lunes, 23 de mayo de 2016

EL MESIANISMO DE LOS JUDÍOS DEL TIEMPO DE CRISTO José J. Réboli, S.J.

(Artículo tomado de la revista “Esrudios”, de los padres jesuitas, en  la época ‘arcaica’, muchos años antes que apareciera  Francisco, el esperado de las Naciones …Unidas.)

EL MESIANISMO DE LOS JUDÍOS DEL TIEMPO DE CRISTO
José J. Réboli, S.J.


Quien lea con alguna  detención los Santos Evangelios verá presto y a las claras que la implantación y propagación del Reino de Dios fue algo así como la columna vertebral, la línea central  de la actividad docente  y organizadora de Jesucristo. Había sido para ello enviado, como lo dice Él mismo, por el evangelista San Lucas. (4.43).      Asunto grato sería estudiar lo que acerca de ese Reino y de su Rey pensaba Jesucristo; pero juzgamos no lo será menos, el exponer, siquiera sucintamente, cuales eran las ideas que, acerca de ambos puntos, tenían los israelitas contemporáneos del Salvador. Así se patentizará en forma clara  y manifiesta cuan prudentemente obró el Salvador en la exposición y manifestación del verdadero concepto de su Reino.
      
Como fuente de información nos valdremos especialmente de los libros apócrifos del antiguo Testamento. Los cuales, aunque carezcan del carisma de la inspiración, y por ende no exijan ser creídos con fe divina y sobrenatural, merecen, sin embargo, no poca fe humana; porque nos dan a conocer históricamente cual era la concepción mesiánica vigente en los tiempos en que fueran escritos.
      Iniciados principalmente en el período macabaico y continuados aun después de la muerte de Cristo, pasan del número de 90; pero nos serviremos tan sólo de los anteriores a Jesucristo o de los que fueron escritos en los primeros años de su vida en Nazaret. La razón es obvia y no requiere ulterior explicación. Sólo advertiremos que, tratándose de una nota de mera divulgación, huelgan las citas bibliográficas, exigidas justamente en revistas especializadas.
      Pues bien, ¿Qué se dice en esos libros del Mesías-Rey? ¿Qué del Reino mesiánico?



