Editorial del Nº 110
LA IDIOTA
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER ARTICULOSi de alguna precisión terminológica nos valemos, la palabra idiota tiene la suya, y se remonta a las fuentes lingüísticas de la vieja Hélade. De acuerdo con las mismas, parece ser que el término comenzó designando al sujeto egoísta, en quien los negocios particulares superaban a las preocupaciones por la polis o simplemente por el prójimo. El provecho privado era el centro de sus intereses y el bien común le era ajeno.
El idiota, en suma, resultaba ser un
ignorante de lo esencial y un desdeñador de lo perenne; y resultaba a la par, y
en consecuencia, un espíritu tosco e indocto apegado a las satisfacciones de sí
mismo y al mundillo de lo trivial. Era, además, no propiamente un iletrado,
pero sí un personaje impío cuanto plebeyo. Su peligrosidad —evidente otrora y
ahora— se acentúa y se subraya si por algún arcano el idiota pasara a ocupar
funciones o cargos de pública responsabilidad.
Encabalgada
en la semántica, la
psicopatología hizo lo suyo, llamando idiota al que padece un retraso
mental,
con otros tristísimos rasgos asociados: la desmemoria, el enanismo y el
cretinismo, por citar los más desgarradores y también los más
simbólicos. No
hizo falta que el vulgo leyera a los grandes tratadistas de semejante
mal para
aplicar el término a quien popularmente cuadrara, según el sentido
común. Pero
por si acaso todo el mundo creyera saber lo que es un idiota, no está de
más recordar estas precisiones que proceden de la política primero y de
la
ética y la psiquiatría después.
Se hacía necesario el introito, porque
a raíz de que el abyecto Mauricio Macri premiara como personaje destacado de la
cultura a un multimediático degenerado, otro de su misma laya —con diferencia
de crines y de lípidos, conste— ha invitado a un colectivo rasgamiento de
vestiduras aduciendo que se premiaba a la idiotez; y que él —como filósofo
oficial del kirchnerismo— no lo podía permitir sin imprecaciones y vagidos
múltiples. El espectáculo protestatario de José Pablo Feinmann, el
zaparrastroso sofista cristínico, desgranando sus lamentaciones ante el vejamen
al pensamiento que acababa de perpetrarse, compitió en paridad de impudicia con
el bailongo de la gárgola, cuya especialidad convirtió en denostable premiado a
quien hasta ayer nomás era un socio activo y rentable del modelo nacional y
popular. Dos obscenidades confrontaban así su valía, en una puja de testas que
semejan trastes y de glúteos que ofician de mollera.
Lo cierto es que, por el camino trazado
por las nobles etimologías, nada más idiota que este gobierno y la señora que
lo encarna y ejecuta. Hundir a la patria en el flagelo de la inseguridad y de
la indefensión; humillar su señorío económico formando parte activa y lacayuna
del mismo buitrismo que se declama
combatir; perseguir a la fe católica y adulterarla luego en un trasvasamiento
papolátrico oportunista; distorsionar el pasado y envasar al vacío la realidad
presente; enajenar la soberanía política en un alineamiento atroz con el
castro-chavismo; promover la contranatura del modo más insistente y
aborrecible; fomentar la inmoralidad de las costumbres, arrancar los últimos
vestigios del derecho natural y cristiano, propender a la guerra social
continua, abrir las puertas a los delincuentes y encerrar de modo inicuo a los
que combatieron al marxismo, sin más distinciones que las antojadizas
sentencias de jueces serviles; glorificar al terrorismo setentista, trocando en
próceres a los homicidas seriales; todo esto y un larguísimo recuento de
iniquidades que podrían seguirse sin pausas, no constituyen lo peor del kirchnerismo. Lo que es mucho decir.
Lo peor —y he aquí el por qué llamamos
con propiedad, idiota, a quien tamañas ruindades moviliza— es que estas
desventuras públicas ilimitadas corren paralelas al enriquecimiento privado, al
beneficio familiar, a los privilegios parentales, a las prebendas repartidas
entre hijos y entenados, al latrocinio insaciable, al éxtasis de las cajas
fuertes acumuladas en las mansiones del clan, a incontables actos de piratería
consumados para la propia corona: la de la dinastía Kirchner, de la que algún
día, no muy lejano, los verdaderos historiadores usarán inexorablemente como
sinónimo de rapiña, codicia y estafa.
Ya que a los griegos mentamos en el
origen de estas líneas, con los griegos cerremos. Del canto noveno de la “Odisea” es la referencia a los lotófagos, o comedores de loto; un
pueblo desdichado del nordeste africano que por tener al mencionado alimento
como ingesta excluyente había terminado por perder la memoria. Lo peor es que
los hombres de Ulises, a fuer de compartir tan irrecomendable vianda, acabaron
por olvidarse hasta de la misma patria a la que regresaban y del deber del
retorno anhelado; si bien pronto halló el héroe cómo paliar tamaña amnesia, con
la fuerza de su mando justiciero. También Herodoto, en el libro cuarto de sus “Historias”, refiere la existencia de
esta raza dada al olvido y al exilio de la retentiva.
Que no nos suceda lo que a los
lotófagos. Guardemos en la memoria los males de la idiotez hoy dominante y devastadora,
para impedir que se repitan y, si fuera posible, para ponerles bozal y freno.
Guardemos a la par en la memoria todo aquello que merezca ser evocado y
convocado, por la potencia de su espíritu verdadero sin mancilla, y bueno sin
fisuras y bello sin máculas ni arrugas. Entonces, como Ulises y sus navegantes,
hallaremos el camino de regreso que conduce a la patria postergada.
Antonio
Caponnetto