Liderazgo vacante
Esa mitad de la Argentina que ama a su país, y con su trabajo lo
mantiene andando, vuelve a quedar huérfana de representación política
Los acontecimientos de la última semana han tenido, en medio de su
dramatismo, la virtud de entregarnos una certeza: Mauricio Macri no es
la persona indicada para conducir la Argentina hacia la tercera década
del siglo. Para el PRO y Cambiemos esa certidumbre habrá de traducirse
seguramente en un agitado debate sobre candidaturas con vistas a la
elección presidencial del año próximo. Para los argentinos en general,
mejor dicho para la mitad argentina que trabaja, la comprobación obliga a
una reflexión más necesaria y urgente sobre la calidad de los
liderazgos, reflexión que debería empezar cuanto antes, sencillamente
porque a nuestro desventurado país cada vez le queda menos tiempo: o de
una vez nos hacemos cargo responsablemente de nuestro destino común o no
tendremos destino.
“El país está en emergencia”, dijo el presidente Macri en su esperado
mensaje del lunes. Bien dicho, pero tres años tarde y con la situación
agravada por la incompetencia del mejor equipo de los últimos cincuenta
años que él mismo tuvo el placer de armar. En realidad, el
reconocimiento (tardío) de la emergencia fue el único contenido
sustancial de su exposición, cuyo tono fue más emocional que racional,
como si le estuviera hablando a una audiencia de tontitos; en parte
dirigido contra la fatalidad de los imponderables (“pasaron cosas”), en
parte volcado hacia la victimización (“los cinco peores meses de mi vida
después de mi secuestro”, “me gustaría hacer otras cosas pero no puedo y
no se imaginan cómo sufro por no poder”). “Emocionó Macri hoy”, twiteó
entre hipos el asesor Alejandro Rozitchner.
Más que emocionar, Macri decepcionó. Su gestión no resolvió ningún
problema de fondo, complicó varios, y en el proceso endeudó al país
irresponsablemente. Los tres años que lleva al frente del gobierno
nacional lo mostraron como una persona indecisa e insegura, que armó su
equipo con viejos amigos de los que espera lealtad antes que con
personas capaces en sus respectivas áreas. Su gabinete es penoso,
integrado por personas sin imaginación ni personalidad con excepción de
Patricia Bullrich y Rogelio Frigerio. El presidente ha exhibido además
una preocupante dependencia psicológica respecto del jefe de gabinete,
una figura cuestionada que debió haber sido con toda justicia el fusible
en la presente crisis. En cambio, Macri ha preferido empeñarse él
mismo, como en el lamentable video del minuto y medio o en la
desconcertante decisión de presentarse en público junto a uno de los
empresarios envueltos en los escándalos de corrupción.
Confieso, y los lectores de estas columnas lo saben, que cuando
estalló el escándalo de los cuadernos di por seguro que Macri, si no lo
había inducido al menos lo iba a aprovechar para erguir su alicaída
figura al frente de la lucha contra la corrupción. Hizo exactamente lo
contrario. No es esta clase de liderazgo bipolar, por un lado kamikaze,
por el otro blandito y cobardón, lo que necesita un país que está a
punto de implosionar. Tampoco, convengamos, lo es el liderazgo
burocrático y de vuelo bajo que pueden proporcionar los radicales, que
este fin de semana merodearon vergonzosamente por Olivos, con la
esperanza de rapiñar alguna secretaría o algún ministerio a cambio de su
valioso apoyo. Ni mucho menos el liderazgo oportunista y canallesco de
un peronismo extraviado que un día viva a Menem, otro a Duhalde y el
tercero a los Kirchner, facturando su apoyo y encubriendo la corrupción
de todos a cambio de una participación en las ganancias. No, no es por
ahí. No es esa clase de políticos la que va a sacar a la Argentina del
pantano en que se hunde.
El kirchnerismo, aplicado a la meticulosa ingeniería de robarse todo,
malogró una oportunidad económica, con todos los vientos de cola, como
pocas veces se le presentaron a la Argentina. El macrismo, navegando
entre la incompetencia, la soberbia, el esnobismo y el miedo, malogró
una oportunidad política: por primera vez, en un acto de audacia y
madurez que Cambiemos no supo replicar, contener ni expresar, un partido
no tradicional y pro mercado llegaba al poder en el país por la vía
constitucional. ¿Qué cree el oficialismo que pensarán hoy los que
vencieron sus prejuicios, sus reparos o sus lealtades y se decidieron a
votar a un partido de “los ricos”? ¿Acaso suponen que la subsistencia de
los planes sociales, la imposición de la ideología de género o la
presencia rutinaria de Hebe de Bonafini en la televisión pública le
asegurará algún tipo de simpatía o reconocimiento?
Y, al fin y al cabo, ¿a quién representan los partidos políticos,
incluido el PRO? ¿A qué grupo social, a qué parcialidad programática, a
qué corriente ideológica? La representatividad de los partidos
argentinos es nula, no es casualidad que hayan desaparecido los comités,
las unidades básicas, los ateneos o las casas del pueblo. Los partidos
más bien representan a distintas constelaciones de familias mafiosas,
entre todas las que se disputan el usufructo no solo de los recursos
naturales, sino del territorio mismo y del trabajo de esa mitad de la
Argentina que con su esfuerzo, tenacidad y perseverancia a toda prueba
mantiene más o menos andando lo que de este país queda en pie. En el
mensaje que pronunció el lunes luego de que hablara el presidente, el
ministro Nicolás Dujovne manifestó con todo desparpajo que el gobierno
había decidido por fin emparejar recaudación y gasto, pero no reduciendo
el gasto sino aumentando los impuestos. Describió este saqueo a la
mitad argentina que trabaja como “generación de recursos”.
Más allá de la minoría progresista, ruidosa y activa, en perpetua
demanda de privilegios de todo tipo, y generalmente asociada a las
mafias, que les conceden esos privilegios para encubrir sus tropelías
con una pátina de “responsabilidad social”; más allá de la otra minoría
de marginados y excluidos, hábilmente movilizada por punteros y
“dirigentes sociales” que también saben extorsionar a las mafias para
asegurarles la tranquilidad de las calles; más allá, en definitiva, de
las mafias y sus socios, está esa mitad argentina que trabaja, que ama a
su país, se interesa por su historia y vive sus tradiciones, que
comparte una fe y la custodia en la intimidad de su espíritu, que venera
a sus héroes y honra a sus mártires. Esa mitad de la Argentina no
encuentra una expresión política y un liderazgo que la represente.
Apostó por Cambiemos y ahora comprueba que sus esperanzas se esfuman tan
rápido como sus ahorros en el banco, advierte que una vez más son las
mafias las que resultan favorecidas con todo el embrollo, y reconoce
amargamente que el país que ama para sí y para sus hijos antes que un
hogar acogedor parece cada vez más una casa invadida por okupas.
–Santiago González