domingo, 11 de octubre de 2015

LA IGLESIA TRAICIONADA-EL SACERDOCIO DE JUDAS-CAPITULO PRIMERO-

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Contiene este libro, por un lado, un retrato duro pero veraz, del Cardenal Jorge Mario Bergoglio. El autor no vacila en calificarlo como un pastor infiel a la Iglesia Católica. Mas llega  a tan categórica conclusión con argumentos fundados y solventes, tomados en su totalidad del mismo itinerario del obispo, de su actuación pública llena de gravísimas heterodoxias, de sus declaraciones y conductas nutridas de errores y duplicidades, y de funestas contemporizaciones con los enemigos de la Fe Verdadera.
Son muchos los motivos -y se verán en estas páginas- por los cuales el Cardenal Bergoglio puede y debe ser acusado de constituirse en un antitestimonio activo de la Realeza de Jesucristo.
Pero la obra no se reduce a la descripción de éste u otros personajes análogos. Va más allá, y a partir de lo que tales sujetos representan o encaman, emprende un análisis de la actual situación de la Iglesia, sobre cuya crisis han dicho palabras terminantes y severas voces tan autorizadas como las de los últimos Pontífices. El Cardenal Ratzinger, por ejemplo, en el Via Crucis de 2005, poco antes de ser ungido como Benedicto XVI, sostuvo que la Barca «hace aguas por todas partes». Bueno sería entonces que todo el ímpetu se volcara a su rescate.
El diagnóstico aquí emprendido de esta penosa enfermedad eclesial, está hecho con sobradas pruebas y nutridas informaciones. Pero sobre todo, está hecho con el dolor un bautizado fiel, y la esperanza de quien cree firmemente que, por el honor de la Verdad, merece librarse el mejor de los combates.
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"Os he escrito por carta, que no os juntéis con los for­nicarios de este mundo, o con los avaros, o con los la­drones, o con los idólatras [...] Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis. Porque ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fue­ra? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Por­que a los que están fuera, Dios juzgará. ¡Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros!"
San Pablo, I Corintios 5, 9-13
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 LA IGLESIA TRAICIONADA
EL SACERDOCIO DE JUDAS

Capítulo Primero

DE LA IGLESIA CLANDESTINA A LA IGLESIA INFIEL

Tras Las Huellas de los testigos

Cuando en 1970 Carlos Alberto Sacheri publicaba La Iglesia Clandestina, casi al inicio de ese memorable escrito asentaba con palabras del Crisóstomo una sentencia que acertadamente juzgó "unánime entre los Santos Padres". La tal sentencia nos recuerda: "Digo y protesto que dividir a la Iglesia no es menor mal que caer en herejía".
De allí en más -y quien haya leído atentamente esta obra ya clásica podrá corroborarlo- las páginas valientes y luminosas de Sacheri, se prodigan en fundadas denuncias, en examinadas acusaciones y en legítimas protestas contra quienes ajenos a la ortodoxia católica, se dedican a asediar a la Iglesia desde adentro, corroyendo sus cimientos bajo las apariencias de ser sus servidores o puntales. No detuvo su necesaria y doliente vivisección si de prominentes y extraviados prelados se trataba. Mucho menos ante los clérigos revolucionarios, objeto de los favores de ese mundo por el que Cristo no oró (Jn. 18, 36).


Y si no tuvo respetos humanos ni carnales prudencias -sabiendo los riesgos que de tal conducta podrían seguirse y se siguieron- fue, porque amén de la gracia que lo asistía, consideraba con exacta visión sobrenatural, que la acción emprendida por estos personeros de la clandestinidad eclesiástica, era literalmente demoníaca. Lo dejó dicho con una sentencia de San Cipriano, tomada de su De Catholicae Eclesiasté Unitate: "Más peligroso y alarmante es el enemigo que, bajo las apariencias de una falsa paz, repta con ocultos designios, y por tal proceder ha merecido el nombre de Serpiente".
Nada de amarillismo periodístico contiene su formidable apostrofe. Nada de superficiales diagnósticos o de fenomenológicas perspectivas. Mucho menos ese cobarde y pedante anonimato tras el que se esconden hoy ciertos adalides informáticos de las recriminaciones a la crisis eclesial. Dio la cara, la voz y el nombre para atestiguar que la Verdad es una sola y que, ocupen los cargos que ocuparen, quienes la niegan, tergiversan u ofenden, merecen el único e inamovible mote de herejes.
Desde este pórtico a su propio libro hasta su martirio, Carlos Alberto Sacheri siguió declarando que la finalidad de sus denuncias no era otra que la de prestar un servicio a esa venerable Verdad, procurando acabar con la horrenda confusión que escandaliza a tantos fieles, y "reafirmar la unidad de Fe y de Caridad en la Iglesia argentina". Como todo lo que hizo en su vida, este testigo privilegiado de la Cruz, lo hizo pensando también en su patria terrena.
Tras las huellas de tan noble paradigma, que ratificó con su sangre cuanto proclamaba desde los tejados, siempre nos será legítimo y recomendable a los católicos argentinos, tratar de obrar del modo como él obró, salvando -lo sabemos- las insalvables distancias.
Siempre será legítimo, reiteramos, señalar por amor a Jesucristo, a los responsables del insidioso asedio, a los nuevos verdugos de Su pasión, a los salteadores reptantes de la Barca, a los arteros agresores de la Esposa, tanto más peligrosos si han alcanzado la condición de Pastores. O como en el caso que nos ocupa, si se trata del Cardenal Primado de la Iglesia en la Argentina, Jorge Mario Bergoglio.
En España, hacia el año 1998, bajo el sello editorial de Fuerza Nueva, lo tuvo que hacer otro caballero sin miedo y sin tacha, dedicando un libro entero a responder cada una de las barrabasadas del Cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Hablamos, claro está, de Don Blas Pinar y de su "Réplica al Cardenal Tarancón".
También él principia su libro con una aclaración imprescindible: "Es extremadamente doloroso ocuparse de lo que [ha dicho y hecho] alguien al que, por razón de su ministerio, conviene la alta calificación de "maestro". Pero cuando el maestro, no obstante su dignidad y si responsabilidad como docente, ha sembrado el confusionismo ideológico y el relativismo moral [...] no queda otro recurso que tomar la pluma y dejar constancia de la Verdad".
