Publicado Por Revista Cabildo Nº 119
Mes de Noviembre de 2016-3era.Época
NEW AGE
Flavio INFANTE
El timo del ambientalismo
ES un cuadro más o menos repetido por estos días en toda la vastedad de nuestra pampa agrícola: cuadrillas de activistas "verdes" que, salidos del más opresivo e irrespirable laberinto de las urbes, se hincan al frente de las ajenas tranqueras para impedir el ingreso de las fumigadoras a los campos.
Lo hacen, valga aclararlo, cuando la superficie a fumigar se encuentra a una distancia menor al ejido urbano que aquella permitida en las ordenanzas locales, aduciendo que incluso aquellos químicos que cuentan con la certificación de inocuidad para la salud humana -despachada por la Secretaría de Agricultura y Medio Ambiente- serían altamente nocivos para el hombre y contaminantes del suelo.
No vamos a dirimir
cuestiones técnicas, siendo nosotros en esto tan legos como lo son los entusiastas
del ecosistema. Pues lo cierto es que aún entre quienes se suponen competentes
en la materia hay conclusiones encontradas acerca de los efectos de ciertos
productos en el hombre. Simplemente decidimos, por razones de método pero también
de principios, subordinar la cuestión a la única instancia reguladora que puede
admitirse para una discusión cualquiera reducida voluntariamente a los lindes
de la razón natural: la razón, ea ipsa, la consecuencialidad del discurso
fundado en las evidencias primeras.
De acuerdo con esto,
los militantes de la fotosíntesis debieran poder sortear unas cuantas groseras
aporías que se le presentan muy liminarmente a su sistema en el orden práctico.
¿Cómo es posible rechazar con tanto énfasis la presunta contaminación de la
tierra cuando se insiste con los hechos en pro de la contaminación del aire al
emplear el automóvil y los medios públicos de transporte?
Al comprar un paquete
de galletitas con lecitina de soja (como mu
chos de ellos lo hacen
cuando el hambre se lo reclama), ¿no se está acaso fomentando la explotación de
esta leguminosa detestada?
¿Cómo puede (cosa que
ocurre con harta frecuencia) compaginarse el reclamo por los reinos mineral y
vegetal, y a la par reconocer el aborto -que afecta a la especie más empinada
en la escala perfectiva de los seres- como un derecho?
¿Por qué no se deplora
abiertamente la escalada legislativa que mira a liberalizarlo, tratándose de un
asunto muchísimo más urgente que la salvaguarda del humus?
Si se milita en contra
del veneno que afectaría al organismo físico, ¿por qué se tolera el veneno
ideológico que se escancia en las aulas a las conciencias maleables de los niños,
con sus cambios de paradigma ético década tras década, con su infatuado
evolucionismo, con su historicismo soez? Y aunque se llegase a reconocer por
amplio consenso científico la nocividad de los herbicidas para la salud humana,
¿no se advierte que se trata de una práctica agrícola que se le ha impuesto
desde hace décadas a los productores a expensas de la tiranía bursátil y de la
sobrepoblación urbana, y que todo lo que obtendrán estos conatos agroecológicos
es sacar a los productores de su ámbito sin una propuesta viable acerca de cómo
trabajar la tierra de modo de obtener de ésta la supervivencia?
Así, tenemos que los intereses a menudo
afectados no se agotan en los grandes terratenientes, come convendría a una
remozada luche de clases con escenario agreste (de! ambientalismo también puede
decirse, como lo dijo de la ideología de género un obispo español, que es una
"metástasis del marxismo"), sino de pequeñas explotaciones familiares
frecuentemente laboreadas por sus propios dueños.
Pero el dialecticismo
moderno, consumado una y mil veces en tanta guerra prefabricada, no se detendrá
ante la evidencia de sus desatinos. Sabíamos, al fin de cuentas, que estaba
bien lejos del humanismo -en la cruda acepción de los hechos- la exaltación del
hombre: más bien su abyección a impulsos de una arbitrariedad sin orillas,
cumplido el metódico despliegue que va del sub-jetivismo más radical a la
cosificación del otro y de sí mismo.
