“Saepenumero considerantes”. Sobre la importancia de la apologética histórica
“Saepenumero considerantes”
Breve introducción
El dieciocho de agosto de 1883, con la carta apostólica Saepenumero considerantes
el Papa León XIII concedía amplias facultades para investigar y
consultar los Archivos Secretos Vaticanos y la Biblioteca Vaticana. La
carta, dirigida a los cardenales Hergenrother (prefecto del Archivo
Vaticano), Juan Bautista Pitra, O.S.B. (protector de la Biblioteca Vaticana)
y Antonio De Luca (vicecanciller de la Santa Iglesia Romana), fue
escrita durante los penosos y convulsos momentos en que, la masonería y
el liberalismo italiano intentaban la unificación de Italia al margen y
contra la Fe bimilenaria de su pueblo. Para ello, no sólo se servirían
de las armas, sino también, de la pluma, que suele ser más mortífera que
aquéllas si se la usa certeramente.
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El Papa, sabedor de la importancia de la contra-revolución cultural
que debía librarse, aprovechará la ocasión para plantar los principios
rectores que deben guiar a todo historiador católico que se precie de
serlo.
Ofrecemos aquí, por primera vez (que sepamos), una traducción y adaptación a la lengua española, con breves notas aclaratorias[1].
R.P. Dr. Javier Olivera Ravasi, IVE
Saepenumero considerantes[2]
Carta Apostólica
de Su Santidad
LEÓN PP. XIII
Sobre el estudio de la Historia de la Iglesia,
con ocasión de la apertura de los Archivos Secretos Vaticanos[3]
(Traducción y notas del R.P. Dr. Javier Olivera Ravasi, IVE)
Hemos analizado a menudo cuáles son las
técnicas que utilizan frecuentemente aquellos que quieren convertir a la
Iglesia y al Pontificado romano en un objeto de sospecha y de envidia, y
hemos encontrado que, frecuentemente, los intentos de aquéllos se han
vuelto con gran violencia y astucia contra la historia de la Cristiandad
y especialmente contra aquella parte que se refiere a las acciones de
los Pontífices romanos, más estrictamente ligadas a los sucesos
italianos. Diversos obispos que registraron Nuestras mismas intenciones
se encuentran preocupados no solamente por el pensamiento de los males
que de ellos se derivaban, sino también por el temor de lo que vendrá.
De hecho, quienes dan espacio al odio contra el Pontificado romano, más
que a la verdad de lo hechos, atentan en modo injusto y
contemporáneamente peligroso, contra la memoria de los tiempos pasados
al pintarla de falsos colores y hacerla sierva del nuevo poder en
Italia.
Puesto que a nosotros nos compete, no
solamente alejar las ofensas contra los antiguos derechos de la Iglesia
sino también defender su misma dignidad y decoro de la Sede Apostólica,
queriendo que finalmente la verdad triunfe y que los italianos sepan
dónde en el pasado han recibido los máximos beneficios y desde dónde
deban esperarlos para el futuro, hemos deliberado el transmitiros,
queridos Hijos Nuestros, nuestras decisiones en esta materia tan
relevante, confiándolas a vuestra sabiduría a fin de que sean cumplidas.
Los recuerdos no tergiversados de los
hechos, si se analizan con ánimo tranquilo y sin opiniones prejuiciosas,
por sí mismos defienden espontánea y magníficamente, tanto a la Iglesia
como al Pontificado. En efecto, en ellos donde pueden verse,
hermanadamente, la grandeza y naturaleza de las instituciones
cristianas; entre los arduos combates y las egregias victorias se
observa la fuerza divina y la virtud de la Iglesia; a través del
análisis cierto de los hechos, aparecen con evidencia los grandes
beneficios realizados por los Pontífices máximos a todos los pueblos,
especialmente en aquellas personas, en cuyo seno, la providencia de Dios
colocó la Sede Apostólica[4].
Quienes con toda clase de razonamientos y
esfuerzos, intentaron perseguir al mismo Pontificado, no quisieron
evitar los testimonios históricos de los hechos importantes y, lanzados
con perversidad y astucia, las mismas armas que podrían haber sido
óptimamente utilizadas para rechazar las injurias, fueron usadas para
provocarlas.
