sábado, 9 de noviembre de 2019

El congreso de los panclastas

viernes, 8 de noviembre de 2019

( Un artículo profético, del “Libro Negro” de G. Papini ).
El congreso de los panclastas
                                                                                                                                     Setebos, 5 de marzo.

El Congreso de los Panclastas –o sea, como explicaba el manifiesto, de los destructores universales estaba fijado para las cinco; pero a mi se me hizo tarde en el campamento de los zíngaros y llegué con una hora de retraso.
Un circo ecuestre que se encontraba allí de paso alojaba al Congreso. Al entrar, bajo las lonas impermeabilizadas, se notaba una confusa hediondez de establo y de matadero.  Los pocos asientos dispuestos en círculo estaban enteramente ocupados por gentes de todos los colores y edades: gentes siniestras y de mirar inquieto; caras de frenéticos contumaces, de epilépticos viciosos, de mujeres torvas y endemoniadas que no podían haber sido nunca niñas. De cuando en cuando se veía una máscara de negro encanecido, de indio color de terracota, de chino viejo sin cejas ni labios.
En el centro de la polvorienta pista se veía un enorme cajón de embalar que hacía de escenario y de tribuna. Cuando yo entré estaba encaramado en él un viejo corpulento que gritaba y gesticulaba, vestido solamente con un camisón de noche que le llegaba hasta los pies.

Esta innoble bufonada –gritaba- tiene que acabar para siempre. No queremos ser estafados y burlados. Nos han prometido la libertad, toda la libertad, y en cambio, somos más esclavos que al principio. Libertad de palabra, libertad de prensa, libertad de reunión, libertad de conciencia todas son libertades parciales y preliminares, libertades homeopáticas, para uso de las minorías burguesas e intelectuales. A nosotros no nos bastan; para nosotros apenas son otra cosa que entremeses en el gran banquete de los hambrientos de la libertad absoluta y total. Bien sabéis que junto a esas briznas de libertad destacan más aún las duras prohibiciones de la moral, las viejas esclavitudes de la ley.

Según nuestra doctrina, es una ofensa a la libertad del hombre cualquier limitación, por mínima que sea a los instintos más naturales, y a los deseos más comunes de nuestra especie. Y vosotros sabéis cuales son los deseos fundamentales del hombre: el de apropiarse de aquello que necesita, aunque pertenezca a otro, el de quitar la vida a los que amenazan nuestros intereses y nuestras satisfacciones; el de poseer a todas las mujeres que nos gusten, vírgenes o casadas. Estos son los instintos secretos y profundos de todos los hombres, de cualquier raza o condición, incluso de los que crean y aplican las leyes, sin exceptuar a los jueces, a los carceleros, y a los verdugos.


Y todavía seguimos sometidos a códigos que prohíben y castigan el robo, la rapiña, el homicidio, el adulterio y el estupro, o sea precisamente aquellos actos que constituyen el verdadero fondo de nuestra naturaleza, aquellos actos que los hombres realizarían con mayor gusto. ¿No es la ley, por tanto, la más desvergonzada violación de la libertad humana? Los animosos que se rebelan contra estas arbitrarias imposiciones son marcados a fuego con el nombre de malhechores, y atrozmente castigados con la prisión o la muerte. ¿Qué champurrean, entonces, hablando de públicas libertades? 
¡Nosotros queremos todas las libertades, y en primer lugar la libertad individual y privada! Una libertad circunscrita por restricciones y prohibiciones no es verdadera libertad sino esclavitud disfrazada por los charlatanes traidores. ¡No seremos libres hasta que sean suprimidos los últimos legisladores, los últimos jueces, los últimos tiranos!

Una explosión de aplausos y de gritos interrumpió en este punto al orador en camisón de dormir:
- ¡Mueran los diputados!       
- ¡Mueran los ministros!
- ¡Mueran los policías!
- ¡Mueran los maestros!
- ¡Mueran los oficiales!
- ¡Mueran los opresores!
- ¡Vivan los anarquistas!

Apenas se hizo un poco de silencio, se oyó tronar la  voz indignada del viejo gordo:

He oído un viva a los anarquistas y no puedo ocultar mi estupor por tanta ingenuidad. Los anarquistas, comparados con nosotros, los panclastas, no son más que vulgarísimos reaccionarios. Estos medrosos cultivadores del compromiso sueñan con una idílica sociedad fundada en la fraternidad y en el amor. También para ellos, como para los tiranos de todos los tiempos, el robo y el asesinato son delitos. Ellos imaginan, ciegos e imbéciles que la supresión de la propiedad privada y la creación de grupos autónomos de obreros pueden transformar los caracteres esenciales y constantes de la naturaleza humana. El hombre, incluso después de la muerte de todos los reyes y de todos los presidentes, continuará siendo lo que hemos dicho: un animal rapaz y libidinoso. Y siempre será verdad la máxima del filósofo inglés: Homo homini lupus; y la definición del filósofo francés: L’homme nést qí un gorille lubrique et feroce. Los anarquistas quieren abolir a los patrones, pero conservan la ley, que es el peor de los titanos. Sólo nosotros, lo destructores universales y consecuentes podemos ser libertadores de la Humanidad. Sólo nosotros proclamaremos los verdaderos derechos del hombre; pero no las vanas palabras de los burgueses franceses del año 1789, sino los concretos y efectivos derechos del hombre, del hombre integral y sincero; el derecho de robar, de matar y de violentar.