Sabedor de los efectos que su reacción habría de provocar, mas incentivado por sobrenaturales motivos, declaró para su consuelo y el nuestro, que emprendería la denuncia teniendo como divisa lo que enseñara San Gregorio Magno en sus Homilías sobre los Evangelios: "Es una ganancia sufrir desprecios por amor a la Verdad".
Sin mengua de los innúmeros y calificados testigos de la tradición nos ofrece en tan delicada materias estos modelos contemporáneos de católica y legítima reacción a la herejía y a los heresiarcas, queremos encolumnarnos. Porque próximos a nosotros, nos dan la prueba de que la lucidez y el coraje, aún hoy son posibles.
Pero a pesar de la diafanidad del propósito, un par de clarificaciones se imponen.
La obligación de hablar
La primera es que los males que estamos desenmascarando -el de los pastores devenidos en lobos, el de los religiosos convertidos en mercenarios, el de la abominación de la desolación, y el de la Casa de Dios demudada en madriguera- están previstos y enunciados explícitamente en las Sagradas Escrituras, y advertidos de modo específico por Jesucristo. Asombrarse es desconocer la trama de la Revelación. Cerrar los ojos es ocultar el sentido parusíaco de los tiempos. Callar es flojedad de ánimo y fuga del compromiso militante. Pero acusar de desubicado o de soberbio al simple fiel que se atreve a llamar a los inicuos por sus nombres y sus fechorías es, redondamente, un acto de pura ruindad.
Ese fiel no está haciendo otra cosa más que cumplir con su deber, exponiéndose para ello a padecer de los estultos, de los ciegos y de los pusilánimes, ese desprecio al que aludíamos antes con el apotegma de San Gregorio.
 Hemos aprendido con el Cardenal Newman que, a los simples fieles, precisamente en razón de su nombre -que de fidelitas proviene- les corresponde una ineludible obligación, y tanto más en tiempos de desventuras: "si saben de qué hablan, que hablen". El mutismo -cuando la conculcación de la Verdad está en juego- es complicidad con el pecado, si no pecado mismo de omisión.
El gran converso inglés, aludiendo expresamente y a modo de ejemplo, al papel desempeñado por los laicos en la batalla contra el arrianismo, mientras la Jerarquía claudicaba, no trepidó en llamar heroica a esa conducta laical aguerrida y lúcida. Porque si hay un lamento constante que recorre la Biblia es el comportamiento del Pastor desleal y felón. Y si hay un encomio que igualmente la traspasa, es para el varón justo que puede blasonar sin destemplanza: "Mi boca dice la Verdad, pues aborrezco los labios impíos" (Prov. 8, 7).
Le debemos a Don Marcelino Menéndez y Pelayo un vivido relato histórico que ayudará a comprender más concretamente estos conceptos, acaso algo distantes para algunos. Lo narra en el volumen V, capítulo IX del libro IV de su inimitable Historia de los heterodoxos españoles.
Sucedió en pleno siglo XVI, cuando el canónigo Constantino Ponce de la Fuente, entonces designado Predicador de Carlos V, incurrió públicamente en enseñanzas contrarias a la Fe y en no pocas inconductas. "Constantino era de sangre judaica" -aclara Don Marcelino- "y esquivaba, además, el examen público, temeroso de que se descubriese su herejía".
Todo un personaje encumbrado, el hombre. él parecían sonreír las lisonjas temporales y las adulaciones del común. "Pero aconteció un día que al salir de un sermón de Constantino el magnífico caballero Pedro Megía, veinticuatro de Sevilla [...] católico rancio y a macha martillo, dijo en alta voz, y de suerte que todos le oyeren: '¡Vive Dios, que no es esta doctrina buena, ni es esto lo que nos enseñaron nuestros padres!'. Causó gran extrañeza esta frase, e hizo reparar a muchos, por ser de persona tan respetada en Sevilla. Y como por el mismo tiempo hubiera venido a Sevilla San Francisco de Borja, y repetido al oír otro sermón de Constantino, aquel verso de Virgilio: 'Aut aliquis latet error: equo ne credite, Teucrí', perdieron algunos el miedo y arrojáronse a decir en público que Constantino era hereje".
Por si hiciera falta glosar texto tan transparente y edificante, digamos que el ejemplo de Don Pedro Megía es el que debe guiarnos en todo momento y lugar. " Gesto de un laico vigoroso, con su Catecismo bien sabido; pero con el agregado fundamental de que un santo ratificó su pública denuncia.
Porque ese es otro de los rodeos que suelen utilizar los impugnadores de quienes nos hemos impuesto la carga de incriminar a la jerarquía traidora: aceptar que en pasados tiempos así lo hicieron los santos, y que no caben reproches para ellos; pero que al no ser santos al presente carecemos de autoridad para hablar. ¡Cómo si quienes hablaron en su momento -demandando, inculpando e imprecando- lo hubieran hecho en tanto estatuas beatas colocadas sobre un ara, con fecha en el Santoral para su veneración pública! ¡Cómo si Catalina o Atanasio, o Sofronio o Norberto hubieran salido a pelear contra las autoridades eclesiásticas desviadas, no desde sus respectivas vidas cotidianas, sino escapados de la hagiografía de algún devocionario sulpiciano! ¡Cómo si el camino de santidad que ellos recorrieron, no hubiera estado empedrado por la fortaleza con que tuvieron que lidiar contra los pérfidos! Y cómo si, en el peor de los casos, nuestra inexistente santidad demostrara, cual silogismo inexorable que, entonces, lo que decimos es mendaz. San Pablo se consideraba un aborto, pero estando en juego la integridad de la Fe, dice de la máxima jerarquía con la que tuvo que lidiar: "Le resistí cara a cara, porque merecía represión" (Gal.2,11). Ventas, a cuoqumque dicitur, a Deo est. ¿Tanto cuesta recordarlo?
Digamos, al fin, para coronar esta primera aclaración, que fue el mismo Mons. Bergoglio, en carta particular que nos remitiera el 14 de octubre de 1992, el que nos proporcionó un sólido argumento para animarnos a esta reacción contra los pastores embusteros. Expresa la misiva en su más saliente fragmento: "San Cesáreo de Arles decía que los fieles tienen que ser -para con el obispo- lo que el ternero a la vaca: así como el ternero le hociquea la ubre para que descienda la leche, así los fieles deben golpear, hociquear, al obispo para que les dé la leche de la divina sabiduría. Tenía razón el santo obispo. Y a mi humilde entender, la mejor ayuda que un obispo puede tener de sus fieles es que no lo dejen tranquilo".
