Reflejos de Dios en la unidad y variedad del mar
Según
la concepción católica del universo, Dios es la causa ejemplar, el Ser
infinitamente bello cuyo reflejo podemos apreciar de mil maneras en los
seres creados y, sobre todo, en el conjunto jerárquico y armónico de
todos ellos. En cierto sentido, el mejor modo de conocer la belleza
infinita e increada de Dios es analizar la belleza finita y creada del
universo. Consideremos, por ejemplo, el mar.
Uno de los primeros elementos de la grandeza del mar es la unidad.
Los mares de la Tierra se comunican entre sí, y constituyen una inmensa
masa de agua que ciñe todo el globo terrestre. En un extremo del mar, en
cualquier punto del mundo, una de las consideraciones más agradables
que nos vienen al espíritu es abarcar con los ojos la masa líquida que
se extiende ante nosotros hasta la línea del horizonte, y pensar que esa
masa líquida no termina allí, sino que se adentra más allá, de forma
inmensa, constituyendo una grande y única inmensidad que se mueve, se
dilata y se contrae, que se lanza y juega por toda la superficie de la
Tierra.
Al mismo tiempo que el mar posee esa unidad espléndida, ¡cuánta variedad nos ofrece!
Unas
veces se presenta manso y sereno, pareciendo satisfacer todos los
deseos de paz, tranquilidad y quietud de nuestra alma. Otras veces se
mueve discreta y suavemente, formando pequeñas ondas que parecen jugar
en su superficie, haciendo sonreír y distender nuestro espíritu en la
consideración de las realidades amenas y apacibles de la vida. En otras
ocasiones, por fin, se muestra majestuoso y bravío, irguiéndose en
movimientos sublimes, arremetiendo furiosamente contra las rocas
altaneras y dislocando de sus abismos masas de agua insondables.
En ocasiones, el mar llega a la tierra acelerado y jadeante. Y poco
después, camina hacia ella tardío y perezoso, con olas que mueren
lánguidamente en la playa. O entonces, se manifiesta tan completamente
parado, que parece contentarse con ver la tierra sin tocarla. Unas veces
se presenta tan limpio que se aprecia la profundidad de sus aguas a
través de una gran masa líquida. Otras, sin embargo, se muestra oscuro,
impenetrable, profundo y misterioso.
De
repente, su murmullo se asemeja a una envolvente caricia, que adormila.
O bien, no pasa de un ruido de fondo, semejante a la prosa de un viejo
amigo al que ya se le escuchó muchas veces… Pero, tal vez al día
siguiente, nos hablará con el rugido dominador de un rey, que parece
imponer su voluntad a los elementos.
Todas estas diversidades del mar no tendrían concatenación ni
encanto, si no se presentasen bajo el gran fondo de una inmensidad fija,
invariable y grandiosa.
Así, la unidad y la variedad se manifiestan en una criatura que está
al alcance de nuestros ojos, y que constituye una espléndida imagen de
la belleza increada y espiritual de Dios, Nuestro Señor.
(*) “Catolicismo”, N. 549, septiembre de 1996. Trecho de conferencia
del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en el Congreso Carmelitano, en 15 de
noviembre de 1958, en São Paulo (Brasil).