ISÓCRATES
Por Germán Rocca.
El estudio de la historia nos
demuestra que ésta se repite hasta el hartazgo y tal vez sea la de Grecia la
que nos sirva para constatar esta afirmación del modo más palmario.
En aquel siglo IV a. C., lejos
había quedado Teognis, la religiosidad que informaba a las distintas
polis, mientras alrededor de Delfos se había montado un mercado que
desvirtuaba la sacralidad
del templo, repercutiendo, todo esto, sobre el modo de vida, la
educación, la
economía y la política.
La historia no se divide en
períodos o barreras perfectas y contundentes donde de un momento para el otro
es diferente el ambiente que se respira y, aún en este siglo decadente,
persiste una religiosidad algo formalista, plagada de superfetaciones contra
las que luchó Sócrates y una cantidad de escrúpulos religiosos y supersticiones que aunque disten
mucho de la fe viva, siempre han permitido cotejar notas de la
tradición.
Con la democracia las viejas
familias perdieron poder político, la conveniencia mercantil y militar
gestó en
Atenas grandes flotas marítimas, corriendo el poder de los dueños de la
tierra
y de la caballería hacia una burguesía embarcada, a la que era necesario
permitir el acceso a cargos de comando en la defensa y el manejo de la
cosa pública.
Ciertos personajes fundamentales surgen
con la democracia de Pericles –que era un aristócrata timoneando una
democracia-, más por reacción que por compartir aquel estado de cosas, junto
con una creciente burocracia estatal; pero excede en mucho a estas líneas
explicar ahora los motivos por los que aquel apogeo democrático pudo ser
también, en algún sentido, un siglo de oro.
Tampoco hay espacio para tratar el
tema aquí, pero digamos que la educación -nos dice Werner Jaeger- que
pretendieron los sofistas, es fundamentalmente la misma de los educadores
modernos: es la continuación de la línea retórica de la cultura antigua, aun
cuando se pretenda enseñar filosofía. La auténtica paideia –agrega Jaejer- se
convierte directamente en autocrítica del humanismo erudito de los tiempos
modernos.
Por otro lado, cabe preguntarse
si es posible o no, en estos tiempos, educar –o tal vez, con Calderón
Bouchet
haya que conformarse a decir formar- al modo griego de sus mejores
siglos o es
que la realidad no deja más opción que la de un academicismo
enciclopédico, apenas tendiente a una profesionalización fragmentada por
especialidades que permitan
una posterior subsistencia. Para salir de estas meras technes, no parece haber otra opción que una religiosidad y piedad
tradicional que informen a la solidez familiar; al menos para empezar.
Esta muerte lenta de la Ciudad
Antigua hace aparecer personalidades como la de Isócrates, quien se
encuentra
en una línea intermedia entre la indiferencia moral de la educación
retórica y de un Platón que no concebía a la política desmembrada de la
ética y que encontraba a ésta directamente dependiente de la religión
tradicional.
Se debía hallar una nueva justificación
ética con aplicación en la práctica política y él la encontró, desaparecida la
antigua fe, en un sueño de grandeza y unidad nacional que nada tenía que ver
con el hombre concreto de la Grecia antigua, ligado a sus dioses y a su tierra.
Novedad que, agregaría Calderón Bouchet, desencadena en un cosmopolitismo propio
de las decadencias del espíritu que nada se parece al nacionalismo de un Demóstenes.
El ideal educativo de Isócrates
no pasaba de ser una tecnicatura que rivalizaba con la socrática,
orientando y preparando hacia las nuevas ideas a la juventud aspirante a
la política, como
único camino viable. A diferencia de Platón, Isócrates se propone
convertir a
la retórica en la verdadera educación, un poco porque no cree en la
legitimidad
exclusiva de la filosofía –inescindible de la religión cuando hablamos
de
Platón-, y otro poco porque sospecha de la falta de idoneidad a la que
había
llegado la filosofía en orden a lograr muchachos que logren el poder
ante
aquella situación.