(Artículo tomado de la revista “Esrudios”, de los
padres jesuitas, en la época ‘arcaica’,
muchos años antes que apareciera
Francisco, el esperado de las Naciones …Unidas.)
EL
MESIANISMO DE LOS JUDÍOS DEL TIEMPO DE CRISTO
José J. Réboli, S.J.
Quien
lea con alguna detención los Santos
Evangelios verá presto y a las claras que la implantación y propagación del Reino de Dios fue algo así como la
columna vertebral, la línea central de
la actividad docente y organizadora de
Jesucristo. Había sido para ello enviado, como lo dice Él mismo, por el
evangelista San Lucas. (4.43). Asunto grato sería estudiar lo que acerca
de ese Reino y de su Rey pensaba Jesucristo; pero juzgamos no lo será menos, el
exponer, siquiera sucintamente, cuales eran las ideas que, acerca de ambos
puntos, tenían los israelitas contemporáneos del Salvador. Así se patentizará
en forma clara y manifiesta cuan
prudentemente obró el Salvador en la exposición y manifestación del verdadero
concepto de su Reino.
Como fuente de información nos valdremos
especialmente de los libros apócrifos
del antiguo Testamento. Los cuales, aunque carezcan del carisma de la
inspiración, y por ende no exijan ser creídos con fe divina y sobrenatural,
merecen, sin embargo, no poca fe humana; porque nos dan a conocer
históricamente cual era la concepción mesiánica vigente en los tiempos en que
fueran escritos.
Iniciados principalmente en el período
macabaico y continuados aun después de la muerte de Cristo, pasan del número de
90; pero nos serviremos tan sólo de los anteriores a Jesucristo o de los que
fueron escritos en los primeros años de su vida en Nazaret. La razón es obvia y
no requiere ulterior explicación. Sólo advertiremos que, tratándose de una nota
de mera divulgación, huelgan las citas bibliográficas, exigidas justamente en
revistas especializadas.
Pues bien, ¿Qué se dice en esos libros
del Mesías-Rey? ¿Qué del Reino mesiánico?
No dejará de sorprender que sea diversa
la concepción que se habían formado los diferentes apócrifos. Porque
examinándolos detenidamente, se ve al punto con evidencia que la persona del
Mesías no siempre tiene en ellos la misma importancia y la misma actuación.
En efecto, en el libro titulado La Asunción de Moisés apenas
aparece la intervención de un Mesías personal; puesto que sólo se trata de
acontecimientos escatológicos y extramundanos; en otros se atribuye ya más
importancia y no poca actividad como en el libro de los Jubileos y en los
escritos del gran Filón de Alejandría.
Donde adquiere mayor bulto y más
acentuado relieve es en los Libros Sibilinos, en el Testamento de los 12
Patriarcas , en las parábolas de Enoc y
en los Salmos de Salomón.
El personaje esperado es presentado como
hijo de David, rey de Israel. y elegido por Dios para una misión especial. Sin
embargo, es hombre, pura y sencillamente hombre como nosotros, sin ninguna
prerrogativa divina; pues que la divinidad es única y exclusiva de Yawé.
¿Cuál es la misión especial de que ese
personaje está investido?
Para el autor de las Parábolas de Enoc el
Elegido (tal se llama) es constituido por Dios, Juez supremo y universal. “En
el día del Juicio, dice, el Señor de los Espíritus le hará sentar sobre el
trono de su gloria. Ángeles y hombres , justos y pecadores , se congregarán
delante de él. La rectitud recibirá su
recompensa, la injusticia su castigo”. De consiguiente, el Mesías de este libro
es un Mesías justiciero; y el juicio de que se trata es a todas luces el final
y definitivo.
El escritor del Salmo 17 de Salomón
describe al Mesías como a Libertador. Descendiente de David, restablecerá la
dinastía nacional de los Hasmoneos usurpada por los Herodíadas, expulsará a los
extranjeros, castigará la arrogancia de los gentiles aniquilará a los
pecadores, reunirá a todos los judíos
dispersos, purificará a Jerusalen y hará resplandecer la antigua gloria de
Israel.
En otros apócrifos el Mesías que se
espera llenará las funciones de Profeta. Será el intérprete de las voluntades del Altísimo
y el heraldo de sus enseñanzas.
El pìadoso autor de los Salmos de Salomón nos lo muestra como Doctor de la Ley, el cual instruye a los fieles
israelitas y les enseña la justicia.
La nota fundamental que se advierte en estos doctores es que
jamás hacen del Mesías un Legislador soberano con poder de
modificar la ley mosaica; como tampoco el
Portador y Legado de una nueva revelación. Podrá tan solo confirmar al
pueblo en la observancia de la
Torá, cuyas prescripciones (sobre todo las que respectan al
Templo y a los sacrificios) retendrán su valor perpetuamente.
Todavía más: y es que en ningún pasaje
interviene para borrar el pecado
existente o para convertir y salvar a los paganos. La concepción de un Salvador
de los pecadores (esto es de los gentiles y aun de los judíos extraviados) no
existe en el judaísmo. De ahí es que los judíos del tiempo de Cristo jamás
pensaran en hacer del Mesías una víctima expiatoria, que hubiese de redimir,
por sus sufrimientos, los pecados de los culpables y los volviese a poner en
gracia de Dios.
