Aguantar y rezar. Por Vicente Massot
Como nunca antes, se echa de ver ahora
—en medio de una crisis incesante y cuando faltan menos de doce meses
para substanciar las PASO— que el de Cambiemos es, claramente, un
gobierno de transición. Contra lo que pudieron creer sus responsables al
entrar a Balcarce 50 —o incluso después de conocidos los resultados de
las elecciones legislativas del año pasado— las cosas no han seguido el
rumbo que ellos imaginaron. Por de pronto, el nuevo escenario pone al
descubierto hasta dónde las aspiraciones de máxima del Pro y sus aliados
debieron ser archivadas en beneficio de poder llegar —aunque
cascoteados— al final del mandato para el que fue electo Mauricio Macri.
Esto por un lado. Por el otro, nadie podría a esta altura del partido
contestar con certeza la siguiente pregunta: ¿transición hacia qué
lugar? ¿Acaso representa la experiencia macrista un punto intermedio
entre dos peronismos? ¿Será quizás el inicio de una etapa refundacional
de la Argentina? ¿Terminará su gestión con brío? ¿O sin pena ni gloria?
Incógnitas que el curso ulterior de los acontecimientos develará.
Hasta el pasado mes de diciembre la
euforia oficialista era contagiosa y los planes que se trazaban en la
Casa Rosada tenían como base la certeza de una reelección que parecía al
alcance de la mano. Las conjeturas acerca de cuál resultaba el mejor
camino a seguir tenían un fundamento inconmovible: la continuidad hasta
2023. Podían discutirse muchas cosas sobre la acción de gobierno,
cobijados como estaban los macristas en la certeza de que el futuro
les pertenecía. Todo eso ha pasado a mejor vida, enterrado por el
terremoto cambiario y el final del gradualismo.
La consiga de la hora, atada a la
necesidad imperiosa de llegar, no es otra más que hacer los deberes con
el Fondo Monetario Internacional y conseguir que la mayoría de los
gobernadores peronistas respalden, en tiempo y forma, el proyecto de
Presupuesto que en septiembre el oficialismo presentará en el Congreso
Nacional. Aún si lograse asumir y consumar con éxito estos dos desafíos,
el triunfo en los comicios del año próximo no estaría asegurado. El
cumplimiento de las metas pactadas con el FMI y el consenso con los
jefes de estados provinciales afiliados al PJ tradicional son sólo
condiciones necesarias —nunca suficientes— para encarar el proceso
electoral con posibilidades de éxito.
En punto a las mencionadas asignaciones
pendientes, Cambiemos arrastra una ventaja y varias desventajas. En
primera instancia el organismo presidido por Christine Lagarde ha dejado
entrever su buena voluntad al momento de auditar los números que le
presente Nicolás Dujovne. No supone lo anterior que resulte
condescendiente, cualquiera que sea el resultado del ajuste argentino.
Pero casi podría asegurarse que si la inflación superase la cota de 35 %
y el uso de las reservas fuera superior al que exige el memorándum de
entendimiento, igual la administración macrista no sería aplazada y
condenada a rendir examen en marzo. Sólo el capítulo del déficit fiscal,
en los términos pactados, resulta indiscutible. Si el gobierno no fuese
capaz de reducirlo en 1,4 puntos porcentuales, enfrentaría problemas
serios. Para lo demás —el precio del dólar, la caída de la actividad
económica y el proceso de cancelación de letras— siempre habrá
tolerancia.
Es
en razón de lo expresado antes que cobra una importancia casi
excluyente cuanto suceda en la negociación entre el macrismo y las
bancadas peronistas en las dos cámaras, como también la que —por cuerda
separada— se lleva adelante con los mandatarios provinciales. Marcos
Peña, Rogelio Frigerio y Emilio Monzó —cada uno en su respectivo lugar—
tienen la responsabilidad de formalizar el acuerdo no sólo con aquellas
tribus justicialistas sino también con el Frente Renovador massista, que
ha vuelto a tener un peso sustancial dadas las limitaciones
legislativas de Cambiemos.
En la Casa Rosada saben que repetir el
Presupuesto 2018, si no lograse conciliar posiciones con el arco
opositor, tendría efectos funestos. Los mercados —donde reina marcado
escepticismo respecto de la capacidad macrista para hacer frente a la
crisis desatada en abril— confirmarían sus sospechas. De su lado, en el
Fondo Monetario caería como una bomba. Lo expresado no resulta un
secreto para ninguno de los actores involucrados. Lo saben Macri, Sergio
Massa, las diferentes capilias pejotistas y —claro está— el
kirchnerismo, siempre deseoso de ponerle palos en la rueda al gobierno.
Consciente de que no se halla en
condiciones de adelantar unas exigencias que erizasen la piel de los
estados en manos del PJ, la posición inicial de Cambiemos —de que el
ajuste de $ 300000 MM lo asumiesen por partes iguales el Poder Ejecutivo
y las provincias— quedó descartada. De ahí que el poder central haya
ofrecido hacerse cargo de dos tercios, cargando sobre las espaldas del
interior del país el tercio restante. Sin presupuesto, la magnitud del
ajuste se transformaría en una expresión de deseo y la relación con el
FMI entraría en un cono de sombra. De ahí a que la crisis financiera
deviniese de gobernabilidad, habría un paso.
El
único plan de la administración macrista es aguantar los sopapos de la
realidad de día y rezar con fervor de noche. Con pocas ideas, un margen
muy acotado para actuar, no poca soberbia y a la rastra de los
acontecimientos, Mauricio Macri hace lo que puede con el único propósito
de mantener el barco que comanda a flote. Lo cual, demás está decirlo,
es bien difícil. Cuando no levanta olas Turquía, se encrespa el mar en
Brasil. Dependiente en grado extremo de factores externos que no
controla, solo tiene a su favor la convicción del FMI de que es menester
prestarle ayuda a la Argentina. Pero ni aún esa predisposición del
organismo de crédito —tan diferente de la de 2011— alcanza a tapar los
agujeros por donde entra el agua a torrentes.
De aquí y hasta mediados del año
entrante habrá que esperar, por parte del Ministerio de Hacienda y del
Banco Central, parches con el objeto de bajar el déficit y tratar de que
al mismo tiempo descienda el riesgo país. Nada más. Es posible que ello
alcance si sólo se apunta a completar el mandato. Debería producirse
una verdadera catástrofe para que Macri tuviera que subirse al
helicóptero y abandonar a las apuradas— como en su oportunidad ocurrió
con Fernando De la Rúa— la Casa Rosada.
Aunque parezca descabellado decirlo, una
tasa de interés a fin de año de alrededor de 40 %, un dólar que se
mantuviese en la banda de entre $ 35 y $ 40, y el riesgo país clavado en
700 puntos representaría un combo que el gobierno firmaría hoy sin que
le temblase la mano. En otras circunstancias, cabría considerar a los
números arriba señalados de catastróficos. Metido, como se halla el
país, en el vórtice de un huracán, serían aceptables en tanto y en
cuanto el FMI y el gobierno de Donald Trump no le soltasen a Macri la
mano. Nada hace prever que ello vaya a ocurrir, aunque la vulnerabilidad
argentina es tan grande y el grado de desconfianza en el peso resulta
de tal magnitud, que nadie está en condiciones de asegurar nada. Los
papeles se le han quemado hace rato al oficialismo que se llevaba, seis
meses atrás, el mundo por delante y hoy corre desesperado tras unos
hechos que no le dan tregua. Es mejor que Macri siga rezando.
A veces los milagros se producen.
A veces los milagros se producen.