San Cesáreo, magnífico monje del siglo V, llegó a ser Obispo de su ciudad, sin olvidar ni abandonar sus elevadas reglas monásticas. Y cuando le tocó defender su ciudad natal, asediada por los francos, no le tembló el pulso para desbaratar las maniobras arteras de de los judíos, dispuestos a cooperar con el poderoso invasor. Sirvió, pues, a Dios y a la Patria.
Está clarísimo entonces -y búsquese el ejemplo que mayor convenga- que la obligación de hablar a tiempo y a destiempo es obrar virtuoso. Porque la obediencia está al servicio de la Fe, y nadie puede acatar sin protestas a una autoridad eclesiástica cuya defección de la ortodoxia se ha vuelto evidente e injuriante.
El Padre Castellani, con el inefable gracejo que lo distinguía, lo explicó en dos trazos con su anécdota sobre el Padre Cobos, inserta en su libro San Agustín y Nosotros. Érase una vez "un predicador gallego que hizo un panegírico de San Agustín en la Catedral de Santiago, en una misa solemne; y le fue muy mal. Porque explicaba las virtudes de San Agustín, su castidad, su pobreza, su valentía, su sabiduría, su espíritu de trabajo; y después de cada párrafo se volvía hacia el trono donde estaba encapotado y con su gran mitra y báculo el Obispo, y decía: «¡Aquéllos sí que eran Obispos, Excelentísimo Señor, aquéllos sí que eran Obispos». Lo hicieron bajar; pero en España todavía hoy, para referirse a una indirecta que es demasiado directa se la llama «una indirecta del Padre Cobos»".
No tenemos miedo a que nos hagan bajar. No tememos tampoco la vacua acusación de rebeldía. Pero sí nos atemoriza perder el cielo por la flojera de no pronunciar el ineludible "sí, sí; no, no".
La responsabilidad del Papa
Una segunda aclaración queda pendiente, y hemos de hacerla.
 Ocurre que así como están los que critican a los testigos cuando se atreven a desmistificar a los falsarios, están también los maximalistas, los que piden siempre dar un paso más extremo, acusando concretamente al Papa de estos malos operarios; sea de prohijarlos, de no castigarlos a tiempo, o de no apartarlos del cuidado de la grey. Según algunos de ellos, mientras no se declare que la Sede está vacante, o que el Concilio Vaticano II en bloque debe ser arrojado al fuego, toda protesta nuestra es incoherente e incompleta.
No creemos contarnos entre los defensores de la llamada "Iglesia Conciliar", de cuyos graves perjuicios y funestísimos corolarios hemos podido dar razones abundantes en nuestro módico ejercicio de la docencia durante las últimas tres décadas. Por si no hubiera otro ejemplo que citar, la lectura atenta de los cuatro volúmenes del Padre Bernardo Monsegú, titulados "El Posconcilio", editados en Madrid a partir del año 1975, por la Editorial Roca Viva, nos han servido de fundado antídoto para carecer de cualquier optimismo sobre los pregonados frutos del Vaticano II. No; decididamente, no nos parecen frutos benéficos, ni salvíficos ni regeneradores.
Tampoco nos alinearíamos entre los apologistas sin matices de los textos del Concilio, pues bien nos consta que en algunos de ellos, como Nostra Aetate o Dignitatis humanae, están presentes -de mínima- la riesgosa anfibología, y de máxima, la confusión doctrinal lisa y llana. Ni la luz invicta de Nicea, ni la univocidad indestructible del Syllábus, ni el éxtasis de Efeso, ni la reciedumbre de Trento, informaron las páginas pastorales de los documentos del Vaticano II.
   Pero no podría decirse que, necesariamente, todo mal obispo es un fruto del Concilio Vaticano II; hasta debería sostenerse con ecuanimidad que  si se leen atentamente las páginas del capitulo III de la Lumen Gentium sobre la Constitución Jerárquica de la Iglesia, no es aquí donde podrán justificar sus tropelías los mercenarios. Antes bien las encontrarán reprobadas en la línea de la tradición de- la Iglesia. Porque algún día habrá que decir también todo lo que el Concüio Vaticano II refrendó de la Iglesia de Siempre, y fue dejado de lado insensata y aviesamente, con culpas graves para quienes así lo permitieron.
Tampoco creemos contarnos entre aquellos que San Francisco de Sales llamara "los cortesanos del Papa", o simplemente ridículos papólatras. Cuando creímos necesario hacer oír nuestra filial perplejidad y doliente estupor, ante enseñanzas o actitudes de los últimos pontífices, lo hicimos. El Señor sabe con qué dolor)(con qué responsabilidad y con qué respeto. Pero lo hicimos. La silla petrina, lo sabemos, no está libre de culpas.
Mientras escribimos estas líneas, por ejemplo, ha visto la luz en España, bajo el sello editorial Ojeda, un libro colectivo titulado "El obispo Williamson y el otro negacionismo". Contiene dos capítulos de nuestra autoría en los que objetamos la explícita y nefasta judaización a la que se ha llegado en Roma, refrendada y alentada lamentablemente por el mismo Santo Padre actualmente reinante. Y hemos sentido pesadumbre cuando en el n° 52 de la revista Diálogo, del año 2010, el Padre Muñoz Iturrieta, del Instituto del Verbo Encarnado, reseñando sin acuidad suficiente una obra de Rubén Calderón Bouchet, llamó a Juan Pablo II "el Papa más grande que ha tenido la Iglesia después de San Pedro". Esto es desproporcionada papolatría, cortesanismo pontificio y temeridad de juicio. Con nada de esto nos sentimos identificados. Como bien dice Federico Mihura Seeber en el capítulo V de su De Prophetia, -publicado por Gladius en 2010- si para algo sirve el dogma de la infalibilidad pontificia, es para saber, precisamente, cuándo y cómo debemos obedecer al Papa; y no para concluir en que deben ser idolatrados todos sus dichos.
Mas cabe aquí la misma reflexión que en el acápite anterior. Si se lee la Exhortación Apostólica Pastores gregis, de Juan Pablo II, fechada el 16 de octubre de 2003, o la Induite Dominum lesum Christum, de 1982, o la Instrucción Donum Veritatis, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, de 1990, no se puede decir, sin pecar gravemente contra la justicia, que el modelo de obispo que el Santo Padre propiciara guarda alguna relación con el Cardenal Bergoglio. Por el contrario, en esos bellos textos pontificios, todos cuantos como Bergoglio actúan -¡y son tantos!-encuentran su repudio y su expresa desaprobación.
