FRANCISCO CORRUPTOR
HERMENÉUTICA DE LA CORRUPCIÓN
Fray Gerundio de Tormes
Ya fue olvidada hace tiempo la famosa hermeneútica de la continuidad,
tan popularizada por el anterior Pontífice Benedicto XVI, hoy de nuevo
cardenal Ratzinger (nada de Papa Emérito). En aquellos días no tan
lejanos (pero ya tan distantes…), todavía podía haber alguien que
creyera en tamaña monserga, que pretendía ocultar el enorme abismo
existente entre la doctrina de siempre y las nuevas doctrinas
post-conciliares: en el espíritu sobre todo y también en la letra.
Recién
metido yo en estos menesteres blogeros, inaugurados con el terrible
cambio de aires de la nueva iglesia de Francisco, tuve la ingenuidad de
escribir sobre la hermenéutica de la contradicción.
Llevábamos tres meses de nuevo Pontificado y no nos creíamos lo que
estábamos viendo. Ahora ya estamos curados de espanto y nos quedamos tan
tranquilos cuando escuchamos un disparate homilético, con la seguridad
de que el disparate del día siguiente dejará en mantillas al de hoy. Por
eso creo que, en la evolución de la Divinidad Hegeliana con que nos
andan catequizando, hemos llegado a un nuevo estrato interestelar en el
presente momento de la evolución creadora: la hermeneútica de la corrupción.
Con ella se puede entender todo mucho mejor. Ella nos abre el camino
para comprender los dislates verbales de estos días, así como las
actitudes que les acompañan. Gracias a ella, se puede abordar el nuevo
estilo lingüístico con que se revisten las herejías de hoy. Porque una herejía es una herejía, la diga Agamenón o su porquero.
Siempre que el Papa habla de corrupción, parece que disfruta de lo lindo. No hace mucho dijo que la corrupción es peor que el pecado,
brillante frase con la que mis mentecatos novicios quisieron debatir
conmigo, sin saber los pobres que no pasaba de ser una frase más de
encandilamiento de los oyentes, en ese momento favorables a escuchar
tamaña insensatez. Como los magos de feria:Nada por aquí, nada por allí, la serpiente se levanta al sonido de la flauta.
Señalar
con el dedo a los corruptos es algo muy laudable. Pero hay que llevar
mucho cuidado, porque el dedo puede volverse contra uno mismo. En la
lista de los diversos grados de corrupciones, resulta mucho más
rechazable la de aquello que deberia ser más puro. Ya lo dijeron los
antiguos: Corruptio optimi, pessima:
la corrupción peor, es la de los mejores. O la de los que deberían ser
mejores, claro. Por eso es muchísimo peor la corrupción de las Altas
Magistraturas que las de la gente de a pie. Un disparate, un
contrasentido, un dislate, una herejía… tiene mucho más peligro cuando
la dice alguien que debe velar por la desaparición de las mismas. Y eso
mismo es lo que define la corrupción. Corromper es destruir, alterar la
naturaleza de una cosa, dejar que hieda, que se pudra. Y por eso mismo,
se puede hablar de corromper a la juventud, corromper el lenguaje y
tantas otras cosas que hoy día preocupan a nuestros dirigentes.
Sin embargo, también se puede corromper la doctrina, se puede corromper el catecismo, se puede corromper una verdad inmutable.
Claro que esto no se persigue por la justicia, ni es noticia de primera
página de los diarios. Y tampoco se ve como motivo suficiente para
pedir la dimisión cuando a uno le pillan con las manos en la masa. A lo
mejor, lo que se exije ahora tan contundentemente a los Obispos, se
podría exigir también a los Cardenales de la Curia o a más gente de
arriba, digo yo.
Corromper
de manera sibilina por parte de quien debería cuidar la doctrina, es
mucho peor. No es que sea peor que el pecado, si no que es un pecado.
Porque no hay nada peor que el pecado. Y es un pecado de gran calado. Si
se dijera por ejemplo, que todos vamos al cielo. Todos, Todos, Todos…,
dejando en el aire la doctrina de la condenación eterna, compadreando
con el error, manipulando la verdad, obstruyendo la conversión de los
pecadores, cercenando la necesidad de penitencia… se está corrompiendo a
las almas. Se está escandalizando a los fieles. Y esto, solamente tiene
una respuesta en el Evangelio, que es contundente. Y como fue el mismo
Señor el que la dijo, tiene valor eterno: El
que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le
valiera que le colgaran una piedra de molino y le echaran al mar.
Dejar
que la doctrina se corrompa es pecado, especialmente si el artífice es
quien debería preservar la doctrina de la corrupción. Corromper a las
almas con doctrinas falsas, es pecado. En otros tiempos le habríamos
llamado Alta Traición. Ahora, lo mismo son méritos para el Premio Nobel
de la Paz.
Del blog de Fray Gerundio de Tormes.