Es guerra de religión, pero el Papa calla o balbucea
Frente a la ofensiva del islamismo radical la tesis de
Francisco es que “debemos acariciar los conflictos”. Y olvidar
Ratisbona. Con grave daño también para las corrientes reformistas del
Islam.
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ROMA, 21 de noviembre de 2014.- Dentro de pocos días el papa
Francisco se llegará a Turquía, es decir, al corazón de esa nueva guerra
mundial “en pedazos” que él ve que se extiende por todo el mundo.
El califato islámico que se asentó cerca de la frontera turca, entre
Siria e Irak, pulveriza las viejas fronteras geográficas, ya que es
mundial en su esencia. “La marcha triunfante de los mujaheddin llegará
hasta Roma”, proclamó a mitad de noviembre el califa Abu Bakr al
Baghdadi.
Le han declarado obediencia sectores del Islam de Egipto, de Arabia
Saudita, de Yemen, de Argelia y de Libia (que está precisamente frente a
las costas italianas). En Nigeria y en el vecino Camerún el movimiento
Boko Haram ha extendido el califato también al África subsahariana.
Desde Europa y desde Estados Unidos llegan nuevos adeptos.
En la bandera negra del neonato Estado islámico está escrita en
caracteres cúficos la profesión de fe: “No existe ningún Dios más allá
de Alá y Mahoma es su profeta”.
Los cristianos están entre las muchas víctimas de este Islam
puritano, que se define como el único verdadero y quiere arrasar también
con lo que considera las mayores traiciones del Islam originario: la
herejía chiita con epicentro en Irán y el modernismo laicista de la
Turquía de Kermal Atatürk, desde cuyo mausoleo el papa Francisco
comenzará su viaje.
En Racca, la capital de hecho del califato, la ciudad siria de la que
desapareció el jesuita Paolo Dall’Oglio, a las poquísimas familias
cristianas sobrevivientes –15 de 1500 que eran– el nuevo Estado islámico
le ha impuesto la yizia, el impuesto de protección, 535 dólares al año,
una suma desproporcionada, bajo pena de la confiscación de la vivienda y
de sus pertenencias.
En Mosul ya no hay una iglesia donde pueda celebrarse Misa, como no
había acontecido ni siquiera luego de la invasión de los mongoles.
Imposible no reconocer en esto las connotaciones de una “guerra de
religión” llevada al extremo, combatida en nombre de Alá. Es ilusorio
negar la matriz islámica de esta violencia teológica sin límites. Lo ha
escrito inclusive la controlada “Civiltà Cattolica”, salvo después de
ser contradicha por su tremebundo director Antonio Spadaro, el jesuita
que se considera intérprete de Francisco.
Sobre el Islam, la Iglesia Católica balbucea, especialmente a medida que sube de grado.
Los obispos de las diócesis de Medio Oriente piden al mundo una
protección armada eficaz, la que jamás llega. En Roma, el cardenal
Jean-Louis Tauran publica la denuncia más detallada de las atrocidades
del califato y declara interrumpida toda posibilidad de diálogo con los
musulmanes que no extirpan la violencia desde las raíces.
Pero cuando el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin,
habla en Nueva York desde la tribuna de la ONU, como hizo el 29 de
septiembre, y evita cuidadosamente las palabras tabúes “Islam” y
“musulmanes”, paga el obligatorio tributo al mantra que niega la
existencia de ese conflicto de civilizaciones que está a la vista de
todos.
Ciertamente, Parolin eleva la protesta contra la “irresponsable
apatía” demostrada por el Palacio de Cristal. Pero es precisamente a la
ONU que Francisco exige la única decisión legítima sobre cualquier
intervención armada en el teatro medioriental.
El papa Jorge Mario Bergoglio ha restituido a los diplomáticos, en la
curia, ese rol que los dos anteriores pontífices habían opacado. Pero
en definitiva es él en persona quien dicta los tiempos y los modos de la
geopolítica. Más con los silencios que con las palabras.
Se ha callado respecto a los centenares de estudiantes nigerianas
raptadas por Boko Haram. Ha callado sobre la joven madre sudanesa
Meriam, condenada a muerte sólo porque era cristiana y al final liberada
por intervenciones de otros. Calla respecto a la madre paquistaní Asia
Bibi, desde hace cinco años en brazos de la muerte, también ella por
“infiel”, y ni siquiera da respuesta a las dos afligidas cartas escritas
este año por ella, antes y después de la reconfirmación de la condena.
El rabino argentino Abraham Skorka, amigo de Bergoglio desde hace
mucho tiempo, ha dicho haber escuchado de él que “debemos acariciar los
conflictos”.
Con el Islam, incluso con el más teológicamente sanguinario, el Papa
obra de este modo. Jamás llama por su nombre a los responsables. Ha
dicho que deben ser “detenidos”, pero sin explicitar de qué modo. Reza y
hace rezar, como hizo con los dos presidentes israelita y palestino.
Invoca al diálogo a cada paso, pero sobre lo que une y no sobre lo que
divide.
En el año 2006, primero en Ratisbona y luego en Estambul, Benedicto
XVI dijo lo que ningún Papa jamás se había atrevido a afirmar: que la
violencia asociada a la fe es el producto inevitable del frágil vínculo
entre fe y razón en la doctrina musulmana y en su misma comprensión de
Dios.
Y dijo con toda claridad al mundo islámico que éste tenía frente a sí
el mismo desafío epocal que el cristianismo ya había afrontado y
superado: el de “aceptar las verdaderas conquistas de la ilustración,
los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su
ejercicio”.
Desde allí tomó vida ese germen de diálogo islámico-cristiano que
encontró expresión en la “Carta de los 138 sabios” escrita al papa
Joseph Ratzinger por exponentes musulmanes de diversa orientación.
En los días pasados el papa Francisco saludó a algunos de sus
representantes, llegados a Roma para una nueva convocatoria de ese
diálogo. Pero no se habló de esas cuestiones capitales, el germen se
marchitó.
Es que desde hace un milenio que está cerrada en el Islam la “puerta
de la interpretación” y no se puede discutir el Corán si no es corriendo
un gran riesgo, incluso de la vida.
Sandro Magister