Este género de persecución fue practicado principalmente, hace tres siglos, por las Centurias de Magdeburgo[5] quienes, no pudiendo como autores y promotores de nuevas tesis, expugnar las defensas de la doctrina católica, empujaron a la Iglesia hacia las disputas históricas, como a un nuevo combate. Casi todas las escuelas que se habían rebelado contra la antigua doctrina siguieron el ejemplo de las Centurias, entre ellos -lo que es aún más miserable- algunos católicos e italianos.
Con el objetivo de perseguir a la
Iglesia, se analizaron hasta los últimos elementos del pasado,
explorando, uno por uno, cuanto recoveco archivístico existiese; fueron
publicadas historias sin fundamento; invenciones cien veces refutadas y cien veces repetidas.
Los principales lineamientos de la historia fueron removidos o
astutamente interpretados en modo reductivos; con reticencia, fácilmente
fueron dejados de lado los acontecimientos gloriosos y justamente
memorables de la Iglesia, al mismo tiempo que con aspereza, se subrayaba
y exageraba cualquier acto imprudente o menos correcto,
propios de la naturaleza humana de sus integrantes. Creían ellos con
descarada agudeza, que resultaba incluso lícito analizar, los secretos
ocultos de la vida familiar, para arrebatar y difundir los que parecían
más fácilmente motivo de espectáculo y de burla para la multitud siempre
ávida de escándalos.
Entre los Pontífices Máximos, aquellos
cuya virtud brilló, fueron estigmatizados y condenados como
intemperantes, soberbios y déspotas; a aquéllos a quienes no se pudo
sustraer la gloria de las gestas, se los criticó en sus decisiones; mil
veces fue repetida la estúpida tesis de que la Iglesia perjudicó el
desarrollo humano e intelectual de las personas. Una crudelísima red de
maledicencias y de falsas acusaciones fue tejida específicamente contra
el poder temporal de los romanos Pontífices, instituido por designio
divino con el objeto de defender la libertad y el gobierno, y basado en
óptimos fundamentos jurídicos e innumerables y memorables méritos.
Estas maquinaciones también hoy han sido alentadas al punto que podríamos asegurar con fundamento que, la ciencia histórica parece ser una conjura de los hombres contra la verdad.
De hecho, renovadas todas aquellas falsas acusaciones precedentes,
vemos que la mentira se desarrolla audazmente en la actualidad, tanto
entre ponderados volúmenes como en pequeños libros, entre las hojas
volantes de los periódicos y las seductoras invenciones del teatro[6]. Demasiados quieren que el recuerdo mismo de los sucesos pasados sea cómplice de sus ofensas.
Un ejemplo reciente viene desde Sicilia donde –aprovechando la ocasión de un cruento aniversario[7]–
fueron lanzadas contra el nombre de Nuestros predecesores, numerosas
injurias y graves palabras, escritas incluso sobre monumentos
memorables. Lo mismo sucedió poco después, cuando se rindieron públicos
honores a un hombre de la ciudad de Brescia, cuya inteligencia sediciosa
y su ánimo contra la Sede Apostólica, le hicieron famoso[8].
Entonces se volvió a excitar la ira popular y a lanzar contra los
Pontífices Máximos ardientes llamaradas de injurias. Si luego se trató
de conmemorar eventos que devolviesen totalmente los honores a la
Iglesia y en los cuales la luz de la verdad se manifestase, surgieron
toda clase de espinosas calumnias, reduciéndolos y disimulándolos, a fin
que los Pontífices no recibieran ni la menor alabanza ni el menor
mérito posible.
Todavía más grave es que, este modo de
hacer historia ha invadido incluso las escuelas: a menudo, en efecto,
son presentados a los niños libros de texto llenos de falsedad que, una
vez asimilados con la ayuda de la malicia o la superficialidad de los
docentes, llenan de fastidio a las pequeñas almas ante el venerado
pasado, engendrando además, un desprecio por cuanto de más sagrado hay
allí: sus cosas y sus personas. Superados los primeros años de la
escuela, estos peligros se hacen más y más grandes. Y resulta asombroso
cómo a acusaciones de este género, alejadas completamente de la verdad,
aunque se les oponga con fuerza numerosos testimonios, puedan haber sido
tenidas en cuenta por muchos.
