P. JUAN CARLOS CERIANI: EN LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
Alegrémonos
todos en el Señor, al celebrar la fiesta de Todos los Santos. De esta
solemnidad se alegran también los Ángeles y alaban todos juntos al Hijo
de Dios. Así reza el Introito de la Misa de hoy.
Cantemos también nosotros jubilosamente y alabemos con los Ángeles al Rey de todos los Santos, a Cristo, al Señor, al Redentor.
Hoy
es la fiesta de todos, pues nosotros formamos una misma comunidad con
nuestros dichosos hermanos del Cielo, formamos con ellos el Cuerpo
Místico de Cristo.
Los Bienaventurados… Todos se han salvado, y ahora glorifican al Señor. En efecto, Nada les falta a los que temen al Señor. A los que buscan a Dios, nunca les faltará ningún bien, dice el Gradual.
Poseen a Dios y, en Dios, poseen la plenitud de todos los bienes. En Él están siempre saciados, son eternamente felices.
Alegrémonos
con nuestros hermanos salvados, y felicitémosles por haber logrado
alcanzar felizmente su fin. Pensemos que también nosotros hemos sido
creados para el Cielo.
El camino por el que ellos se dirigieron, y llegaron a su fin es el camino del Sermón de la montaña, del Evangelio de las ocho Bienaventuranzas, que la Misa de hoy tiene como Evangelio propio.
El reino de los cielos padece violencia, y sólo los violentos, los esforzados, logran arrebatarlo… El que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome todos los días su cruz y, después, sígame, así nos amonesta y exhorta Nuestro Señor.
El
que crea que puede arrebatar el Cielo sin hacerse violencia, sin
vencerse a sí mismo y sin morir todos los días a su propia voluntad, es
un iluso.
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En el Cielo sólo pueden penetrar los pobres de espíritu, los que se desprenden de todo lo que no es Dios.
Sólo pueden penetrar los mansos,
los que sufren con calma todas las injurias e injusticias, los que no
se encolerizan ni devuelven mal por mal, los que devuelven amor por odio
y bien por mal.
Sólo pueden penetrar los que lloran, y renuncian, gustosamente a los vanos placeres y alegrías del mundo y ponen toda su felicidad en solo Dios.
Sólo pueden penetrar los que tienen hambre y sed de Justicia y se esfuerzan con todo empeño en santificarse.
Sólo pueden penetrar los misericordiosos,
los que tienen verdadera compasión de las miserias corporales y
espirituales de sus hermanos y están dispuestos a prestarles su ayuda,
siempre que puedan, por amor de Cristo.
Sólo pueden penetrar los limpios de corazón, los que aborrecen y evitan todo pecado y toda imperfección deliberada, por insignificante que ésta sea.
Sólo pueden penetrar los pacíficos,
lo que ven a Dios y el beneplácito divino en todas las cosas y sucesos
de la vida, los que no se dejan robar la tranquilidad y la serenidad
espiritual por ningún movimiento de las pasiones desordenadas o del
egoísmo.
Son
santos los que padecen, sin culpa, persecución por amor de la justicia y
los que sufren con paciencia el que los injurien y calumnien.
A todos estos se refiere la promesa del Sermón de la montaña: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será muy grande en el cielo”.
En el Cielo están los
que padecieron gran tribulación y lavaron sus vestiduras en la sangre
del Cordero. Por eso ahora estás ante el trono de Dios. Ya no padecerán
más hambre ni sed. El mismo Cordero los apacentará y los conducirá a las
fuentes de las aguas vivas, y Dios enjugará todas las lágrimas de sus
ojos.
Ellos contemplan su rostro y llevan su Nombre escrito en sus frentes.
Dios, el Señor, es su luz y reinarán por los siglos de los siglos.
Realmente,
las almas de los justos están en la mano de Dios. El tormento del
pecado no los tocará. Parecieron morir aquí, en la tierra, a los ojos de
los insensatos; pero viven en la paz del Cielo.
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La fiesta de Todos los Santos es el día del triunfo de la gracia sobre la naturaleza humana corrompida.
Es la apología de la Iglesia, de su actuación, de su historia.
Es el triunfo de la doctrina, de la predicación, de los Sacramentos y del sacerdocio de la Iglesia.
Es,
sobre todo, el triunfo de la santa Eucaristía. Con la fuerza y la
eficacia de la Santa Eucaristía, del Santo Sacrificio y de la Sagrada
Comunión, la Iglesia transformó a los Bienaventurados, convirtiéndolos
de pecadores en Santos.
Con
la fuerza de la Santa Eucaristía recorrieron nuestros hermanos en
Cristo, débiles y pecadores de sí, el camino de las ocho
Bienaventuranzas y, de ese modo, lograron santificarse.
Permanezcamos
también nosotros fieles a la Iglesia, a sus enseñanzas, a su Santo
Sacrificio y a sus Sacramentos. De este modo estaremos en el verdadero
camino del Cielo.
En el Ofertorio de la Santa Misa, contempla hoy la liturgia a los “justos”,
y ve como, cuando ellos vivieron aquí en la tierra y asistieron a la
celebración de los santos misterios, depositaron sobre la patena sus
almas y se hicieron con Cristo una sola ofrenda a Dios: Parecieron morir a los ojos de los insensatos; pero viven en la paz.
Supieron
sacrificarse, en la Santa Misa, con el Señor que se inmola a sí mismo.
Por eso ahora saborean el precioso fruto de su sacrificio: poseen la
paz, la eterna Comunión del Cielo.