Ni uno sólo de ellos quiso reconocer un Mesías paciente y dolorido,
sino tan sólo glorioso y triunfador. Aún los pasajes tan plásticos, manifiestos
y expresivos de Isaías sobre los
padecimientos del siervo de Yawé, quedaron sin eco entre los israelitas
contemporáneos de Jesucristo; jamás pudieron hacerse a la idea de que convenía
que el Cristo padeciese y así entrase en su gloria; ni menos que debía morir por nuestros
pecados, como decía San Pablo a los de Corinto.
Pero ello nada tiene de extraño; porque
los judíos perseguidos y cazados como fieras en el dominio de los Seléucidas,
rodeados siempre de enemigos, sujetos, tras un corto tiempo de independencia
nacional, al yugo de Roma y de la dinastía idumea: habían llegado a concebir el
reino mesiánico como la exacta oposición a las tristes condiciones, bajo las
cuales gemían entonces. ¿Qué cosa más natural y justa, por tanto, que esperar
del Libertador prometido el cambio y el
trueque de las suertes: la humillación de los enemigos, la glorificación de
Israel, la vuelta de las tribus, el restablecimiento de la dinasta nacional en
todo su esplendor y magnificencia?
¿No lo exigía así el interés mismo de
Dios, cuyo nombre era blasfemado por los gentiles? Y en caso contrario, ¿no
faltaría Dios a sus más solemnes promesas sino ejerciese finalmente un juicio riguroso sobre sus
enemigos y vengase a su pueblo?
De lo dicho se desprende que una de las
característica que más llama la atención en las descripciones del reino mesiánico,
por parte de los apócrifos, es de un cerrado y estrecho nacionalismo.
Los judíos (al menos los que
no han prevaricado) son considerados como sus primeros y mejores beneficiarios.
Y ¿qué, de los gentiles y pecadores? Para los apócrifos más benignos son
tenidos como modestos prosélitos; se les permite hacer peregrinaciones a
Palestina y ofrecer ofrendas al Templo, como dicen los Salmos de Salomón. Son ciudadanos de segundo orden, como lo afirma
Filón, con no pocos autores.
En la mayoría de esos escritos, sin
embargo, aparecen sujetos a los israelitas. Y esa suerte poco envidiable no es
la de todos: muchos perecerán en los combate que sostendrán contra Israel, o
serán muertos por las fieras que Dios
lanzará sobre ellos. Más aún, parece que todos los paganos son entregados a
Israel para su completo aniquilamiento. El nuevo reino del Mesías se
circunscribirá a las tierras de Palestina; y Jerusalen, nuevamente edificada en
forma espléndida y maravillosa, será la capital gloriosa de su Imperio.
El Templo será de nuevo construido, y
estará adornado con mayor esplendor que nunca; por su magnificencia deberá
sobrepujar con mucho al del mismo Salomón.
“Israel, se dice triunfal y plasticamente
en el libro de los Jubileos, ya no
será más la cola sino la cabeza”.
Otra de las características del futuro
Reino mesiánico puesta en evidencia hasta
la exageración en los apócrifos,
es la de una felicidad terrena y material
que se espera del Mesías.
La paz, la más idílica paz reinará perpetuamente
en Israel, después de las guerras que habrá sostenido para exterminar o
subyugar a los gentiles; abundarán doquiera riquezas inconcebibles; la tierra
estará dotada de fertilidad extraordinaria; alegrará a los padres una numerosa
descendencia, porque ya no habrá hombres o mujeres estériles; nadie será feo ni
deforme; nadie morirá joven, puesto que todos gozarán de gran longevidad.
De manera más grosera y crasa pinta este
estado de felicidad, la primera parte del libro de Enoc.
“Los justos, dice, vivirán hasta que
hayan engendrado mil hijos. Florecerá
por todas partes incontable variedad de árboles agradables y
provechosos; todos beberán hasta saciarse vino,
que darán las vides en abundancia; todo grano sembrado dará mil medidas por una; y una medida de aceite
producirá diez medidas de aceite. Quizá pregunte alguno que duración dan los
apócrifos a este reino de paz y bienestar.
Es menester confesar que no se puede dar
una respuesta idéntica y uniforme. Pues mientras los unos afirman que durará 50
años; otros aseguran que será de 200 años, para no pocos será su duración de
500 años; mientras que la inmensa mayoría sostiene que permanecerá durante mil años. He aquí el milenarismo judaico, que por algunos Padres
primitivos pasó a la exegesis del Evangelio de San Juan.
Resumiendo cuanto antecede, tenemos que
el Mesías israelítico es, según los apócrifos, un rey descendiente de David,
pero hombre como nosotros; Mesías justiciero o Mesías guerrero, legislador en
sentido farisaico; incapaz de dar la justicia y la santidad a los que carecen
de ella; desconocedor de los padecimientos y de la muerte redentora del pecado.
Este, al sentir de los mismos apócrifos,
funda sobre la sangre y exterminio de los enemigos de Israel, un reino nacional
y particularista, material más bien que espiritual. En el que pululan los
bienes gruesos y materiales de los sentidos en vez de los elevados y
dignificadores del espíritu.
Tal concepción penetró y se arraigó en diferentes y variados círculos del pueblo
judío, hasta llegar a los tiempos de Jesucristo; y se notan en los Evangelios pruebas fehacientes y
palpables.
De ahí es la prudente cautela y admirable
tino con que obró Jesucristo para desenterrarla paulatinamente de las mentes de
los que le escuchaban para infundirles a su vez el verdadero y genuino concepto
del Mesías de los profetas y para fundar su reino universal, inmortal e
imperecedero.+