Paradoja siempre
operante en el coro de la mojigatería progre, que se alarma ante la sola
alusión al Round-up y no se indigna ante los innúmeros atentados contra la verdad
cumplidos en la vastedad del edificio político, empezando por el dogma infecto
de la democracia, trampolín de todos sus ulteriores atropellos. Pero el no
parar mientes (en el contexto incuestionable de la notoria y generalizada merma
de toda conciencia) en que el sorprendente ascenso de la "conciencia ambiental"
podría deberse nomás a una generosa campaña publicitaria subvencionada por el
gran capital, siempre ávido de atomizar las sociedades y de promover banderías
falsas: éste habrá sido el oprobio de tanto activista.
Pues se esgrime el
argumento -verosímil por cierto, pero extrínseco al problema de la composición
química de los herbicidas- de que si el ente público encargado de fiscalizar
estos productos otorga licencia para usarlos, esto ocurre por presión de los
laboratorios.
El problema surge
cuando se comprueba que detrás de innúmeras causas "libertarias" de nuestros
días (legislación del aborto, "matrimonio" homosexual, imposición del
multiculturalismo en Occidente azuzando mareas de refugiados, sanción de leyes
"antidiscriminación", etc.) hay un George Soros que lo financia todo.
Por lo demás, el tic
ecologista, con ser tan propio de nuestros días, tiene un no sé qué de
extemporáneo. Al menos desde el siglo XIX, y aunque la exploración y usufructo
de los bienes de orden físico resultan poco menos que ilimitados (hasta el
átomo entregó sus secretos), la vanagloria de dominio ya pasó holgadamente de
las cosas a las conciencias. Tanto, que la tan invocada noción de
"naturaleza" adolece de una simplificación semántica ni siquiera
suficientemente conocida por quienes la vocean de continuo,
limitándose a significar
algo así como "el conjunto armónico de los seres" o -con uno de esos
tantos neologismos de cuño helénico- "el ecosistema": fuera de
combate, desechada por las artes de la persuasión, quedó la clásica noción de
"naturaleza" como "principio de determinación del ser", y
la causa es que contraría en su raíz los presupuestos mismos del idealismo
moderno, del titanismo desaforado de la res cogitans.
Se nos ofrece,
entonces, el increíble cuadro de que los que encarnan el standard de vida burgués
y desconocen lo que es enterrarse el barro hasta las pantorrillas en cada temporal,
o pisar la escarcha en los crudos amaneceres del invierno, salen a
"marcarle la cancha" al tractorista.
Spengler lo predijo
hace cien años: a medida que las grandes urbes continuaran su acción centrípeta
y la población rural decreciera a instancias de la mecanización de las tareas
agrícolas, se terminaría asistiendo a una puja entre la ciudad y el campo. La
demanda de bienes crecería con la superpoblación y con la irrupción de nuevas
necesidades más o menos inducidas, y el campo se vería sobre exigido para satisfacerlas,
de resultas de lo cual el abismo entre la ciudad y el interior se agigantaría,
dando lugar a dos inconciliables percepciones del mundo. Lo que quizás no
previera el filósofo hiperbóreo era esta manía artificial por lo natural,
culminante en un canon de conducta agrícola redactado entre los rascacielos e
impuesto por tenderos y oficinistas a quienes andan entre los corrales.
No se nos oculta que
la cultura rural está más que moribunda, que ya no se vive el tradicionalísimo
gaudeamus de la cosecha, ahora puesta raudamente en las plantas de acopio para
su posterior venta en lejanos e indescifrables destinos. Ni desconocemos que la
yerra ya no convoca al asado con cuero, humeante imán para la confluencia del
vecinerío de varias leguas a la redonda.