Del mismo modo, hemos leído con profundo gozo, el libro de Benedicto XVI, Los Padres de la Iglesia, que contiene las catcquesis de los días miércoles del 2008, pronunciadas en Roma por el Vicario de Cristo. Los arquetipos de pastores que aquí propone el Papa, los paradigmas de jerarquías eclesiales, los dechados de obispos, son hombres singulares y magníficos, antagonistas de esta clerecía inaudita que hoy padecemos y denunciamos con fuerza.
San Cirilo de Alejandría, San Hilario de Poitiers, San Cromacio de Aquileya, San Paulino de Ñola, están en las antípodas de los innúmeros bergoglios que hoy pueblan nuestras diócesis. ¡Qué nuevo y confortador regalo nos vuelve a hacer la Patrología, a través de Benedicto XVI y sus oportunas exégesis de aquellos inigualables Padres!
Tiene lógica, lo admitimos, quejarse de la debilidad de gobierno de uno o más pontificados por no segregar a los lobos y hasta por nominal los en sus respectivos cargos. Tiene lógica, por cierto elevar quejas y reproches filiales hacia el Papa, por no obrar en consecuencia con la recta doctrina propiciada, castigando a los desertores con enérgicas medidas. Y también logicidad posee, quien aplique al (aso que nos ocupa la proverbial consigna de Ovidio: Video rneliora proboque, deteriora sequor. El Papa ve el hien que debe encarnar un obispo, ¿por qué lo tolera, mantiene, encumbra o guarda impune su cargo si ese ohispo se manifiesta como conjunción de males y de yerros? La lenidad nunca es atributo que beneficie a la Autoridad.
Mucho menos a la autoridad del Papa.
Pero a la hora de evaluar la responsabilidad de Roma en el mantenimiento de estos clérigos descarnados, no debe omitirse que, por encima de las supuestas o reales fragilidades de quien los unge, está la traición de los ungidos, que tampoco guarda necesaria correspondencia con la responsabilidad del Santo Padre. Al mismo Paulo VI le escuchamos decir, el 28 de enero de 1976, que existía "la traición del clero" y que "los traidores se sentaban a su mesa".
Es el eterno drama del que nos habla la Primera Carta de San Juan (2,18-19): "Ellos salieron de entre nosotros mismos, aunque realmente no eran de los nuestros. Si hubieran sido de los nuestros se habrían quedado con nosotros. Al salir ellos, vimos claramente que no todos los que están dentro de nosotros son de los nuestros". Esos "ellos" aludidos, son llamados "anticristos" en el mismo texto. Acaso convenga aplicar aquí los versos de Sor Juana para descifrar el entuerto: "¿Y quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga?".
La solución, al menos en teoría, parece sencilla. El Santo Padre no debería ni nombrar ni conservar en sus cargos episcopales a reconocidos malaventurados. Debería castigarlos con todo el peso de su báculo y segregarlos de la grey. Pero los perjuros no deberían cargar sobre los hombros ya bastante llagados del Pontífice, el peso de su abisal infidelidad. Si la balanza ha de tener dos platillos, que los tenga. Si ambos fallan, que se procure la enmienda cuanto antes, con energía y caridad. Pero nadie nos convencerá de que para desenmascarar a los pastores canallas, necesaria, forzosa e ineluctablemente tenemos que echar las culpas al Papa. Porque Cristo no tuvo la culpa de la artera apostasía de Judas. Y el mismo Cristo lo incorporó primero a la decena fundante del Cenáculo, llamándolo "uno de vosotros" (Mt 26,21; Me 14,18). Que cada quien cargue sus propias culpas, y más le lluevan a quienes tienen potestad para el remedio pero aplican la enfermedad como regla.
Es difícil que puedan establecer estas diferencias y estos matices ciertas almas toscas, para las cuales, como decimos, todo se reduce y se explica estableciendo que a partir de Pío XII, la calamidad irredimible se apoderó de la Iglesia. Y que, por ende, todo se resolvería con un simple giro cronológico y lineal.
El Beato Francisco Pallau -una vida carmelitana y española al servicio de las virtudes cristianas en su obra Mis relaciones con la Iglesia, no vacila en descubrir las infidelidades y miserias de la Esposa, que fueron muchas -¡y en pleno siglo XIX!-, pero tampoco vacila en decirle místicamente a la Amada: "dispon de mi vida, de mi salud, de mi reposo, y de cuanto soy y tengo".
Lo que queremos decir, ya sin rodeos, es que nunca le será legitimo a un católico criticar a su Madre y a su Padre, si no lo hace movido por amor extremo sino por pugilatos rencorosos. Dios nos permita de lo primero y nos libre de lo segundo.

Bergoglio: Primado de Pérgamo, Cardenal de Laodicea

Aclaraciones sostenidas, hemos de decir del mismo modo que si escribimos este pronunciamiento es porque a pesar de los apocados y de los maximalistas con sus respectivos aguijones, está tambien la enorme cantidad de amigos -sacerdotes y laicos   que nos alientan a proclamar la verdad completa, a proseguir vengando agravios y desfaciendo entuerlos, por decirlo al modo quijotesco.
No estamos solos en este mester de clerecía, si así pudiera llamárselo; pero bien quisiéramos que muchos de los tantos que empujan silentemente, se decidieran alguna vez a levantar el tono, a crispar el puño y mostrar la cara, amén de solidarizarse en la privacidad del diálogo fraterno. Al fin de cuentas, es de Jesucristo el consejo aquél: "cobrad animo  y levantad la cabeza" (Le. 21, 25).
 Pero brota precisamente de ese intercambio amical de ánimos y bríos, la pregunta acerca del por qué ocuparse tanto en estas páginas de Monseñor Bergoglio, cuando en rigor él no es más que uno en su especie, y una repetición casi clonada de otros tantos de análoga o peor y triste laya.
El planteo ha de servir para una nueva aclaración. En la Argentina de las últimas décadas -dejemos ahora, por un momento, la crisis de la Iglesia Universal y los análisis de larguísima data- no han abundado los obispos sobresalientes. Tendríamos un haz de nombres memorables para encomiar, pero no han sido la regla.
