Más al negar esta distinción, como contraria a la razón de creer, que es una misma para todos los artículos, no es, como afirma Söderblom de la Encíclica papal, “dar demasiado importancia a dogmas tales como la infalibilidad del Papa, el valor de las sagradas tradiciones como revelaciones divinas…” De los equívocos pasemos a las contradicciones, o, su se quiere, inconsecuencias. + Dicen del genio latino que una de las propiedades más características es la lógica. Sin duda que el exceso de esta tendencia puede a veces degenerar en apriorismos censurables; pero no es menos cierto que su defecto lleva demasiadas veces a la incoherencia y a la aún la contradicción. A los ojos de un latino Söderblom no peca por exceso de lógica, al pronunciar cierta afirmaciones, cuyas consecuencias, sin darse él cuenta, se vuelven contra él. Citaremos algunos ejemplos para muestra. Ya el hecho mismo de buscar ahora los protestantes con tanta ansias la unidad de los cristianos envuelve en si cierta contradicción. ¿No han dicho siempre ellos, y repiten ahora, que la Iglesia de Jesucristo es invisible, y que la unidad en medio de todas las diferencias externas aun doctrinales, hay que buscarla en su existencia invisible? ¿No enseñan ellos que esa unidad invisible es la que quiso dar Jesucristo a su Iglesia, y no la unidad externa de doctrina y de régimen, como pretenden los romanos? Pues, si es esa la unidad que pretendió Jesucristo, y esa unidad ya existe ¿a que buscar ahora otra, externa al fin, y diferente, sino contraria, a la unidad establecida por el divino Fundador de la Iglesia? ¿Es que quieren completar la obra de Jesucristo, cual se nos revela en las divinas Escrituras? Estas incoherencias aparecen de relieve en el siguiente párrafo de Söderblom: “Solamente así (no ocultando las diferencias que existen entre las Iglesias) podía haber esperanzas de alcanzar la unidad, que existía en el mejor y más amplio sentido de la palabra…”. Si ya existía ¿cómo se había de alcanzar? Sin duda que en un sentido existía y en otro se había de alcanzar. Pero reaparece el dilema con toda su fuerza. Porque esta otra unidad que ahora se busca, o es evangélica o no lo es. Si es evangélica, luego hasta ahora las llamadas Iglesias evangélicas no lo han sido íntegramente; y si no es evangélica, luego ahora pretenden mezclar el puro Evangelio con otros elementos no evangélicos, e incurren por el mismo caso en el anatema que ellos lanzan contra los romanos. Sobre este punto capital de la unidad incurre Söderblom en otra inconsecuencia. En medio de sus incoherencias reconoce el primado sueco, y con razón, que las Iglesias evangélicas y ortodoxas carecen de la perfecta unidad que Jesucristo quiso hubiese en su Iglesia. Y si así es, no entendemos con que lógica llama Söderblom a Lutero “el profeta alemán”. Porque Lutero, -y lo mismo puede decirse de Focio y de Enrique VIII y de Calvino-, comenzó su obra evangélica destruyendo la unidad que existía entonces en la Iglesia. ¿Y que credenciales de profeta podían acreditar al que iniciaba su ministerio profético introduciendo en la Iglesia de Jesucristo la división y la disgregación, tan opuestas al Evangelio? ¿Cómo podía ser el puro Evangelio el que así minaba por su base el Evangelio de Jesucristo? Si ahora se lamenta y se condena la falta de unidad, condénese igualmente al que la introdujo en la Iglesia. ¡Lógica! Más incoherente y hasta inconcebible nos parece la condenación que fulmina el arzobispo de Upsala contra las “peligrosas reformas y modernismos” de la Iglesia romana. Que lanzara esa acusación algún oriental “ortodoxo”, aferrado a sus tradiciones, se explicaría de algún modo; pero que un reformado modernista, como lo es Söderblom, declame contra las reformas y modernismos de Roma, raya en lo inverosímil y absurdo. Medice, cura te ipsum, le replicaría el más vulgar sentido común. Recuerde también Söderblom aquella antinomia aparente entre “tradición y mutabilidad”, que él proclamó en 1926 en la Iglesia de San Juan de París. Más dejando el argumento ad hominem, no será inútil recordar aquella declaración que el año pasado hacía la Conferencia de Lausana: que “El Espíritu Santo, guiando a la Iglesia a la verdad integral, puede hacerla capaz de expresar las verdades de la Revelación, bajo formas adicionales, a medida que nuevos problemas lo hagan necesario”. Si esto es así, queda plenamente justificado el proceder de la Iglesia romana al precisar y formular la verdad revelada en dogmas acomodados a las necesidades de los tiempos; y queda por el mismo caso convencida la injusticia y la inconsecuencia con que Söderblom impugna este proceder, reconocido como legítimo en Lausana. El modernismo de Söderblom, que acabamos de recordar, se delata en estas palabras: “Llegará el día en que será una realidad el sueño de Schleiermacher de que las Iglesias encuentren más necesario apartar resultados y tendencias no cristianos dentro de su credo, que luchar una con otra en un engaño farisaico?”