Es claro que la historia conserva, para
eterna memoria, los últimos y grandísimos méritos que el Pontificado
romano tiene respecto de Europa y, en particular, respecto de Italia, la
cual recibió, antes que nadie –como era previsible– las más grandes
ventajas y beneficios de la Sede Apostólica. Entre éstos beneficios se
recuerda, antes que nada, que los italianos hayan podido mantenerse
intactos en materia religiosa, a pesar de tantas divisiones: un bien
grandísimo para los pueblos que gozan y se sirven de ella como
solidísima custodia de la prosperidad familiar y pública.
Para dar un ejemplo puntual, ninguno
ignora que, luego del debilitamiento de las tropas romanas, justamente
los Pontífices se opusieron con mayor vigor que cualquiera a las
tremendas incursiones de los bárbaros; gracias a su determinación y a su
tenacidad, se logró –y no sólo una vez– que el suelo italiano se viera
preservado del furor de los enemigos, preservando incluso a la misma
Roma de innecesarios derramamientos de sangre, destrucciones e
incendios. En el atormentado período en que los Emperadores de Oriente
habían volcado sus preocupaciones hacia otra parte, entre tanta
solicitud y miseria, Italia encontró siempre el cuidado de los
Pontífices romanos, cuya demostrada caridad en aquellas calamidades
contribuyó grandemente, junto a otros factores, a constituir el
principado civil del cual –como es de público conocimiento– ha estado
siempre atento a la máxima utilidad general.
En efecto, fue a raíz de que la Sede
Apostólica quiso favorecer todo recto estudio de la sociedad, extender
la eficacia de la propia virtud incluso en materia civil y abrazar
estrechamente los temas de mayor relevancia en las comunidades, es que
ha sido siempre agradecida por la potestad civil, obrando con libertad
ante tantos sucesos. Cuando el sentido del poder movió a Nuestros
Predecesores, a defenderse de los malos deseos de sus enemigos que
buscaban dominarlos, ¿no es acaso verdad que, justo en este modo,
repetidamente evitaron que gran parte de Italia fuese dominada por
potencias extranjeras? Algo similar sucedió recientemente y se encuentra
aún presente en la memoria, cuando la Sede Apostólica no se rindió ante
las armas victoriosas del máximo emperador, solicitando a los reinos
aliados que fuesen restituidos todos los derechos del principado[9].
Ni fue menos ventajoso para los italianos el hecho que, a menudo, los
Pontífices romanos se opusiesen abiertamente a las inicuas voluntades de
los príncipes, y que, mantenida una alianza con las fuerzas asociadas
de Europa, hicieran frente con gran vigor a los violentísimos y
sangrientos ataques de los Turcos.
Dos batallas decisivas, una en el
territorio milanés (Legnano) y otra cerca de las islas Curzolari
(Lepanto), gracias a las cuales fueron vencidos los enemigos de Italia y
de la Cristiandad, fueron combatidas con empeño bajo los auspicios de
la Sede Apostólica. La fuerza y la gloria naval de los italianos
derivaron de las expediciones palestinas (las Cruzadas), movilizadas por
voluntad de los Pontífices; las repúblicas populares (las Comunas)
trajeron leyes, vida y estabilidad gracias a la sabiduría de los
Pontífices. La extraordinaria fama de Italia en los estudios liberales y
en las artes debe agradecérsele también al mérito de la Sede
Apostólica.
La literatura de los romanos y de
los griegos, se hubiese perdido si los Pontífices y los hombres de
Iglesia no hubiesen recogido, como luego de un naufragio, las reliquias
de tan grandes obras. Lo que ha sido realizado en Roma habla con más
fuerza que cualquier otra cosa: los antiguos monumentos conservados
a costa de grandes gastos; los nuevos construidos y adornados con las
obras de los mayores artistas; los museos y las bibliotecas creadas; las
escuelas abiertas para la formación de los jóvenes; las ilustres
universidades instituidas. Por estos motivos, Roma ha logrado tal fama,
al punto de ser considerada por la opinión común, como la madre de las más grandes artes.