Al día de hoy -ya acotando el diagnóstico- los pastores de la patria parecen cortados todos por la misma tijera. Está de más decir que lo antedicho contiene una generalización abusiva, a fuerza de didáctica; y está de más decir que existen entre aquellos diferencias de talantes y talentos que sería injustificado omitir. Pero la malsana uniformización de los obispos existe, los identifica, los engloba, los embardurna, y ella toma las formas trágicas de varios y despreciables denominadores comunes. Enunciemos algunos sin ánimo de exhaustividad.
Todos son políticamente correctos, concibiendo a la política en términos modernos y revolucionarios. El programa de la Contrarrevolución ha periclitado en sus enseñanzas. Declarar la perversión ingénita del sistema democrático, no existe siquiera como conjetura en el pensamiento único que los domina.
Reclamar la Reyecía Social de Jesucristo, les resulta una ofensa a su concepción pluralista de las modernas sociedades.
Todos practican o aceptan con absoluta naturalidad el sincretismo plurireligioso, convencidos de que el Catolicismo es una opción más en paridad de ofertas para conformar al creyente. El axioma de que la Verdad tiene todos los derechos y el error ninguno tiene, ha desaparecido en el horizonte de sus magisterios.
Todos tienen un temor servil a los poderes mundanos, y la contemporización o alianza con ellos es moneda corriente, querida y buscada. Los grandes y endemoniados enemigos de la Cristiandad, el Judaismo y la Masonería, resultan ahora cordiales compañeros de rutas, cuyas recíprocas y frecuentes visitas a los respectivos templos son exhibidas como la máxima prueba de madurez religiosa. El combate contra la Sinagoga de Satanás no ocupa papel alguno en sus idearios. La herejía judeo-cristiana es un hecho dramáticamente consumado.
Todos son medrosos ante la aborrecible tiranía liberal-marxista que hunde a la nación. Consideran legítimas a las autoridades gubernativas en vigencia, y si alguna objeción circunstancial les deslizan, se insiste en dejar a salvo la permanencia de las instituciones democráticas. El deber de movilizarse contra un poder despótico que todo lo subvierte -considerando incluso la posibilidad de que tal movilización pueda y deba tomar las formas heroicas de las grandes contiendas, como la guerra cristera- no tiene la menor cabida en sus predicaciones. Mencionárselo tan sólo, puede hacerlos sobresaltar de pánico.
Todos han adquirido una cosmovisión inmanentista y horizontalista que, además de reconciliarlos con el mundo y su Príncipe, les facilita el irenismo que desean practicar para no ser tildados de arcaicos discriminadores. El esfuerzo misionero por sacar al judío de su deicidio, al ateo de su condena, al protestante de su herejía, al agnóstico de su confusión, a los evangelistas de su estupidez y a los cultores de falsísimos credos de sus miserias, no tiene carta de ciudadanía en el país plural en que han decidido cómodamente vivir. No hay hipótesis de conflictos con los adversarios seculares de la Verdad. Hay solidaridad, diálogo, consenso, inclusión y fluidas cuanto amables relaciones.
No hay sapiencialiedad substancial en sus homilías o documentos públicos; ni un lenguaje inequívoco y varonil, ni excomuniones a los malvados contumaces, ni perspectivas genuinamente sobrenaturales que pudieran lanzar gozosamente a los fieles al arrojo del buen combate. La guerra semántica los ha derrotado. Son exponentes del bustrofedismo, como ya lo explicamos alguna vez tomando prestado un valioso término de Romano Amerio en su Iota Unum. Zigzaguean, ondulan, oscilan, van en busca casi desenfrenada de la elipsis, de la ambigüedad y del circunloquio. Huyen de las palabras irrevocables, que se sostienen con el cuerpo y con la sangre. Definir y condenar son verbos que ya no se conjugan. Excepto, claro, cuando tienen que referirse a nosotros, los perros.
Todos son de cultura teológica escasa, de insuficiente anclaje en la Filosofía Perenne, de formación manualística ajena a los grandes textos nutricios del viejo tronco de la Tradición; y de un prosaísmo verbal o escrito que ha renunciado a contemplar y a acercarse a Dios bajo el nombre de Belleza Suprema. En la liturgia populachera con guturalidades y ondulaciones, se sienten a sus anchas. Prefieren administrar el Orden Sagrado en estadios deportivos sudorosos antes que en las grandes basílicas amanecidas de cirios. Entre la juventud adocenada, masificada y sin recta doctrina, encuentran sus interlocutores válidos. El pulchrum no suele habitar en el género homilético que habitualmente practican.
Todos son, al fin, huérfanos ignorantes y miedosos de la necesaria visión parusíaca de los tiempos. No hay Anticristo, ni Segunda Venida, ni necesidad de penitencia y de conversión, ni batalla postrimera entre la Mujer y el Dragón. Los males de la sociedad -algunos nunca vistos antes, de tan prostituyentes y demoledores- se explican sociológicamente, y la sensata convicción de que Dios castiga, y al que hay que cesar de ultrajar para detener su santa ira, sería tomada por una amenaza inadmisible a los derechos del hombre. Si Cristo no vuelve, no necesitamos a los veraces profetas de las calamidades postrimeras y de la verdadera esperanza que Su Regreso justiciero contiene. Nos basta con un Cristo tierno y dulzón, cuyo látigo lanzado en ardiente volea contra los malditos mercaderes, ha sido trocado por el signo de la paz intraterrena y naturalista.
Pues bien; estos y tantos otros comunes denominadores de la apostasía, homogeneizan hoy al grueso de nuestros pastores. ¿Por qué, entonces, Bergoglio, decíamos antes?
Por nada personal, quede en claro de una vez. Por ninguna cuestión privada pendiente, disipemos ya esta inverosímil versión. Ni siquiera por el valor simbólico del que goza hoy su figura en amplios sectores del catolicismo mistongo e indocto.
Simplemente por el motivo que todos conocen, y es su condición de Cardenal Primado de la Argentina y Arzobispo de Buenos Aires, que es la capital de la Nación.
Bergoglio está hoy en el lugar de la cabeza, del eje, de la conducción, del norte impuesto a la Barca en estas ásperas y desangeladas orillas argentas; y está incluso en esa nómina potencial de papabiles que gustan elaborar los que no creen en el Espíritu Santo.
