El día en que el Papa se enfrentó a los sandinistas
La visita de Juan Pablo II a Managua fue la más dura de su pontificado. Aquel viaje cobra actualidad a la luz de la revuelta contra Ortega
“Cuídense de los falsos profetas. Se presentan con piel de cordero, pero por dentro son lobos feroces”
La
tragedia que vive hoy el pueblo de Nicaragua, enfrentado en la calle al
Gobierno del sandinista Daniel Ortega, con decenas de muertos y
heridos, me ha traído a la memoria la jornada dramática que pude vivir
en Managua el 4 de marzo de 1983, con motivo de la visita a aquel país
del papa polaco Juan Pablo II, al que acompañé en su avión como enviado
especial de este diario. Acuciado por las protestas de una masa de medio
millón de personas, el Papa estuvo en peligro de muerte durante la misa
celebrada al aire libre.
En
Nicaragua, hace ahora 35 años, el Papa fue acusado de ser duro y
conservador tanto con el Gobierno sandinista de Ortega como con la
llamada Iglesia Popular que se nutría de la teología de la liberación,
que Karol Wojtyla ya había condenado en su viaje a México. Al Pontífice,
que había vivido en Polonia la dureza del comunismo soviético, se le
hacía difícil entender que la revolución sandinista fuese entonces del
brazo de la parte más abierta y social de la Iglesia: el sacerdote y
poeta Ernesto Cardenal era entonces el ministro de Cultura.
Juan
Pablo II, que estuvo a punto de eliminar Nicaragua de su viaje a
Centroamérica, llegó a Managua tenso y visiblemente irritado desde que
descendió del avión y se encontró con una gran pancarta que rezaba:
“Bienvenido a la Nicaragua libre gracias a Dios y a la revolución”. A
los pies del avión, en un día de muchísimo calor, le esperaba Daniel
Ortega. Le lanzó un discurso de media hora exaltando su revolución. Al
Papa, protegido del sol por una sombrilla blanca, le corría el sudor por
el rostro ya fruncido.
Y
fue allí, en el aeropuerto, donde el Pontífice protagonizó su primera
protesta visible contra la Iglesia comprometida con la revolución, en
nombre de los pobres, cuando al ir saludando a los miembros de la Junta y
del Gobierno se encontró con Ernesto Cardenal. Yo estaba a su lado.
Cuando
se acercó el Papa, Cardenal hincó una rodilla en el suelo y tomó su
mano para besársela. Juan Pablo II, con su rostro airado, se la retiró. Y
cuando el sacerdote le pidió la bendición, el Papa, señalándolo
amenazador con el índice de su mano derecha, le dijo: “Antes tiene que reconciliarse con la Iglesia”.
El papa Juan Pablo II reprende a Ernesto Cardenal ante Daniel Ortega, en Managua, el 4 de marzo de 1983 |
A
partir de aquella escena, que dio la vuelta al mundo, toda la jornada
estuvo cargada de tensión. El medio millón de personas llegadas de todo
el país para asistir a la misa del Papa, con el viaje costeado por el
Gobierno, tenía orden de aplaudirle durante la misa, dijera lo que
dijera. Así empezó la ceremonia en una tarde que casi acabó en tragedia.
En el altar improvisado estaban en pie los gerifaltes sandinistas junto
a Daniel Ortega.
En la explanada, la multitud empezó a aplaudir al Papa, pero según fueron escuchando el duro discurso contra la revolución y contra la Iglesia, primero se quedó muda y enseguida coreó: “Entre cristianismo y revolución no hay contradicción”, y gritaban: “¡La Iglesia de los pobres!, ¡la Iglesia de los pobres!”. Fuera del discurso oficial, Juan Pablo II llegó a recordar el pasaje del Evangelio de Juan:
“Cuídense de los falsos profetas. Se presentan con piel de cordero, pero por dentro son lobos feroces”
La
multitud ya no dejaba continuar al Pontífice con su discurso. Juan
Pablo II acabó por gritar: “El Papa también quiere hablar”. No le
dejaron.
Vi
cómo aquella masa de gente pobre, llegada para ver y escuchar al
Pontífice tras largas jornadas de viaje a pie o en autobuses precarios,
iba acercándose, empujando, cada vez con mayor fuerza contra las vallas
que los separaban del altar. Ya no escuchaban al Papa, sólo le
increpaban. En vano Wojtyla les decía: “También el Papa quiere la paz”.
Allí
había solo guerra y miedo. Juan Pablo II acabó la misa deprisa y
corriendo. El arzobispo Miguel Obando lo llevó directamente al
aeropuerto para volver a Roma. El chófer narró que el Papa estuvo mudo
durante todo el trayecto. En la explanada de la misa, los miles de
fieles se fueron diseminando dejando atrás una polvareda en una tarde
con una puesta de sol que parecía sangre.
En
el aeropuerto, Daniel Ortega esperaba ya al Papa, que improvisó un duro
discurso en el que le dijo que había pasado por el país sin entender la
tragedia que lo sacudía.
En
la misa, al dirigirse a aquella multitud, el Pontífice les había dicho
polémicamente que quería saludar “a los ricos y a los pobres”. Ortega le
recordó en su despedida que mucha gente fue descalza a su encuentro
porque “la avaricia de los ricos les impedía poder comprarse unas
sandalias”. Y como escribió en aquel momento en una crónica el enviado
especial de EL PAÍS Jesús Ceberio, que estaba también en Managua, Ortega
le recordó al Papa que un grupo de madres cristianas habían ido a la
misa llevando las fotos de sus hijos muertos en defensa de la patria y
que él se había olvidado de bendecirlas.
El
Papa escuchó en silencio a Ortega. No le respondió. Recuerdo que los
periodistas estábamos ya dentro del avión papal. Unos colegas que no
entendían el español me pidieron que les fuera traduciendo las duras
frases improvisadas de Ortega al Papa. Las escucharon incrédulos. El
momento más angustioso fue cuando a Wojtyla le dieron el discurso de
despedida que debía pronunciar en el aeropuerto, escrito días antes en
Roma, y que tras las palabras duras y emocionadas de Ortega, resultaba
patético.
Años
después, Ernesto Cardenal rompió con el sandinismo y criticó a sus
líderes por haberse enriquecido y por haber traicionado los ideales de
la revolución a la que había dado su apoyo la Iglesia de la Liberación.
Y
hoy, el país, ensangrentado, ha salido a la calle contra el Gobierno de
Ortega. ¿Tenía entonces razón el papa Juan Pablo con su condena del
sandinismo y su reprimenda pública a Cardenal? ¿Hubiesen cambiado las
cosas si el Papa en Managua, en aquel momento crítico de la doble
revolución política y religiosa, en vez de citar a los lobos vestidos de
cordero del Evangelio de Juan,
hubiese citado a Isaías cuando anhelaba el día en que “los lobos
pacerán juntos con las ovejas” y “las espadas se convertirán en rejas de
arado?”.
La historia es lo que es y su lectura nunca es fácil. A veces es dolorosa.
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