Mientras tanta luz se irradia de éstas y
de muchas otras realizaciones, a ninguno se le escapa que definir como
nocivo para Italia al Pontificado en sí, o el poder temporal de los
Pontífices, significa inequívocamente querer mentir sobre una materia
más que evidente. Pésimo propósito es engañar conscientemente y hacer de la historia un veneno homicida:
tanto más reprobable en hombres católicos y más aún si son nacidos en
Italia; la gratitud de sus ánimos, el respeto por la propia religión y
el amor para con la Patria, deberían llevarlos más que a otros, no sólo a
estudiar la verdad sino también a ser sus defensores. Mientras muchos
entre los mismos protestantes, con agudeza de ingenio y equidad de
juicio, han abandonado numerosas convicciones y, empujados por la fuerza
de la verdad, no han dudado en alabar al Pontificado romano como
portador de la civilización y de grandísimas ventajas para los Estados,
es indigno que muchos entre los connacionales continúen afirmando lo
contrario. Aquellos que en las disciplinas históricas aman sobre todo lo
que viene del exterior, siguiendo y elogiando siempre a los más feroces
escritores extranjeros contra las instituciones católicas, juzgan
despreciable a quienes, entre los nuestros, han narrado la historia sin
separar el amor a la Patria y el amor a la Sede Apostólica.
En tanto, apenas se percibe lo dañino
que resulta para la historia la visión mundana de aquellos que,
volcándose a los estudios pretéritos de un modo parcial (como quien
estudia sólo las bajezas humanas) concluirán que la historia no será ya
maestra de la vida ni luz de la verdad, como los antiguos –con buen
tino– dijeron que debía ser, sino, todo lo contrario: una aduladora de
los vicios y promotora de las corrupciones. Esto, sobre todo, ocasiona
un daño entre los más jóvenes, cuyas mentes se verán llenas de locuras y
de prejuicios desviando sus almas de la honestidad y de la modestia. La
historia, en efecto, golpea con grandes seducciones sus apasionadas y
vivaces mentes.
Son sobre todos los adolescentes quienes
abrazan con ardor y mantienen impresa por muchísimo tiempo en el alma,
las imágenes recibidas del pasado y los retratos de aquellos personajes
que la narración les pone delante como si estuviesen vivos. Así,
contaminados desde los primeros años por el veneno, será prácticamente
inútil buscar luego un antídoto. No es, en efecto, una esperanza creíble
que en el futuro, gracias a la edad, se volverán más sabios desechando
aquello que, inicialmente, habían aprendido. La razón es sencilla: en
primer lugar, porque pocos son los que se dedican a estudiar
analíticamente la historia con profunda motivación; en segundo lugar,
porque llegados a la adultez se darán quizás más ocasiones, en la vida
cotidiana, para confirmar los errores, más que para corregirlos.
Por eso es importantísimo contrarrestar
tan grande y actual peligro, dedicándose con empeño a fin de que las
disciplinas históricas, tan nobles como son, no se transformen en una
fuente de grandes males, públicos y privados. Los hombres de bien,
documentados y competentes en estas materias, deben dedicarse con esmero
a escribir textos de historia con el fin preciso de hacer aparecer
aquello que es auténticamente verdadero y de refutar, con doctrina, las
injurias criminales que ya hace demasiado tiempo vienen acumulándose. A
la endeble narración se opongan la fatiga de la investigación y la
reflexión; a la temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a
la ligereza de los prejuicios, la profunda clasificación de los hechos.
Con todo esfuerzo deben ser repudiadas las mentiras e invenciones,
ateniéndose a las fuentes; en la mente de quien escriba esté bien
presente en cada momento, que “la primera ley de la historia es que no se ose decir nada falso, ni esconder nada de la verdad[10]; para que, al escribir, no existan sospechas de partidismo o aversiones”.
Además, es necesaria la compilación de
comentarios para el uso de las escuelas, que puedan describir y valorar
la historia respetando la verdad y sin algún peligro para los
adolescentes. Por este motivo, una vez realizadas las obras de mayor
peso consideradas más confiables por la seguridad de la documentación,
quedará por resumir los argumentos principales y transcribirlos con
claridad y brevedad; un objetivo por cierto difícil, pero que dará grandes frutos, y por ende, será para mérito de los mejores ingenios[11].
Esto, por cierto, no es un campo de
batalla inexplorado y nuevo; la senda ya ha sido marcada por diversos
hombres excelentes a instancias de la Iglesia, quien cultivó con
dedición los estudios históricos desde el inicio, recordando que, según
los antiguos, eran más próximos a las materias sagradas que a las
profanas.
A pesar de las sangrientas tormentas que
se lanzaron desde el principio contra la Cristiandad, muchísimos
documentos y testimonios fueron conservados intactos. Así, cuando
despuntaron los tiempos más serenos, comenzó a desarrollarse en la
Iglesia el estudio de la Historia. Oriente y Occidente vieron en esta
materia los doctos trabajos de Eusebio Panfilio, Teodoreto, Sócrates,
Sozomeno y otros.
