miércoles, 3 de junio de 2015

Reflejos de Dios en la unidad y variedad del mar


Reflejos de Dios en la unidad y variedad del mar

 
Según la concepción católica del universo, Dios es la causa ejemplar, el Ser infinitamente bello cuyo reflejo podemos apreciar de mil maneras en los seres creados y, sobre todo, en el conjunto jerárquico y armónico de todos ellos. En cierto sentido, el mejor modo de conocer la belleza infinita e increada de Dios es analizar la belleza finita y creada del universo. Consideremos, por ejemplo, el mar.
 
Uno de los primeros elementos de la grandeza del mar es la unidad. Los mares de la Tierra se comunican entre sí, y constituyen una inmensa masa de agua que ciñe todo el globo terrestre. En un extremo del mar, en cualquier punto del mundo, una de las consideraciones más agradables que nos vienen al espíritu es abarcar con los ojos la masa líquida que se extiende ante nosotros hasta la línea del horizonte, y pensar que esa masa líquida no termina allí, sino que se adentra más allá, de forma inmensa, constituyendo una grande y única inmensidad que se mueve, se dilata y se contrae, que se lanza y juega por toda la superficie de la Tierra.
Al mismo tiempo que el mar posee esa unidad espléndida, ¡cuánta variedad nos ofrece!
 
Unas veces se presenta manso y sereno, pareciendo satisfacer todos los deseos de paz, tranquilidad y quietud de nuestra alma. Otras veces se mueve discreta y suavemente, formando pequeñas ondas que parecen jugar en su superficie, haciendo sonreír y distender nuestro espíritu en la consideración de las realidades amenas y apacibles de la vida. En otras ocasiones, por fin, se muestra majestuoso y bravío, irguiéndose en movimientos sublimes, arremetiendo furiosamente contra las rocas altaneras y dislocando de sus abismos masas de agua insondables.
En ocasiones, el mar llega a la tierra acelerado y jadeante. Y poco después, camina hacia ella tardío y perezoso, con olas que mueren lánguidamente en la playa. O entonces, se manifiesta tan completamente parado, que parece contentarse con ver la tierra sin tocarla. Unas veces se presenta tan limpio que se aprecia la profundidad de sus aguas a través de una gran masa líquida. Otras, sin embargo, se muestra oscuro, impenetrable, profundo y misterioso.
 
De repente, su murmullo se asemeja a una envolvente caricia, que adormila. O bien, no pasa de un ruido de fondo, semejante a la prosa de un viejo amigo al que ya se le escuchó muchas veces… Pero, tal vez al día siguiente, nos hablará con el rugido dominador de un rey, que parece imponer su voluntad a los elementos.
Todas estas diversidades del mar no tendrían concatenación ni encanto, si no se presentasen bajo el gran fondo de una inmensidad fija, invariable y grandiosa.
Así, la unidad y la variedad se manifiestan en una criatura que está al alcance de nuestros ojos, y que constituye una espléndida imagen de la belleza increada y espiritual de Dios, Nuestro Señor.
(*) “Catolicismo”, N. 549, septiembre de 1996. Trecho de conferencia del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en el Congreso Carmelitano, en 15 de noviembre de 1958, en São Paulo (Brasil).