Una ovación todavía mayor acogió estas últimas palabras. Pero enseguida saltó sobre el cajón de embalaje que servía de tribuna una mujer, casi como un tigre en el momento de atacar, desgreñada, vestida de negros harapos, que comenzó a vociferar furiosamente, a pesar del tumulto que ahogaba sus palabras. Era pálida y delgadísima con los ojos de bruja clavados en el fondo de sus orbitas de calavera. Apenas se aquietó el huracán de los aplausos, la mujer consiguió que se oyera su voz.
 -
Me parece que el compañero Cerdial no ha insistido suficientemente acerca de la libertad de nosotras, las mujeres. Ha dicho cosas verdaderas, pero él es un hombre y su mentalidad demasiado masculina. Ha defendido el derecho de los hombres a poseer todas las mujeres  que le agraden, pero no ha dicho ni una palabra sobre el derecho de las mujeres para hacerse poseer por todos los hombres que ellas deseen. A despecho de las religiones, de las morales y de las leyes, es necesario reconocer que los machos ejercitan ya ese justo derecho, aunque sea recurriendo a expedientes y comedias de todas clases. Pero para nosotras, las mujeres, esta libertad es mucho más difícil y peligrosa. Las prostitutas tienen, por ejemplo, que aceptar a todo cliente que las pague, aunque sea repulsivo, y en cambio están obligadas a pagar al hombre que les gusta. Las muchachas no pueden elegir más que un marido; las esposas no consiguen tener, habitualmente, más de tres o cuatro amantes, y esto a precio de muchos subterfugios y a menudo a riesgo de perder la vida. ¿Y las viejas, las feas no deben tener acaso el derecho a las satisfacciones eróticas exigidas por la naturaleza? Esta condición de inferioridad debe terminar, y si triunfamos, terminará. Junto a los derechos del Hombre, claramente proclamados por el camarada Cerdial, nosotros invocamos una Declaración de los Derechos de la Mujer. Y estos derechos son también tres: derecho al libre abrazo; derecho a la infelicidad cotidiana; y derecho al aborto.

Las numerosas bizcas y truculentas que había en la asamblea se pusieron en pie como una sola y se apretujaron alrededor del estrado, gritando, riendo e intentando estrechar la mano de la valerosa interprete de su pensamiento.

Aproveché aquel tumulto de mujerzuelas desenfrenadas para escurrirme, sin que me vieran, por la puerta de lona del circo. Sabía ya demasiado bien lo que pretendían los Panclastas y no me sentía muy seguro en  medio de aquello locos sueltos. *

Comentario nacionalista: Los liberales limitan su libertad exclusivamente por la ley positiva. Pero aun ésta la soslayan tomando la precaución de evitar las sanciones correspondientes por transgredirla. Aunque este recaudo no tiene mayor importancia, pues son ellos los que decretan las leyes, y dominan la `Justicia’ de acuerdo a su conveniencia. Así es la ´moral´ liberal, y por ella se rigen. Moral que aceptada en sus últimas consecuencias resulta ser la ideología de los panclastas, los destructores universales. En definitiva: el liberalismo conduce al más allá del libertinaje anarquista.

En el ‘Libro Negro´’ G. Papini escribió lo que en su época parecía una fantasía, pero que hoy es una tremenda realidad: la revolución organizada por seres semejantes a los Panclastas; imperialistas que gobiernan despóticamente para dominar el mundo, careciendo absolutamente de límites morales. Usando un odio satánico contra todo lo que existe; contra la Creación; contra la ley divina primeramente, pero barriendo también la ley natural. Destruir, aniquilar, trastocar. Con un poco de imaginación comprobamos que la descripción imaginada por Gog, el personaje de este cuento, cuadran perfectamente con los sucesos políticos contemporáneos.

Ahora bien ¿Todos los liberales podrían llegar a ser panclastas? De ninguna manera; sólo los poderosos pueden serlo;  ellos son los que dominarían el mundo bajo una oligarquía del dinero, de la raza, o bajo el mando del esperado  mesías guerrero y despótico. ¿Qué límites tiene el liberalismo para los poderosos? Prácticamente ninguno. Con este criterio, los poderosos y adinerados, los judeo/calvinistas predestinados que gobiernan en el nombre de ‘Jehová’, hacen y deshacen a su antojo; bullendo en sus mentes perversas los principios de los panclastas: ¡la destrucción universal de la moral y de las conciencias!

Lograrán así que sólo sobrevivan en la esclavitud países y personas bajo su férrea tiranía. Mientras los pueblos y los gobiernos sometidos deben respetar las leyes, pues para ellos se hacen.  El panclasta, es el único hombre libre; el resto son esclavos, que gozan de la ilimitada libertad de drogarse; con drogas y con las mentiras de la TV; y con la ridícula libertad de votar; trocándose en una manada de sojuzgados que viven y trabajan para los panclastas. En Canadá y Holanda, por ejemplo, la vergonzosa perversión moral está transformando a la gente en reales esclavos de los panclastas. +