Luego de la caída del Imperio Romano,
con la Historia sucedió como con otras nobles disciplinas: no
encontraron otro refugio que los monasterios y no tuvieron prácticamente
otros cultores que los religiosos, tanto que, si los monjes de los
conventos no se hubiesen preocupado por escribir regularmente los
anales, por un gran lapso de tiempo no hubiésemos tenido casi ninguna
noticia de aquello que sucedía en las ciudades. Entre lo más cercanos a
nosotros, es suficiente recordar a dos estudiosos que ninguno ha
superado: Baronio[12] y Muratori[13].
El primero sumó rectitud de ingenio y sutileza de juicio a una
increíble erudición; el segundo, si bien en sus escritos “se encuentran
también pasajes censurables”, sin embargo ilustró los sucesos de la
historia italiana con tanta riqueza de documentos como ningún otro lo
haya hecho antes. Además de éstos, se podrían recordar fácilmente a
muchos otros estudiosos, notables y famosos, entre los cuales querría
citar a Angelo Mai[14], lustre y decoro de vuestro ilustrísimo Colegio.
San Agustín, gran doctor de la Iglesia y primero entre todos, delineó y elaboró la filosofía de la historia[15].
Quienes han venido después de él, no sólo lo han tomado como maestro y
guía sino que, formándose cuidadosamente en sus escritos y sus
meditaciones, han obtenido resultados dignos de mención en este sector.
El error en cambio, ha desviado una y otra vez de la verdad a aquellos
que se han alejado de las huellas de tan gran hombre, porque al analizar
los caminos y los acontecimientos de los Estados no comprendieron las
auténticas causas que regulan los eventos humanos.
Aunque es sabido que siempre la Iglesia
ha adquirido méritos en las disputas históricas, corresponde también
ahora seguir conquistándolos, más aún, porque a estas lides nos impulsa
la exigencia de los tiempos. En efecto, cuando los ataques de los
enemigos continúan lanzándose sobre todo contra la historia, como hemos
dicho, conviene que Ella los afronte con las armas adecuadas,
preparándose con mayor empeño a reducirlos justamente allí donde son más
violentos.
Con este espíritu, en otro momento hemos pensado que Nuestro Archivo[16]
ayudase lo más posible a la religión y al progreso de la ciencia. Hoy,
de la misma manera, disponemos que de Nuestra Biblioteca Vaticana se
traigan los instrumentos para enriquecer los escritos históricos de los
cuales hemos hablado. No hay duda, queridos Hijos Nuestros, que la
autoridad de vuestro rol y la estima de vuestros méritos, inducirán
fácilmente a personajes doctos y expertos en el campo de la
historiografía a unirse a vosotros; a cada uno de ellos, según sus
competencias, podréis confiar correctamente un encargo, en base a
criterios precisos deliberados por Nuestra Autoridad.
Ordenamos que todos aquellos que, junto
con vosotros se empeñen en este trabajo, lo hagan con buenas y nobles
intenciones, y confíen en Nuestra particular benevolencia. Esta
resolución, por la cual esperamos óptimos frutos, es digna de Nuestro
empeño y patrocinio. En efecto, es necesario que la tesis arbitraria ceda frente a la documentación sólidamente argumentada:
los intentos largamente reiterados contra la verdad, serán superados y
vueltos a la nada por la misma verdad, que por momentos podrá ser
oscurecida, pero nunca suprimida.
Esperamos, por lo tanto, que la mayor
cantidad de gente posible se vea estimulada por el deseo de la
investigación de la verdad y, en consecuencia, recurran a válidos
documentos. En efecto, puede decirse que toda la historia proclama que
Dios es quien rige providencialmente los múltiples y perpetuos
movimientos de los mortales, y que Él, incluso contra el querer de los
hombres, la guía para el bien de Su Iglesia. El Pontificado Romano ha
vencido siempre ante las luchas y persecuciones mientras que, sus
oponentes, con la esperanza perdida, han logrado por sí solos, su propia
ruina.
