La hegemonía neomarxista es puesta en cuestión. Por Agustín Laje
La desconfiguración del orden político y
económico bipolar tras el fin de la Guerra Fría, llevó a muchos a
predicar el inicio de una nueva etapa en la humanidad signada por la
ausencia de conflictos políticos de significación. “El fin de la
historia” de Francis Fukuyama, el “fin de las ideologías” de Daniel
Bell, son aspectos de ese “fin de la política” del cual se suele quejar
Chantal Mouffe.
La resultante ideológica de este proceso
fue el “gran consenso”, una suerte de tregua entre socialistas y
liberales, en el cual aquéllos aceptaban los postulados básicos de la
economía de mercado mientras que éstos adoptaban postulados básicos del
marxismo cultural, es decir, del igualitarismo llevado a terrenos que
exceden a la actividad económica.
El consenso en cuestión no duró mucho.
La izquierda rápidamente se fue despojando de aquellos elementos del
liberalismo económico que, como medicina amarga, había aceptado,
mientras los sectores liberales, dedicados siempre y casi de manera
excluyente al estudio de la economía, no pudieron ni entender ni —por
añadidura— resistir las dosis de marxismo cultural que habían asimilado.
La resultante ideológica fue, pues, la
configuración de una hegemonía así compuesta: en política se propició el
populismo por sobre el Estado de derecho y el sistema republicano; en
economía se propició el crecimiento desmedido del Estado y la ideología
redistribucionista por sobre el productivismo; en cultura se apuntaló el
proyecto posmoderno del relativismo moral y cultural. Si un solo
término pudiera resumir estos elementos, diríamos que ese término es
“neomarxismo”, en la medida en que es el igualitarismo el común
denominador en cada uno de ellos.
Así las cosas, para la derecha quedarían
atrás por mucho tiempo experiencias como la de la “revolución
neoconservadora”, que fuera definida por Guy Sorman en La revolución conservadora
como un registro especial de la “ideología americana” donde se confiere
importancia y se cree “en la moral, en el éxito, en la patria, y sobre
todo en América. (El conservador) Está persuadido de que el sueño
americano sigue andando, con tal de que el Estado no frene la libre
iniciativa, que la izquierda renuncie a hacer feliz al pueblo a pesar de
él, y que los soviéticos se queden en su casa”.
Esta
revolución, que Sorman estudia en los ’80, pero que nace en 1978, “no
es solamente política —anota el filósofo francés—, es en primer lugar
cultural, moral, económica”. En ese orden. Sus palabras podrían haber
sido escritas este mismo año, 2016, en referencia a la victoria de
Trump, apalancado precisamente por este tipo de ideas que ya estaban, mutatis mutandis, en el espíritu del proyecto de Reagan y los “neocons”.
¿Qué está pasando entonces en el mundo?
Varios hechos nos llevan a pensar en el inicio del fin de la hegemonía
del neomarxismo. O al menos en el inicio de una resistencia sustantiva.
Esto es: un giro del péndulo hacia la derecha.
Por un lado, podemos mencionar la
inesperable victoria de Donald Trump, el “Brexit”, el No a las FARC, la
emergencia de la “AltRight” en Europa, las multitudinarias
movilizaciones contra la ideología de género en Perú, México y Colombia.
Por el otro, tenemos la crisis que ha sufrido y sufre el “socialismo
del Siglo XXI”: el fin del kirchnerismo en Argentina, el impeachment
contra Dilma en Brasil, el No a una nueva reelección de Evo Morales en
Bolivia, los casos de corrupción y el fracaso del “nuevo modelo” de
Bachelet en Chile que la tiene por el subsuelo de popularidad, el caos
social de la Venezuela de Maduro y la muerte del dictador Fidel Castro.
La hegemonía neomarxista, al parecer, ha
sido puesta en cuestión. El problema, acaso, es que la reacción se ha
dado por ahora sólo en la arena política, y de manera espontánea. No hay
de por momento una sistematización intelectual clara que otorgue
sustancia a un nuevo frente que resulte más o menos homogéneo en su
teoría y en su praxis, para enfrentar al marxismo cultural en todos los
ámbitos.
Es
imposible predicar sobre cómo evolucionará la cuestión. Lo que sí me
atrevo a pensar, es que ningún purismo podrá encarnar intelectualmente
la representación de una nueva derecha que emerge en un contexto
completamente distinto del que los puristas —“intelectuales
tradicionales” al decir de Gramsci y por tanto fuera de la historia—
acostumbran a anclar sus banderas.
El nuevo contexto y los múltiples
sujetos de la revolución que el marxismo cultural ha ido creando,
exigirán el diálogo y la simbiosis entre las distintas ramas de aquello
que, a veces de forma poco precisa, identificamos como “derecha”: es
decir, de las distintas doctrinas que abominan del igualitarismo (no
confundir con igualdad) que, como decíamos al inicio, estructura
ideológicamente la hegemonía del marxismo cultural.
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