LA GRACIA Y EL PECADO
Siguiendo con nuestro tema sobre la gracia y el pecado, toca hoy ocuparnos de los efectos de la gracia sobre nuestras almas, la gracia y los sacramentos, nuestra cooperación con Dios, y los errores más comunes sobre la doctrina de la gracia.
Efectos de la gracia santificante en nuestra alma
Como consecuencia de la gracia santificante que recibimos por primera vez en el bautismo, nos hacemos “santos” a los ojos de Dios. Esta gracia bautismal tiene un doble efecto: primero borra los pecados, y segundo, nos eleva al orden sobrenatural.
Por la gracia, los pecados no son “cubiertos” por el amor de Cristo,
como decía Lutero, sino que son realmente borrados, perdonados: “Él
nos arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo
de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados” (Col
1: 13-14). Pero la gracia no sólo borra los pecados sino que también
nos eleva al hacernos partícipes de la naturaleza divina; ya que se nos
da una “nueva vida”, una nueva “naturaleza”; y con ella, un nuevo modo de obrar (Jn 3:7; 2 Pe 1:4).
Una vida nueva que nos hace “hijos de Dios”; y por ser hijos, también herederos de su reino y “semejantes a Él”: “Mirad
qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de
Dios, ¡y lo somos! …. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no
se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es” (1 Jn 3: 1-2).
A través de la gracia, el Espíritu Santo viene a habitar en nosotros, de tal modo que nos transformamos en “templos de Dios”: “¿No
sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él;
porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo” (1 Cor 3: 16-17). Por la gracia inhabita en nosotros el Espíritu Santo; y con Él, también el Padre y el Hijo: “Jesús le respondió: -Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14:16).
La presencia del Espíritu Santo en nuestras almas trae consigo una serie de dones,
tales como: sabiduría, entendimiento, ciencia, fortaleza, consejo,
piedad y temor de Dios. Cual árbol sano que va creciendo, la obra del
Espíritu Santo nos va transformando, produciendo los siguientes frutos: “Los
frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad,
la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia” (Gal 5: 22-23).
Por la gracia, somos hechos miembros del Cuerpo Místico, cuya cabeza es Cristo (Col 1:18). A Él permanecemos unidos, como los sarmientos a la vid, y de Él recibimos la vida: “Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15:5).
Como decía Santo Tomás de Aquino: “La gracia no destruye la
naturaleza sino que la perfecciona” (STh I, 1, 8 ad 2). De tal modo que
con la ayuda de la gracia hasta nuestras virtudes humanas crecen y se
hacen más perfectas.
Nuestra cooperación con Dios
El hombre coopera libremente en la obra de su propia salvación, teniendo por ello un mérito.
Gracias a ese “mérito” o merecimiento, Dios le da en justicia el cielo.
Irse al cielo no es sólo un acto de la misericordia de Dios sino
también de su justicia: “Dios da a cada uno según sus obras” (Rom 2:6).
El hecho de recibir la gracia de Dios no elimina nuestra libertad, sino que ésta incluso es más libre gracias a ella. Nunca es más libre el hombre que cuando coopera con Dios en la obra de la salvación: “La verdad os hará libres”
(Jn 8:32; Cfr. Jn 8:36 ). Lo contrario también es verdad. Cuanto más
nos alejamos de Dios, nuestro corazón se hace más esclavo de las
pasiones, malas inclinaciones y en general, del pecado: “En verdad, en verdad os digo, el que comete pecado se hace esclavo del pecado” (Jn 8:34).
Dios siempre respeta a sus criaturas y actúa junto con ellas en la obra de la salvación. Como nos dice San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Ahora bien, hasta el primer paso para arrepentirnos y acercarnos a Dios es obra de Él;
pero Dios no nos dará esa gracia si nosotros no queremos. Lo que sí
podemos estar seguros es que Dios dará su gracia a todo aquél que no
ponga obstáculo: (2 Tim 2:4).
Dios nos da su gracia porque quiere; en ningún momento está obligado a ello. Por eso decimos que la gracia es un don o regalo.
Un día un joven le preguntó a un hombre muy sabio si es cierto que
Dios ha fijado un destino para cada ser humano y que, según esto, no
importaría lo que hagamos o dejemos de hacer, pues unos irían al Cielo y
otros al Infierno. El sabio se quedó pensando por unos momentos y le
dijo al joven: Nadie se condena sin culpa personal. Cada individuo es responsable de su destino eterno. La fe y las buenas obras ganan el Cielo.