Con la misma claridad la historia
testifica cuál ha sido desde el inicio, el designio divino respecto de
la ciudad de Roma: proporcionar una sede perpetua y un domicilio a los
sucesores del bienaventurado Pedro, para que, desde este centro,
gobernase a toda la Cristiandad sin ser sometida a poder alguno. Ninguno
ha osado oponerse a este designio de la divina providencia sin darse
cuenta, antes o después, de haber emprendido un trabajo inútil.
Tales hechos son tan evidentes que
brillan como si estuviesen colocados sobre un brillante monumento y
confirmados por el testimonio de diecinueve siglos[17].
Tampoco hay que creer que los acontecimientos futuros serán diferentes.
Ahora, en efecto, prevalecen las sectas de los hombres enemigos de Dios
y de su Iglesia, que mandan con hostilidad contra el Pontífice romano,
trayendo la guerra incluso dentro de la misma casa, buscando debilitar
sus fuerzas e intentando reducir el sagrado poder papal al punto tal
que, si fuese posible, querrían destruir el mismo Pontificado. Lo que se
ha cumplido luego de la expugnación de la Orbe[18]
y todo lo que todavía hoy se comete no dejan dudas sobre lo que se
tenían entre manos aquellos que se presentaban como arquitectos y
conductores de la nueva ciudad.
A éstos se unieron, quizás no con el
mismo ánimo, quienes fueron atrapados por el increíble deseo de fundar y
hacer grande la nación. Así creció el número de quienes estaban en
lucha contra la Sede Apostólica y el Pontífice romano, reducido
miserablemente a aquella condición que los católicos concordemente
deploran[19].
Pero, en verdad, a quienes así obran, no les sucederá nada mejor que lo
que ha sucedido antes a quienes tuvieron análogos objetivos y semejante
audacia. Para los italianos, este combate vehemente contra la Sede
Apostólica, llevado delante de manera ofensiva y desconsiderada, es
fuente de graves daños públicos y privados.
Para perturbar los ánimos de la
multitud, se ha dicho incluso que el Pontificado es hostil a los
intereses italianos; pero es justamente lo que hemos dicho antes lo que
refuta suficientemente esta inicua y estúpida acusación. Es públicamente
conocido que el Papado, tanto en el pasado como en el futuro, ha sido y
será una fuente de prosperidad y provecho para el pueblo italiano;
porque esta es, justamente, su constante e inmutable naturaleza: hacer
el bien y propagarlo en todas partes.
Por esto no es una buena decisión, de
parte de aquellos que gobiernan, separar a Italia de esta grandísima
fuente de beneficios; ni es digno de los italianos hacer causa común con
aquellos que tienen como único objetivo la ruina de la Iglesia. Y no es
ni útil ni prudente entrar en guerra contra un poder de cuya eternidad
Dios es garante y la historia testigo; que es venerado por todo el mundo
católico, el cual se preocupa por defenderlo con todos los medios; que
inevitablemente los mismos gobernantes de los Estados reconocen y
sostienen, sobre todo en estos tiempos difíciles, en los cuales parecen
vacilar los fundamentos mismos sobre los cuales se basa la sociedad
humana.
Si todos aquellos que estuviesen
animados por el verdadero amor a la Patria se dieran cuenta de la
verdad, deberían empeñarse al máximo por remover las causas de esta
funesta trama y dar la debida razón a la Iglesia Católica, a quien le
sobran fundadas respuestas y reivindica sus propios derechos.
Por lo demás, nada deseamos más que
imprimir profundamente en el alma de los hombres todo lo que ya hemos
recordado y que ha sido confiado a la memoria de los documentos. Será
vuestra tarea, queridos Hijos Nuestros, dedicaros a este fin, con la
mayor solercia y empeño que podáis, a fin que, vuestra fatiga y la de
aquellos que os ayuden, produzca los mayores frutos.
Con sumo afecto en el Señor, impartimos a vosotros y a todos ellos, la bendición Apostólica, como prenda de protección celestial
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de agosto de 1883, año sexto de Nuestro Pontificado.
LEÓN PP. XIII
[1] El título podría traducirse como “Hemos analizado a menudo…”. Un estudio más completo puede verse en el trabajo de Santiago Casas, León XIII y la apertura del Archivo Secreto Vaticano, Anuario de Historia de la iglesia,12, Navarra 2003, 91-106
(www.unav.es/ihi/curriculum/casas/AHigSantiagoCasas.pdf, consultado el 19/11/2014).
[2] Leonis XIII Pontificis Maximi Acta, III, Romae 1884, pp. 259-273; ASS 16 (1883-1884) 49-57.
