lunes, 24 de noviembre de 2014

Es guerra de religión, pero el Papa calla o balbucea

Es guerra de religión, pero el Papa calla o balbucea

noviembre 23, 2014
Por
jpg_1350928
Frente a la ofensiva del islamismo radical la tesis de Francisco es que “debemos acariciar los conflictos”. Y olvidar Ratisbona. Con grave daño también para las corrientes reformistas del Islam.
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER ARTICULO 

ROMA, 21 de noviembre de 2014.- Dentro de pocos días el papa Francisco se llegará a Turquía, es decir, al corazón de esa nueva guerra mundial “en pedazos” que él ve que se extiende por todo el mundo.
El califato islámico que se asentó cerca de la frontera turca, entre Siria e Irak, pulveriza las viejas fronteras geográficas, ya que es mundial en su esencia. “La marcha triunfante de los mujaheddin llegará hasta Roma”, proclamó a mitad de noviembre el califa Abu Bakr al Baghdadi.
Le han declarado obediencia sectores del Islam de Egipto, de Arabia Saudita, de Yemen, de Argelia y de Libia (que está precisamente frente a las costas italianas). En Nigeria y en el vecino Camerún el movimiento Boko Haram ha extendido el califato también al África subsahariana. Desde Europa y desde Estados Unidos llegan nuevos adeptos.
En la bandera negra del neonato Estado islámico está escrita en caracteres cúficos la profesión de fe: “No existe ningún Dios más allá de Alá y Mahoma es su profeta”.
Los cristianos están entre las muchas víctimas de este Islam puritano, que se define como el único verdadero y quiere arrasar también con lo que considera las mayores traiciones del Islam originario: la herejía chiita con epicentro en Irán y el modernismo laicista de la Turquía de Kermal Atatürk, desde cuyo mausoleo el papa Francisco comenzará su viaje.
En Racca, la capital de hecho del califato, la ciudad siria de la que desapareció el jesuita Paolo Dall’Oglio, a las poquísimas familias cristianas sobrevivientes –15 de 1500 que eran– el nuevo Estado islámico le ha impuesto la yizia, el impuesto de protección, 535 dólares al año, una suma desproporcionada, bajo pena de la confiscación de la vivienda y de sus pertenencias.
En Mosul ya no hay una iglesia donde pueda celebrarse Misa, como no había acontecido ni siquiera luego de la invasión de los mongoles.
Imposible no reconocer en esto las connotaciones de una “guerra de religión” llevada al extremo, combatida en nombre de Alá. Es ilusorio negar la matriz islámica de esta violencia teológica sin límites. Lo ha escrito inclusive la controlada “Civiltà Cattolica”, salvo después de ser contradicha por su tremebundo director Antonio Spadaro, el jesuita que se considera intérprete de Francisco.
Sobre el Islam, la Iglesia Católica balbucea, especialmente a medida que sube de grado.
Los obispos de las diócesis de Medio Oriente piden al mundo una protección armada eficaz, la que jamás llega. En Roma, el cardenal Jean-Louis Tauran publica la denuncia más detallada de las atrocidades del califato y declara interrumpida toda posibilidad de diálogo con los musulmanes que no extirpan la violencia desde las raíces.
Pero cuando el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, habla en Nueva York desde la tribuna de la ONU, como hizo el 29 de septiembre, y evita cuidadosamente las palabras tabúes “Islam” y “musulmanes”, paga el obligatorio tributo al mantra que niega la existencia de ese conflicto de civilizaciones que está a la vista de todos.
Ciertamente, Parolin eleva la protesta contra la “irresponsable apatía” demostrada por el Palacio de Cristal. Pero es precisamente a la ONU que Francisco exige la única decisión legítima sobre cualquier intervención armada en el teatro medioriental.
El papa Jorge Mario Bergoglio ha restituido a los diplomáticos, en la curia, ese rol que los dos anteriores pontífices habían opacado. Pero en definitiva es él en persona quien dicta los tiempos y los modos de la geopolítica. Más con los silencios que con las palabras.
Se ha callado respecto a los centenares de estudiantes nigerianas raptadas por Boko Haram. Ha callado sobre la joven madre sudanesa Meriam, condenada a muerte sólo porque era cristiana y al final liberada por intervenciones de otros. Calla respecto a la madre paquistaní Asia Bibi, desde hace cinco años en brazos de la muerte, también ella por “infiel”, y ni siquiera da respuesta a las dos afligidas cartas escritas este año por ella, antes y después de la reconfirmación de la condena.
El rabino argentino Abraham Skorka, amigo de Bergoglio desde hace mucho tiempo, ha dicho haber escuchado de él que “debemos acariciar los conflictos”.
Con el Islam, incluso con el más teológicamente sanguinario, el Papa obra de este modo. Jamás llama por su nombre a los responsables. Ha dicho que deben ser “detenidos”, pero sin explicitar de qué modo. Reza y hace rezar, como hizo con los dos presidentes israelita y palestino. Invoca al diálogo a cada paso, pero sobre lo que une y no sobre lo que divide.
En el año 2006, primero en Ratisbona y luego en Estambul, Benedicto XVI dijo lo que ningún Papa jamás se había atrevido a afirmar: que la violencia asociada a la fe es el producto inevitable del frágil vínculo entre fe y razón en la doctrina musulmana y en su misma comprensión de Dios.
Y dijo con toda claridad al mundo islámico que éste tenía frente a sí el mismo desafío epocal que el cristianismo ya había afrontado y superado: el de “aceptar las verdaderas conquistas de la ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio”.
Desde allí tomó vida ese germen de diálogo islámico-cristiano que encontró expresión en la “Carta de los 138 sabios” escrita al papa Joseph Ratzinger por exponentes musulmanes de diversa orientación.
En los días pasados el papa Francisco saludó a algunos de sus representantes, llegados a Roma para una nueva convocatoria de ese diálogo. Pero no se habló de esas cuestiones capitales, el germen se marchitó.
Es que desde hace un milenio que está cerrada en el Islam la “puerta de la interpretación” y no se puede discutir el Corán si no es corriendo un gran riesgo, incluso de la vida.
Sandro Magister