Pero hay algo que
todavía perdura en las deslavazadas existencias rurales de hoy día, y que
contrasta con sus contemporáneos hábitos citadinos: las reliquias del sentido
común y del realismo, auspiciados por un medio en el que las estaciones siguen dejando
su impronta y el sol nace y se pone para el cotidiano asombro, en el que
terneros y corderos retozan emulando al oleaje marino y las flores de los
frutales aún desnudos por el invierno se abren como otras tantas miríadas de
ojos. Otro dato, también vivencialmente ajeno a las gentes de ciudad, es el de
la permanencia de cinco, seis y a veces más generaciones en posesión de una
misma porción de tierra. Esta última y muy significativa condición tendría que
ser tenida en cuenta por los apasionados impugnadores del glifosato, cuyo
juicio se encuentra inevitablemente sujeto a la deriva de las sucesivas
rupturas generacionales de los tiempos modernos y que determinan cualquier cosa
menos la permanencia (la solidez) de los principios y la continuidad de la
experiencia de los fundadores a sus descendientes.
Es quizás contra esto
mismo que se sublevan; por insospechada o inconfesable que sea esta motivación
de parte de quienes la ejecutan, los paisanos no dejan de reconocerla, acusando
a sus acusadores de prepotente injerencia. Se trata, con la excusa del veneno,
de la querella de Heráclito con Parménides, de la opción por lo mudable contra
lo firme y asentado. Se trata, al fin, de dos distintas estirpes que, aun con
entrecruzamientos locales y numerosas excepciones, corresponden a dos esferas
típicas e inconciliables de la existencia en este mundo declinante.
Alguien dijo que le
tributaría sus honras al sistema copernicano el día en que éste sea capaz de
inspirar una obra comparable a la Divina Comedia. Nosotros, que no fundamos
esperanzas en la restauración del siglo de las Catedrales y las Sumas antes de
la Parusía, no le pedimos a nuestro tiempo nada de extraordinario: apenas que
nos conceda asistir a la belleza de unas sencillas y bien calibradas coplas, a
una pintura que no renuncie al imperio de la representación y de la inteligibilidad,
a una arquitectura que no se agote en veleidades soñadas por autómatas sino que
trasunte la profunda bondad del orden, que refleje la primacía arquitectural de
la sustancia sobre los accidentes, del ser sobre el devenir. Porque con la visión
copernicana -valga la generalización compulsiva del término- lo que nos separa
es una cuestión de perspectivas.
No descubrimos nada
nuevo al afirmar que el gobierno irracional y despótico del mundo se deriva por
consecuencia inevitable de un cambio de orientación de la vida a partir de la
ruptura protestante, que liberó a las concupiscencias por el recurso al puro
extrincecismo de la justificación y por una antropología deprimente, haciendo
del hombre sólo un ser que no puede aspira a perfección, sino incluso un mero
haz de pasiones y de apetitos.
"Así lo quiero,
así lo ordeno que la voluntad sirva de razón" clamó un atormentado Lutero;
programas semejantes hemos escuchado en boca de los ambientalistas que
declinaban el recurso a la razón por ser ésta "patrimonio de los poderosos"
(sic). Si no fuera demasiado cínico, el pensiero débale preconizado por Vattimo
tendría que ser asumido como premisa de auto justificación por historiadores,
psicólogos y demás mercaderes hodiernos de las ciencias del hombre desde le
primera página de sus obras.
En estos días de furor
por los tatuajes, tendrían que grabarse en las frentes la declaración de débil pensamiento
para advertencia de quienes todavía recurren al olvidado instrumento de la
razón.
Éste es -testigo la
obra aniquilante de la Revolución contracultural- el espíritu en el que la
tardía modernidad forma a aquellos de sus hijos que devendrán sus propios fiscales,
haciendo -¡paradoja desopilante!- de la autofagia un medio privilegiado de
conservación. •