[3]
Hemos traducido y adaptado el texto desde la fuente italiana, teniendo
también a la vista los pasajes del original latino (Nota del tr.: R.P.
Dr. Javier Olivera Ravasi, IVE).
[4] Es decir, los Papas.
[5] Bajo este nombre se conoce la primera historia eclesiástica hecha por los protestantes Ecclesiastica historia integram ecclesiae Christi,
aparecida primero en ocho volúmenes en Basilea (1559-74). Abarcó
inicialmente los 13 primeros siglos. El iniciador fue Matias Flacius
Illyricus y sus principales colaboradores fueron el polémico Juan Wigand
(1523-87), Mateo Judex (m. 1564) y Basilio Faber (m. 1576). Todas las
cursivas son nuestras (nota del tr.). Será contra los Centuriadores que el Cardenal Baronio, citado más adelante, emprenderá la ingente tarea historiográfica que se conocerá como los Anales eclesiásticos.
[6] Hoy podríamos agregar aquí tanto a los mass media como internet.
[7]
Alude muy probablemente a ciertos acontecimientos anticlericales
sucedidos con motivo de la conmemoración de las “Vísperas Sicilianas”
(acontecimiento histórico de la matanza de franceses en Sicilia en el año 1282)
en Palermo, el 31 de marzo de 1882; Garibaldi, en esta ocasión, atacaba
duramente al papado calificándolo como enemigo de Italia.
[8]
Alude a Arnaldo de Brescia (1090-1155), asceta y religioso italiano
seguidor de las ideas de Pedro Lombardo, que denunciaba la tenencia de
bienes por parte del clero, al confundir los consejos con los mandatos
evangélicos. San Bernardo de Claraval llegó a pedir su detención ante
los escándalos que desataba entre las masas. Planteaba, además de
algunos errores respecto del Bautismo y la Eucaristía, que la Iglesia
debía someterse a la potestad civil. Fue mandado a ahorcar por Federico
Barbarroja (cfr. Llorca-García Villoslada-Montalbán, Historia de la
Iglesia, BAC, Madrid 1958, 517-525).
[9] Puede que se refiera, aunque no es seguro, a la invasión del Segundo Imperio Francés sobre Lombardía, en 1859.
[10] “Primam esse historiae legem, ne quid falsi dicere audeat, deinde ne quid veri abscondere audeat” (n. 54). La frase es de Cicerón, De oratore 2,15.
[11]
En esto justamente, San Juan Bosco había sido un adelantado al escribir
principalmente textos de Historia Sagrada o de Historia de la Iglesia,
para uso de sus jóvenes.
[12] Cessare Baronio (Sora, 31 de octubre de 1538 – Roma, 30 de junio de 1607) fue un historiador y cardenal italiano, discípulo de San Felipe Neri, cuya obra fundamental son los Annales Ecclesiastici.
[13] Luigi Antonio Muratori (Vignola, 21 de octubre de 1672 – Módena, 23 de enero de 1750) fue un erudito historiador y eclesiástico italiano.
[14] Angelo Mai (7 de marzo de 1782 – 8 de septiembre de 1854) fue un religioso y filólogo italiano; llegó a ser responsable de la Biblioteca Vaticana de Roma.
[15]
San Agustín de Hipona (354-430), obispo y doctor de la Iglesia. León
XIII se refiere aquí a la monumental obra del santo titulada La Ciudad de Dios. Allí se ofrece una verdadera teología de la historia a partir de una frase que, mutatis mutandi,
dice “dos amores crearon dos ciudades… El amor de Dios hasta el
desprecio de sí, la ciudad Dios o la Jerusalén celeste y el amor de sí
hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena, la Babilonia”.
[16] Se refiere a los Archivos Vaticanos.
[17] Se refiere a la ciudad de Roma, cabeza de la Cristiandad y monumento viviente de la cultura cristiana.
[18]
Se refiere a las tropas de Víctor Manuel II que, el 20 de Septiembre de
1870 invadieron Roma durante el pontificado del beato Pío IX. Esta
situación, llamada Cuestión Romana, no cambiará hasta 1929, cuando Benito Mussolini y S.S. Pío XI firmaron los Pactos de Letrán.
[19] Se referiría aquí al ultraje y avasallamiento que la nueva República Italiana había tenido contra el Estado Vaticano.