En carácter de tal, sin embargo, no trepida en incurrir en todos y en cada uno de esos nefastos denominadores comunes que hemos señalado. Sin excluir escandalosos y provocativos gestos, como el connubio con rabinos favorabes a la sodomía, el homenaje a uno de los capellanes de Montoneros, Padre Mujica; la pleitesía a una mutual sionista de explícito y agresivo itinerario anticristiano y antiargentino, o la entrega del premio Juntos Educar, el 8 de septiembre de 2006, a un personero del mundialismo masónico, como Bernardo Klisberg, a un dirigente socialista como Norberto La Porta, o a un ideólogo vinculado al Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) -esto es, a la principal usina local de la cultura de la muerte- como Carlos Eróles, acompañado para tal ocasión de un convicto y confeso judeo-marxista como Daniel Filmus, entonces Ministro de Educación. Sin olvidarnos, antes bien subrayándolo, de aquella patochada tragicómica de hacerse bendecir e imponer las manos públicamente por una comparsa de evangélicos, carismáticos y pentecostalistas, como sucedió en junio del año 2006, en el Luna Park, a la vista de todos.
Que un descendiente de los Apóstoles en quien se supone mora la plenitud del Espíritu Santificante y el poder de comunicarlo; que un Príncipe de la Iglesia cuya gracia de estado no necesita complementos exotéricos y espurios, se rebaje impíamente a aceptar esta ceremonia como si a su estado sacramental faltara algo, no comete sólo una parodia plurireligiosa sino un claro y condenable sacrilegio.
De allí la pregunta y la respuesta consiguiente contenida en este acápite. ¿De qué Iglesia es Arzobispo y Primado Jorge Mario Bergoglio?
De la Iglesia de Pérgamo, de la que dice el Apocalipsis que "ha abrazado la doctrina de Balaam, el que enseñaba a Balac a dar escándalo a los hijos de Israel, para que comiesen de los sacrificios de los ídolos y cometiesen fornicación" (Apo.II, 14). Fornicación -glosa con maestría Monseñor Straubinger-"aplicada aquí en sentido religioso, como fornicación espiritual, que es con los poderosos de la tierra; es decir, a la que vive en infiel maridaje con el mundo, olvidando su destino celestial y la fugacidad de su tránsito por la peregrinación de este siglo".
Volvemos al interrogante anterior: ¿qué Iglesia preside Monseñor Bergoglio?. La Iglesia de Laodicea, la de mayor negritud y pecado que describe el mismo Apocalipsis de San Juan. "Conozco tus obras; no eres ni frío ni hirviente. ¡Ojalá fueras frío o hirviente! Así, porque eres tibio, y ni hirviente ni frío, voy a vomitarte de mi boca" (Apo. III, 15).
Fue Pío XII, en la Summi Pontificatus (n° 4), el que sostuvo que estas durísimas admoniciones del Apocalipsis podrían aplicarse a nuestra época, con su "vacío interior tan crecido y su indigencia espiritual tan íntima". Por lo demás, ya sabe el lector advertido, que exégetas de valía han hecho similar aplicabilidad de Laodicea a la presente y patente Iglesia, en la que el humo de Satanás parece haber entrado en ella, según célebre confesión del mismo Paulo VI.
Y no deberíamos desechar tampoco -en orden a inteligir mejor lo que estamos diciendo- que en el memorable y dramático guión para el Via Crucis del año 2005, elaborado por el Cardenal Ratzinger poco antes de su elevación al trono de Pedro, dirigió su plegaria al Altísimo, diciendo: "Señor, a menudo tu Iglesia, nos parece un barco que está por hundirse, un barco que hace aguas por todas partes". Estremecido por tamaña declaración, Monseñor Brunero Gherardini, en su Concilio Ecuménico Vaticano II. Un discorso da fare, creyó conveniente acotar que, hasta el mismo Juan Pablo II, "no obstante todo su optimismo conciliar" (sic), había constatado "un estado de apostasía silenciosa" recorriendo los meandros de la Esposa de Cristo.
Si Bergoglio no ha perdido aún enteramente su mirada sobrenatural, (él mismo la predicó alguna vez, en el año 1978, en sus Meditaciones para religiosos, hablando de quien ejerce la autoridad como "un hombre ad aedificationem") lejos de encolerizarse por esta adscripción que le hacemos a las Iglesias de Pérgamo y de Laodicea, debería hallar en los mismos textos revelados el camino a seguir.
En efecto, a la Iglesia de Pérgamo, Dios le dice: "Arrepiéntete, pues que si no vengo a ti presto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca" (Apo. II, 16). Y más tarde a la de Laodicea: "Ten, pues, ardor y conviértete. Mira que estoy a la puerta y golpeo (Apo. III, 19-20). No somos nosotros, simples laicos de a pie y carentes del más mínimo poder temporal, quien se lo decimos. Es Nuestro Señor Jesucristo, ante cuyo altar, alguna vez, juró fidelidad eterna como soldado de la Compañía de Jesús.
La sombra de Judas
Dicen que el nombre de Iscariote admite distintos significados. Desde el que aludiría a su pueblo de origen, Keriot, hasta al que maneja la sica o sicario. Sin embargo, es generalizada la versión, según la cual, el ya universal y temible apodo procede de una raíz hebreo-aramea que se traduce redondamente corno "el que iba a entregarlo". Y eso hizo con Nuestro Señor.
"Los Evangelios nos permiten entrever su indigna catadura. Gesta y ejecuta la traición en dos momentos tenebrosos. Cuando concuerda con los enemigos el precio de la entrega (Mt 26, 14-16); y cuando lo besa a Jesús en Getsemaní para señalárselo así a sus crudelísimos captores. Giotto captó el instante, y en su pintura maestra, la boca del entregador tiene un rictus atrabiliario que estremece.
La explicación de su aborrecible felonía también ha dado lugar a ciertas conjeturas entre los legos. Incluso, como se sabe, ciertas sectas gnósticas lo han reivindicado en el pasado remoto, y hoy ese neognosticismo, bien que abaratado y mostrenco, se permite expresarse a través de obras literarias o cinematográficas que rozan lo blasfemo. Sin ir más lejos, en 1944, Borges publica su cuento Tres versiones de Judas, en el cual, por vía de eruditos juegos de ficciones, termina admitiendo que el Mesías se habría encarnado en el Iscariote. Aterra pensar que de este escritor, y de su amistad con él, hace admirativa referencia el Cardenal Bergoglio en su libro El Jesuíta (p. 57), que luego analizaremos.