“Hijo mío, el destino que Dios tiene para ti y para todos, es el
Cielo, pero, aunque Jesucristo ya pagó por nuestra salvación, el Cielo
depende de ti y depende de mí. Por eso, cuida siempre lo que piensas,
porque tus pensamientos se volverán palabras. Cuida tus palabras porque
estas se convertirán en tus actitudes. Cuida tus actitudes porque, más
tarde o más temprano, serán tus acciones. Cuida tus acciones que
terminarán transformándose en costumbres. Cuida tus costumbres, porque
ellas forjarán tu carácter. Finalmente, cuida tu carácter porque esto
será lo que forje tu destino”.
En el fondo, cada uno de nosotros es directamente responsable de su
propia salvación; pues ésta es el resultado de un acto libre de
aceptación o de rechazo de Dios. El hombre coopera libremente con Dios
en su propia santificación. Así pues, es su gracia y nuestra cooperación
lo que nos hace realmente santos.
La gracia y los sacramentos
Todos los sacramentos dan la gracia, pero el efecto de los mismos
sobre nuestras almas es diferente en cada uno de ellos. Todos los
sacramentos fueron instituidos por Jesucristo. El concilio de Trento en
la sesión VII, can I nos dice: “Si alguno dijere, que los
Sacramentos de la nueva ley no fueron todos instituidos por Jesucristo
nuestro Señor; o que son más o menos que siete, es a saber: Bautismo,
Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio;
o también que alguno de estos siete no es Sacramento con toda verdad, y
propiedad; sea anatema”.
En el catecismo hablamos de sacramentos de “vivos”; es decir, es
necesario estar en gracia de Dios para recibirlos (Confirmación,
Eucaristía, Unción de los Enfermos, Orden Sacerdotal y Matrimonio) y
sacramentos de “muertos”. Se llaman sacramentos de muertos porque han
sido instituidos para sacar a nuestra alma de la muerte del pecado y
hacerla pasar a la vida de la gracia. A saber, el Bautismo y la
Penitencia[1].
- El Bautismo perdona todos los pecados y da la vida sobrenatural, la vida de la gracia, a los que nunca la han recibido.
- La Penitencia devuelve la gracia a los que la han perdido por el pecado mortal.
- La Confirmación nos hace “soldados y apóstoles” de Cristo. Fortalece en nosotros las gracias dadas en el bautismo.
- La Eucaristía alimenta espiritualmente nuestra alma y es prenda de la vida eterna.
- La Unción de los Enfermos nos prepara para el trance final de nuestra vida dándonos las gracias para ello.
- El Orden Sacerdotal consagra a hombres como ministros de Cristo.
- El Matrimonio bendice la unión conyugal y da fuerzas a los esposos para que puedan cumplir los deberes especiales de este estado.
Errores teológicos más comunes respecto a la doctrina de la gracia: Pelagio, Lutero y Jansenio
A lo largo de su historia, la Iglesia ha tenido que intervenir es
bastantes ocasiones para corregir ciertas desviaciones que iban
apareciendo en el desarrollo y profundización de la doctrina de la
gracia. Éste nos es el lugar donde hacer un estudio profundo respecto a
estas herejías; por lo que nos limitaremos a realizar un esquema muy
simplificado de los errores principales.
Pelagio (355-420 d.C.) defendía que Adán y Eva no
perdieron la gracia después de haber cometido el pecado original. Decía
que el hombre puede, por su propia naturaleza, realizar acciones
sobrenaturales sin una intervención o ayuda especial de Dios. Esta
doctrina fue condenada como herética en el Concilio de Orange (Cfr. DS
173-199).
Lutero (1483-1546 d.C.) defendía, entre otras cosas,
que el hombre no era “justificado” por la muerte en cruz de Jesucristo;
sino que sus pecados eran “cubiertos” por su misericordia como con un
manto. El hombre seguía siendo pecador, pero a los ojos de Dios
“aparecía” como justo. De ahí concluía que lo único que el hombre
necesitaba para salvarse era la fe, aunque ésta no fuera acompañada de
buenas obras: “Peca fuertemente, pero cree también fuertemente y serás
salvo”. Las tesis de Lutero fueron condenadas como heréticas en el
Concilio de Trento (Cfr. Sesión VI).
Jansenio (1585-1638 d.C.) defendía que el hombre no
es libre para rechazar la gracia de Dios; por lo que, como consecuencia
de ello, el hombre realmente no coopera libremente en orden a su
salvación. Esta doctrina fue condenada como herética por el Papa
Inocencio X (Cfr. DS 1092-1096)
Con esto, acabamos este segundo artículo para terminar la semana
próxima hablando de la pérdida de la gracia como consecuencia del pecado
grave y de cómo recuperar y crecer en la gracia de Dios.
Padre Lucas Prados
[1]
En el caso de la Penitencia o Confesión, aunque de suyo es un
sacramento de “muertos” también se puede recibir si uno está en estado
de gracia. Entonces la Confesión aumenta la gracia que ya existía en
nosotros.
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