. Nadie ignora quien era Schleiermacher y cuán su concepción modernística de su credo cristiano; lo cual, por su vaguedad sentimental, bien merece el nombre de “sueño”, que le da Söderblom. Sólo que el criterio para determinar el contenido del credo cristiano no son los sueños, menos los de filósofo modernista, sino la palabra de Dios. Causa no tanto admiración como hilaridad la acusación de Söderblom contra la Encíclica papal. “La Encíclica, dice, aparta a Roma todavía más enfáticamente del resto de los cristianos, y de una manera que está en abierta contradicción, no sólo con el Evangelio, sino también con las mejores tradiciones de la Iglesia romana antes del ultramontano Concilio Vaticano y todavía más antes del de Trento”. La alusión al primado de jurisdicción, que el Concilio Vaticano reconoció en el Obispo de Roma, es manifiesta en estas palabras. Pero afirmar que el reconocimiento de este primado es contrario a las mejores tradiciones de la Iglesia romana, sobre todo a las anteriores al Concilio de Trento, revela una inconsideración, -pues no podemos achacarlo a ignorancia de la historia en un teólogo de la talla de Söderblom-, que le deja a uno estupefacto. Suponemos no ignora el arzobispo sueco que reclamaron y ejercieron esta autoridad suprema y universal en la Iglesia San Clemente Romano en el siglo I, San Víctor en el II, San Calixto y San Esteban en el III, San Siricio en el IV, San Inocencio I, San Zózimo, San León el Magno y San Gelasio en el V, Pelagio I en el VI, etc.,etc. El Concilio Vaticano no tuvo necesidad de abandonar o contradecir las mejores tradiciones de la Iglesia romana, sino mantenerlas con toda fidelidad. No está, por tanto, la contradicción entre la Encíclica y las antiguas tradiciones de Roma, sino en Söderblom, que elogia y reprueba una misma cosa. Una que parece cuestión de palabras envuelve en sí una gravísima cuestión doctrinal y, lo que hace ahora a nuestro propósito, no está exenta de contradicción. Recordando una reflexión de Zöllner, escribe Söderblom: “Las palabras del Superintendente general (¿porqué no arzobispo?) Zöllner en Lausana están todavía sonando en mis oídos…”. No aprueba Söderblom los escrúpulos de Zöllmer, y de a entender sus preferencias por el título de arzobispo, que él usa, en vez del de Superintendente general que emplea su colega. Este, sin embargo, parece más consecuente consigo, al adoptar un título que es la traducción moderna del nombre bíblico (episkopos) más o menos correspondiente, y que tiene para él la ventaja de diferenciarse de los títulos católicos de obispo y arzobispo. En cambio, el título de arzobispo, herencia de la jerarquía católica medieval de Suecia, y que además no es bíblico, no cuadra muy bien a un luterano, que por añadidura es modernista. Alguna razón, con todo, tiene el primado sueco para preferir el título antiguo y tradicional de arzobispo al de superintendente general, que es de nuevo cuño. Esta razón, más nacional sin duda que personal, es la sucesión apostólica de que se gloría la Iglesia de Suecia. Pero esa razón compromete gravemente la lógica de Söderblom y la de todos los episcopalianos, y también a su modo la de los presbiterianos. Consultemos el Nuevo Testamento, En él está consignada la institución o creación del episcopado apostólico, pero también lo está la institución de primado de Pedro dentro del colegio apostólico, y cierto mucho más clara y categóricamente. Aquellas palabras: “Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…”, “Apacienta mis ovejas”, tienen un énfasis, que no alcanzan aquellas otras :”Como mi Padre me envió, así también yo os envío a vosotros”. Preguntamos ahora: los apóstoles-obispos y Pedro primado ¿habían de tener sucesores de su oficio? Claro está que sí, si la Iglesia había de durar hasta el fin de los siglos y había de conservar la misma estructura que le había dado su divino Fundados. Más aún, es mucho más evidente que Pedro había de tener sucesores en su oficio de piedra fundamental y de Pastor supremo, por ser este un oficio permanente, que no los Apóstoles en su oficio de enviados, que en absoluto pudiera haber sido provisional o transitorio. Por consiguiente, admitir, como lo hacen los episcopalianos, y con ellos Söderblom, sucesores a los apóstoles, y negar al mismo tiempo sucesores a Pedro, es la inconsecuencia o contradicción más calificada. Si se admite jerarquía en la Iglesia, hay que admitirla entera, mejor, tal cual la instituyó Jesucristo. Si Pedro no tiene sucesores, tampoco los han de tener los demás Apóstoles. Pero si hay obispos, sucesores del colegio apostólico, también ha de haber Papa, sucesor de Pedro. Los episcopalianos, con muy poca lógica, se quedan a medio camino. La Iglesia romana, en esto como en lo demás, se muestra mucho más lógica y consecuente. + Otras varias observaciones podrían hacerse sobre la réplica del arzobispo de Upsala. Pero menudean en ella las recriminaciones injustas y los calificativos injuriosos contra la Sede romana; ni faltan tampoco algunos elogios de las “cualidades de la Iglesia papal, que constituyen el asombro de los extraños” y de “la piedad que existe en algunos círculos romanos y la grandeza de varios de los pensadores y pastores de la Iglesia romana”, elogios, no obstante, envueltos en amarga ironía. Más, preferimos no descender a ese terrenos escabroso. Al fin las injurias y las ironías nada prueban, si no es contra el que las emplea. Para nuestro objeto, que es dilucidar la verdad y poner las cosas en su punto, basta y sobra con lo dicho. De lo cual resulta manifiestamente que las afirmaciones gratuitas del doctor luterano no han logrado minar ni sacudir ni descantillas en lo más mínimo la roca inconmovibles sobre que se asienta la Iglesia romana. Toda la teología y todo el arte de la réplica, muy lejos de eclipsarla, no han logrado otra cosa que dar nuevo esplendor a la Encíclica pontificia.+ José M. Bover S.J.