      No dejará de sorprender que sea diversa la concepción que se habían formado los diferentes apócrifos. Porque examinándolos detenidamente, se ve al punto con evidencia que la persona del Mesías no siempre tiene en ellos la misma importancia y la misma actuación.
      En efecto, en el libro titulado La Asunción de Moisés apenas aparece la intervención de un Mesías personal; puesto que sólo se trata de acontecimientos escatológicos y extramundanos; en otros se atribuye ya más importancia y no poca actividad como en el libro de los Jubileos y en los escritos del gran Filón de Alejandría.
      Donde adquiere mayor bulto y más acentuado relieve es en los Libros Sibilinos, en el Testamento de los 12 Patriarcas , en las parábolas de Enoc  y en los Salmos de Salomón.
      El personaje esperado es presentado como hijo de David, rey de Israel. y elegido por Dios para una misión especial. Sin embargo, es hombre, pura y sencillamente hombre como nosotros, sin ninguna prerrogativa divina; pues que la divinidad es única y exclusiva de Yawé.
      ¿Cuál es la misión especial de que ese personaje está investido?
      Para el autor de las Parábolas de Enoc el Elegido (tal se llama) es constituido por Dios, Juez supremo y universal. “En el día del Juicio, dice, el Señor de los Espíritus le hará sentar sobre el trono de su gloria. Ángeles y hombres , justos y pecadores , se congregarán delante de él. La rectitud  recibirá su recompensa, la injusticia su castigo”. De consiguiente, el Mesías de este libro es un Mesías justiciero; y el juicio de que se trata es a todas luces el final y definitivo.
      El escritor del Salmo 17 de Salomón describe al Mesías como a Libertador. Descendiente de David, restablecerá la dinastía nacional de los Hasmoneos usurpada por los Herodíadas, expulsará a los extranjeros, castigará la arrogancia de los gentiles aniquilará a los pecadores, reunirá a todos los  judíos dispersos, purificará a Jerusalen y hará resplandecer la antigua gloria de Israel.
     En otros apócrifos el Mesías que se espera  llenará las funciones de Profeta. Será  el intérprete de las voluntades del Altísimo y el heraldo de sus enseñanzas.
      El pìadoso autor de los Salmos de Salomón nos lo muestra como Doctor de la Ley, el cual instruye a los fieles israelitas  y les enseña la justicia.
      La nota fundamental  que se advierte en estos doctores es que jamás hacen del Mesías un  Legislador soberano con poder de modificar la ley mosaica; como tampoco el Portador y Legado de una nueva revelación. Podrá tan solo confirmar al pueblo en la observancia de la Torá, cuyas prescripciones (sobre todo las que respectan al Templo y a los sacrificios) retendrán su valor perpetuamente.
    Todavía más: y es que en ningún pasaje interviene  para borrar el pecado existente o para convertir y salvar a los paganos. La concepción de un Salvador de los pecadores (esto es de los gentiles y aun de los judíos extraviados) no existe en el judaísmo. De ahí es que los judíos del tiempo de Cristo jamás pensaran en hacer del Mesías una víctima expiatoria, que hubiese de redimir, por sus sufrimientos, los pecados de los culpables y los volviese a poner en gracia de Dios.
      Ni uno sólo de ellos  quiso reconocer un Mesías paciente y dolorido, sino tan sólo glorioso y triunfador. Aún los pasajes tan plásticos, manifiestos y expresivos  de Isaías sobre los padecimientos del siervo de Yawé, quedaron sin eco entre los israelitas contemporáneos de Jesucristo; jamás pudieron hacerse a la idea de que convenía que el Cristo padeciese y así entrase en su gloria;  ni menos que debía morir por nuestros pecados, como decía San Pablo a los de Corinto.
      Pero ello nada tiene de extraño; porque los judíos perseguidos y cazados como fieras en el dominio de los Seléucidas, rodeados siempre de enemigos, sujetos, tras un corto tiempo de independencia nacional, al yugo de Roma y de la dinastía idumea: habían llegado a concebir el reino mesiánico como la exacta oposición a las tristes condiciones, bajo las cuales gemían entonces. ¿Qué cosa más natural y justa, por tanto, que esperar del Libertador prometido  el cambio y el trueque de las suertes: la humillación de los enemigos, la glorificación de Israel, la vuelta de las tribus, el restablecimiento de la dinasta nacional en todo su esplendor y magnificencia?
      ¿No lo exigía así el interés mismo de Dios, cuyo nombre era blasfemado por los gentiles? Y en caso contrario, ¿no faltaría Dios a sus más solemnes promesas sino ejerciese  finalmente un juicio riguroso sobre sus enemigos y vengase a su pueblo?
      De lo dicho se desprende que una de las característica que más llama la atención en las descripciones del reino mesiánico, por parte de los apócrifos, es de un cerrado y estrecho nacionalismo.
      Los judíos (al menos los que no han prevaricado) son considerados como sus primeros y mejores beneficiarios. Y ¿qué, de los gentiles y pecadores? Para los apócrifos más benignos son tenidos como modestos prosélitos; se les permite hacer peregrinaciones a Palestina y ofrecer ofrendas al Templo, como dicen los Salmos de Salomón. Son ciudadanos de segundo orden, como lo afirma Filón, con no pocos autores.
      En la mayoría de esos escritos, sin embargo, aparecen sujetos a los israelitas. Y esa suerte poco envidiable no es la de todos: muchos perecerán en los combate que sostendrán contra Israel, o serán  muertos por las fieras que Dios lanzará sobre ellos. Más aún, parece que todos los paganos son entregados a Israel para su completo aniquilamiento. El nuevo reino del Mesías se circunscribirá a las tierras de Palestina; y Jerusalen, nuevamente edificada en forma espléndida y maravillosa, será la capital gloriosa de su Imperio.
      El Templo será de nuevo construido, y estará adornado con mayor esplendor que nunca; por su magnificencia deberá sobrepujar con mucho al del mismo Salomón.
      “Israel, se dice triunfal y plasticamente en el libro de los Jubileos, ya no será más la cola sino la cabeza”.
      Otra de las características del futuro Reino mesiánico puesta en evidencia hasta  la exageración  en los apócrifos, es la de una felicidad terrena y material que se espera del Mesías.
      La paz, la más idílica paz reinará perpetuamente en Israel, después de las guerras que habrá sostenido para exterminar o subyugar a los gentiles; abundarán doquiera riquezas inconcebibles; la tierra estará dotada de fertilidad extraordinaria; alegrará a los padres una numerosa descendencia, porque ya no habrá hombres o mujeres estériles; nadie será feo ni deforme; nadie morirá joven, puesto que todos gozarán de gran longevidad.
      De manera más grosera y crasa pinta este estado de felicidad, la primera parte del libro de Enoc.
      “Los justos, dice, vivirán hasta que hayan engendrado mil hijos. Florecerá  por todas partes incontable variedad de árboles agradables y provechosos; todos beberán hasta saciarse vino,  que darán las vides en abundancia; todo grano sembrado dará  mil medidas por una; y una medida de aceite producirá diez medidas de aceite. Quizá pregunte alguno que duración dan los apócrifos a este reino de paz y bienestar.
      Es menester confesar que no se puede dar una respuesta idéntica y uniforme. Pues mientras los unos afirman que durará 50 años; otros aseguran que será de 200 años, para no pocos será su duración de 500 años; mientras que la inmensa mayoría sostiene que  permanecerá durante mil años. He aquí el milenarismo judaico, que por algunos Padres primitivos pasó a la exegesis del Evangelio de San Juan.
      Resumiendo cuanto antecede, tenemos que el Mesías israelítico es, según los apócrifos, un rey descendiente de David, pero hombre como nosotros; Mesías justiciero o Mesías guerrero, legislador en sentido farisaico; incapaz de dar la justicia y la santidad a los que carecen de ella; desconocedor de los padecimientos y de la muerte redentora del  pecado.
      Este, al sentir de los mismos apócrifos, funda sobre la sangre y exterminio de los enemigos de Israel, un reino nacional y particularista, material más bien que espiritual. En el que pululan los bienes gruesos y materiales de los sentidos en vez de los elevados y dignificadores del espíritu.
      Tal concepción  penetró y se arraigó  en diferentes y variados círculos del pueblo judío, hasta llegar a los tiempos de Jesucristo; y se notan   en los Evangelios pruebas fehacientes y palpables.
      De ahí es la prudente cautela y admirable tino con que obró Jesucristo para desenterrarla paulatinamente de las mentes de los que le escuchaban para infundirles a su vez el verdadero y genuino concepto del Mesías de los profetas y para fundar su reino universal, inmortal e imperecedero.+