Pero más allá de las hermenéuticas desencaminadas, hijas de la malicia, del torpor o de esa inclinación insensata a declarar al mal como una opción romántica, la fuente más confiable para medir la abdicación de Judas ha sido y sigue siendo el Nuevo Testamento; y en él no quedan rastros de dudas sobre el por qué del inconcebible móvil. "El diablo había entrado en su corazón", dice San Juan (Jn. 13,2). "Satanás entro en Judas", reitera San Lucas (Le. 22,3); y otra vez San Juan: "Jesús les respondió: ¿No os he elegido yo a vosotros los doce? Y uno de vosotros es un diablo" (Jn. 6, 70-71).
Estamos, pues, ante un temible misterio luciferino, sólo cabalmente inteligible sub specie aetemitatis. Porque, en el fondo, todo pecado mortal es un misterio, y cuánto más éste que acabó con los días temporales de Jesucristo, habiendo sido la misma Víctima -que todo lo sabía- quien lo invitó a seguirlo y acompañarlo. Está claro, no obstante, que la mistagogía real o presuntiva de su traición no borra su culpa ni atempera la sordidez de su infidelidad.
Que Judas se arrepiente y se ahorca, también está en el Evangelio. "Acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: 'Pequé entregando sangre inocente' " (Mt.27, 3-4). Y a renglón seguido: "luego se alejó para ahorcarse" (Mt. 27, 5). Orígenes extrañamente suponía que Judas se había ahorcado para buscar a Cristo en el otro mundo y pedirle perdón. (In Matt., tract. xxxv).
A San Pedro, sin embargo, le debemos el conocimiento de otro dato que podría modificar levemente el final del Iscariote. "Habiendo comprado [Judas] un campo con el precio de su iniquidad, cayó de cabeza., se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. Y la cosa llegó a conocimiento de todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó Haceldama, es decir, campo de sangre". (Hechos, 1, 16-20).
Quienes se han ocupado de concordar sendos textos, han blandido la hipótesis de que la soga con la que el traidor buscaba su propio castigo, no aguantó el peso de su cuerpo, y quebrándose produjo su caída, y su caída el reventón fatal que derramó sus entrañas sobre una tierra adquirida al precio de la iniquidad.
Detalles más o menos -que al sentido esencial de la historia no logran modificar- lo que aquí queremos decir, es que la sombra de Judas se sigue cerniendo sobre el Tabernáculo, sigue acosando al Redentor, sigue dando rondas y fintas serpenteadas, idénticas a las que dio Luzbel alrededor de aquel árbol inaugural del Paraíso. Y esa sombra monstruosa ha terminado por constituirse en La Iglesia de Judas, como la llamó magistralmente Bernard Fay en su obra homónima, L'Eglise de Judas, publicada tempranamente, en 1970.
 Si hay, pues, una Iglesia de Judas, sus pastores han de tener los rasgos de quien la fundó. Esos rasgos, como hemos visto, aparecen con toda nitidez en las páginas neo testamentarias. Y nos muestran a un alma dominada por el espíritu inmundo.
Pero ha sido Paul Claudel, en su incisiva obra Autodefensa de Judas y de Pilotos, quien agregó a su perfil unos caracteres que conviene tener en cuenta al momento de aplicar cuanto decimos a la actual situación. En la versión claudeliana, en efecto, el Iscariote es un racionalista, con "un apetito de lógica"; un admirador de los fariseos, de quienes dice que "el orden público, el buen sentido, la moderación, estaban de su parte"; es un protokantiano que para justificar el fin de toda heteronomía -empezando por la que se asienta en el Nomos Dívino-sostiene sin más que "se debe obrar siempre de manera tal que la fórmula de tu acto pueda ser erigida en máxima universal"; y es, además, un rabioso pluralista. Porque "en la Cruz" -se queja- "no hay más que dos direcciones secamente indicadas, el bien o el mal. Esto le basta a los espíritus simples. Pero el árbol que nosotros colonizamos nunca se acaba de darle la vuelta. Sus ramas, indefinidamente ramificadas, abren en todas direcciones las posibilidades más atrayentes:
filosofía, filología, sociología".
Puede verse ahora, con visibilidad mayúscula, a qué modelo de pensar y de obrar responden los obispos de la "Iglesia de Judas".
Pero hubo otro retratista del tránsfuga cuya perspicacia para la captación de sus miserias no queremos desatender. Se trata de Giovanni Papini, quien en su Historia de Cristo dice del renegado entregador: "Jesús no fue solamente traicionado, sino vendido: traicionado por dinero, vendido a vil precio, cambiado por moneda circulante. Fue objeto de intercambio, mercadería pagada y entregada. Judas, el hombre de la bolsa, el cajero, no se presentó solamente como delator, no se ofreció como sicario, sino como negociante, como vendedor de sangre. Los judíos, que entendían de sangre, cotidianos degolladores y descuartizadores de víctimas, carniceros del Altísimo, fueron los primeros y los últimos clientes de Judas".
Fariseo, racionalista, pluralista, políticamente correcto y en maridaje con los judíos mediante tramoyas indignas: he aquí, ya más completa, la fisonomía del pastor de la iglesia de Judas. A la que bien podría agregarse, la que con su habitual finura elabora Romano Guardini, en el capítulo primero del volumen segundo de su obra El Señor. Judas, dice Guardini, no pudo soportar "a cada instante la pureza sobrehumana de Jesucristo. Esa disposición de víctima, esa voluntad de sacrificarse por los hombres. Ya es muy difícil soportar la grandeza de un hombre cuando se es pequeño. Pero ¿y cuando se trata de grandeza religiosa, de grandeza divina, de sacrificio, de la grandeza del Redentor? Si no hay una fe inmensa y un amor perfecto que nos induzca a aceptar a este santo excelso como norma y punto de partida, su presencia ha de envenenar forzosamente el alma".
Entonces sobreviene el estólido perjurio, a pesar o por lo mismo de ser uno de los Doce. Porque "este puesto está para caída y levantamiento de muchos" (Lc.II,34).
Lo que Guardini resalta en el felón, en suma, es la incurable pusilanimidad, vicio opuesto y adversario de la virtud de la magnanimidad. El pusilánime -su misma etimología lo asienta- tiene el alma invadida por la parvidad, la bajeza y una ruindad ominosa que lo hace preferir el beneficio al sacrificio, el acomodo al desafío, la contemporización a la lid.
