sábado, 1 de septiembre de 2018

Aguantar y rezar.


Aguantar y rezar. Por Vicente Massot

Como nunca antes, se echa de ver ahora —en medio de una crisis incesante y cuando faltan menos de doce meses para substanciar las PASO— que el de Cambiemos es, claramente, un gobierno de transición. Contra lo que pudieron creer sus responsables al entrar a Balcarce 50 —o incluso después de conocidos los resultados de las elecciones legislativas del año pasado— las cosas no han seguido el rumbo que ellos imaginaron. Por de pronto, el nuevo escenario pone al descubierto hasta dónde las aspiraciones de máxima del Pro y sus aliados debieron ser archivadas en beneficio de poder llegar —aunque cascoteados— al final del mandato para el que fue electo Mauricio Macri. Esto por un lado. Por el otro, nadie podría a esta altura del partido contestar con certeza la siguiente pregunta: ¿transición hacia qué lugar? ¿Acaso representa la experiencia macrista un punto intermedio entre dos peronismos? ¿Será quizás el inicio de una etapa refundacional de la Argentina? ¿Terminará su gestión con brío? ¿O sin pena ni gloria? Incógnitas que el curso ulterior de los acontecimientos develará.


Hasta el pasado mes de diciembre la euforia oficialista era contagiosa y los planes que se trazaban en la Casa Rosada tenían como base la certeza de una reelección que parecía al alcance de la mano. Las conjeturas acerca de cuál resultaba el mejor camino a seguir tenían un fundamento inconmovible: la continuidad hasta 2023. Podían discutirse muchas cosas sobre la acción de gobierno, cobijados como estaban los macristas en la certeza de que el futuro les pertenecía. Todo eso ha pasado a mejor vida, enterrado por el terremoto cambiario y el final del gradualismo.
La consiga de la hora, atada a la necesidad imperiosa de llegar, no es otra más que hacer los deberes con el Fondo Monetario Internacional y conseguir que la mayoría de los gobernadores peronistas respalden, en tiempo y forma, el proyecto de Presupuesto que en septiembre el oficialismo presentará en el Congreso Nacional. Aún si lograse asumir y consumar con éxito estos dos desafíos, el triunfo en los comicios del año próximo no estaría asegurado. El cumplimiento de las metas pactadas con el FMI y el consenso con los jefes de estados provinciales afiliados al PJ tradicional son sólo condiciones necesarias —nunca suficientes— para encarar el proceso electoral con posibilidades de éxito.
En punto a las mencionadas asignaciones pendientes, Cambiemos arrastra una ventaja y varias desventajas. En primera instancia el organismo presidido por Christine Lagarde ha dejado entrever su buena voluntad al momento de auditar los números que le presente Nicolás Dujovne. No supone lo anterior que resulte condescendiente, cualquiera que sea el resultado del ajuste argentino. Pero casi podría asegurarse que si la inflación superase la cota de 35 % y el uso de las reservas fuera superior al que exige el memorándum de entendimiento, igual la administración macrista no sería aplazada y condenada a rendir examen en marzo. Sólo el capítulo del déficit fiscal, en los términos pactados, resulta indiscutible. Si el gobierno no fuese capaz de reducirlo en 1,4 puntos porcentuales, enfrentaría problemas serios. Para lo demás —el precio del dólar, la caída de la actividad económica y el proceso de cancelación de letras— siempre habrá tolerancia.
Es en razón de lo expresado antes que cobra una importancia casi excluyente cuanto suceda en la negociación entre el macrismo y las bancadas peronistas en las dos cámaras, como también la que —por cuerda separada— se lleva adelante con los mandatarios provinciales. Marcos Peña, Rogelio Frigerio y Emilio Monzó —cada uno en su respectivo lugar— tienen la responsabilidad de formalizar el acuerdo no sólo con aquellas tribus justicialistas sino también con el Frente Renovador massista, que ha vuelto a tener un peso sustancial dadas las limitaciones legislativas de Cambiemos.
En la Casa Rosada saben que repetir el Presupuesto 2018, si no lograse conciliar posiciones con el arco opositor, tendría efectos funestos. Los mercados —donde reina marcado escepticismo respecto de la capacidad macrista para hacer frente a la crisis desatada en abril— confirmarían sus sospechas. De su lado, en el Fondo Monetario caería como una bomba. Lo expresado no resulta un secreto para ninguno de los actores involucrados. Lo saben Macri, Sergio Massa, las diferentes capilias pejotistas y —claro está— el kirchnerismo, siempre deseoso de ponerle palos en la rueda al gobierno.
Consciente de que no se halla en condiciones de adelantar unas exigencias que erizasen la piel de los estados en manos del PJ, la posición inicial de Cambiemos —de que el ajuste de $ 300000 MM lo asumiesen por partes iguales el Poder Ejecutivo y las provincias— quedó descartada. De ahí que el poder central haya ofrecido hacerse cargo de dos tercios, cargando sobre las espaldas del interior del país el tercio restante. Sin presupuesto, la magnitud del ajuste se transformaría en una expresión de deseo y la relación con el FMI entraría en un cono de sombra. De ahí a que la crisis financiera deviniese de gobernabilidad, habría un paso.
El único plan de la administración macrista es aguantar los sopapos de la realidad de día y rezar con fervor de noche. Con pocas ideas, un margen muy acotado para actuar, no poca soberbia y a la rastra de los acontecimientos, Mauricio Macri hace lo que puede con el único propósito de mantener el barco que comanda a flote. Lo cual, demás está decirlo, es bien difícil. Cuando no levanta olas Turquía, se encrespa el mar en Brasil. Dependiente en grado extremo de factores externos que no controla, solo tiene a su favor la convicción del FMI de que es menester prestarle ayuda a la Argentina. Pero ni aún esa predisposición del organismo de crédito —tan diferente de la de 2011— alcanza a tapar los agujeros por donde entra el agua a torrentes.
De aquí y hasta mediados del año entrante habrá que esperar, por parte del Ministerio de Hacienda y del Banco Central, parches con el objeto de bajar el déficit y tratar de que al mismo tiempo descienda el riesgo país. Nada más. Es posible que ello alcance si sólo se apunta a completar el mandato. Debería producirse una verdadera catástrofe para que Macri tuviera que subirse al helicóptero y abandonar a las apuradas— como en su oportunidad ocurrió con Fernando De la Rúa— la Casa Rosada.
Aunque parezca descabellado decirlo, una tasa de interés a fin de año de alrededor de 40 %, un dólar que se mantuviese en la banda de entre $ 35 y $ 40, y el riesgo país clavado en 700 puntos representaría un combo que el gobierno firmaría hoy sin que le temblase la mano. En otras circunstancias, cabría considerar a los números arriba señalados de catastróficos. Metido, como se halla el país, en el vórtice de un huracán, serían aceptables en tanto y en cuanto el FMI y el gobierno de Donald Trump no le soltasen a Macri la mano. Nada hace prever que ello vaya a ocurrir, aunque la vulnerabilidad argentina es tan grande y el grado de desconfianza en el peso resulta de tal magnitud, que nadie está en condiciones de asegurar nada. Los papeles se le han quemado hace rato al oficialismo que se llevaba, seis meses atrás, el mundo por delante y hoy corre desesperado tras unos hechos que no le dan tregua. Es mejor que Macri siga rezando.
A veces los milagros se producen.