Entre nosotros, ha sido Alberto Caturelli quien ha terminado de echar lumbre sobre esta angustiante aunque vital cuestión de la sombra de Judas. En el capítulo XV de la segunda edición de su obra, La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy, publicada por Gladius en el año 2006, analiza con su habitual hondura metafísica lo que bien da en llamar "El Iscariotismo en la Iglesia y en él mundo".
Para Caturelli las palabras traición y tradición tienen una raíz común, aunque un destino fatalmente inverso. Porque mientras la segunda exige la existencia de un sujeto o de una comunidad fiel, la primera implica la existencia del traidor que es, justamente, el que obra lo antitético: "no cuidar, no trasmitir fielmente, quebrar la lealtad o fidelidad al depósito recibido". El Iscariote -prosigue Caturelli- "no anuncia el acontecimiento de la Palabra Encarnada y Sacrificada en la Cruz, [pues] frecuentemente es tributario de pseudos maestros. [...] No quiere confrontaciones ni recios testimonios, sino compromisos equívocos, 'ponderados' y 'prudentes', que le permitan seguir viviendo en 'paz' con el mundo. No le preocupa traer las ovejas perdidas a la Casa del Padre, sino trasquilar sus ovejas, hacer de ellas obsecuentes cortesanos y desempeñar hasta el fin su papel de mercenario entregado al mundo [...] Ha sustituido el compromiso con Cristo por la 'ética del discurso' que se funda en el 'consenso' [en la "cultura del encuentro", agregaríamos nosotros]. En fin, "los Iscariotes de la Iglesia y del mundo no se atreven a oponerse a las mayorías. Ante la posibilidad del heroico testimonio, se limitan a preguntar al mundo: 'qué me dais, y yo os lo entregaré' (Mt, 26,15)"
Tengan mucho cuidado nuestros pastores; tenga especial cuidado Monseñor Bergoglio, si la fisonomía aquí dibujada del Iscariote se les acerca
peligrosamente a la realidad de sus propias vidas.
Sin embargo, algo conclusivo querernos sumar a esta meditación sobre el sacerdocio de Judas.
No es en el Campo de Haceldama donde esperamos ver concluir las carreras de estos ministros del Iscariote. Es en el campo del honor, conversos y arrepentidos, obedeciendo con temor de Dios lo que Dios les advirtió con verbo tronitonante y flamígero en las páginas del Apocalipsis.
No es suspensos de un horcón donde anhelamos su final terreno. Es en el Sagrario, limpios de genuina metanoia, de expiación y de mortificaciones abundantes y regeneradoras; celebrando nuevamente la Santa Misa en la intacta magnificencia de su tradicional liturgia.
No es devolviendo las treinta monedas como mejor quisiéramos imaginar el desenlace de sus contriciones. Sino no habiéndolas aceptado nunca jamás, y acaudillando en una carga final, rosario en puño, al rebaño maltrecho, hacia el frescor vivificante de los pastos del Cordero. Imitando a aquellos pastores guardianes y celosos, varoniles y osados. Como Martín de Finojosa, obispo de Sigüenza, fraile cisterciense verdaderamente austero y humilde, de quien mereció que se escribiera: "Fue modelo del clero, luz de la patria, dechado de costumbres, doctor de la Verdad, norma para los buenos, azote para los culpables, luz de los pontífices".
No es, por último, repitiendo bellaquerías y guarangadas como quisiéramos escucharlos hablar. Sino siguiendo aquel sabio remedio de ese otro abad del Cister medieval, Isaac de Stella, quien este buen consejo nos daba y repetimos: "Lo suficiente es fácil decirlo. El gozo, el amor, la delectación, la visión, la luz, la gloria, es lo que Dios exige de nosotros, aquello para lo cual Dios nos hizo. El orden y la religión verdadera es hacer aquello para lo cual fuimos hechos. Contemplemos lo que es la belleza suprema, luchemos vehementemente contra lo que se opone a ello. Todas nuestras actividades, el trabajo como el reposo, la palabra como el silencio, estén encaminados a este fin. Lo que no está encaminado a él, lo que no hacemos por el fin para el cual fuimos hechos por Dios, haciendo coincidir la razón y la intención de su obra y de la nuestra, no es una virtud y no merece recompensa".
Este es el desenlace que nuestra caridad desea, y por el cual rezamos cada día.
Si no está en la voluntad de los malos pastores convertirse y enmendar sus culpas, que se cumpla en ellos la sentencia de San Gregorio, asentada en su Regla Pastoral: "Los prelados deben saber que son dignos de tantas muertes, cuantos ejemplos de perdición transmiten a los subditos". Pero si está en la voluntad de Dios darnos obispos santos, corajudos y sabios, ha de llenarnos de sobrenatural esperanza el relato contenido en el capítulo primero de los Hechos de los Apóstoles.
Allí, San Pedro, constituido ya en el primer Pontífice, tiene que proceder al reemplazo de Judas Iscariote, pues tras su muerte el puesto estaba fatalmente vacante. La alocución petrina trasunta misericordia e indulgencia hacia el desventurado Judas. Pero trasunta también una firmeza inspirada; y citando al Salterio exhorta reciamente: "Que su campamento quede desierto y no haya nadie que lo habite. Que otro ocupe su cargo"
(Hechos 1, 20).
Ambas cosas pide y hace Pedro. Y de esa decisión, tras encomendarse al Señor, "que conoces los corazones de todos" (Hechos 1, 24), es elegido Matías, el que habría de compensar con su anonadante santidad las defecciones incalificables de Judas.
Veinte siglos después, en la catequesis del 18 de octubre de 2006, otro Pedro, Benedicto XVI, ha vuelto a referirse a San Matías, alimentando aquella misma esperanza antigua: "Después de la Pascua, fue elegido para ocupar el lugar del traidor [...] No sabemos nada más de él, salvo que fue testigo de la vida pública de Jesús, siéndole fiel hasta el final [...] De aquí sacamos una última lección: aunque en la iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos corresponde contrarrestar el mal que ellos realizan con nuestro testimonio fiel a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador".
Permita el Señor que su Vicario al presente, velando por la salud de la Esposa y despreciado a los Sacerdotes de Judas, reedite el gesto inmensamente caritativo y justiciero de Pedro, diciendo de aquellos: Que sus campamentos queden desiertos.
Que otros ocupen sus sitios.