El riesgo de quedarse a mitad de camino
El
recorrido ha sido trazado y parece estar suficientemente definido. Más
allá de las eventuales coincidencias o discrepancias que, tanto desde la
política como desde la sociedad se plantean, el actual gobierno parece
decidido a transitar el sendero que ya ha elegido. Los que no
comparten esa orientación general lo han manifestado expresamente. En
muchos de esos casos se trata de personas que han ocupado puestos de
conducción y que han demostrado con creces lo que pueden ser capaces de
hacer cuando disponen de cierta supremacía al frente de la
administración de la cosa pública.
La visión del populismo y sus
programas socialistas ya han sido probadas con resultados catastróficos
demasiado evidentes. Concentración del poder, intervención del Estado en
la economía, discrecionalidades por doquier y un espíritu autocrático
que no han logrado disimular, por solo citar algunas de sus más
inocultables y despreciables características.
El debate del
presente tiene que ver con la dinámica seleccionada en esta ocasión, la
velocidad con la que se intentan implementar ciertos cambios, la
oportunidad de las necesarias reformas y la gobernabilidad
imprescindible para llevar adelante esta intrincada etapa.
Muchos
factores e ingredientes se conjugan en la actualidad y es difícil saber
como administrar las fuerzas para llegar a buen puerto. No existe receta
infalible, ni fórmula segura para enfrentar esta compleja transición.
Algunos
suscriben cada paso que se ha dado, avalando no solo el rumbo de esas
determinaciones, sino también sus tiempos y modos. Otros, más
escépticos, reclaman más celeridad, convicción y eficacia para cerrar
pronto esta fase y dar vuelta la página sin estériles dilaciones.
Este
parece ser el gran dilema del momento. Resolver algunos asuntos
relevantes, desactivar ciertos peligros latentes, timonear esta
mutación, no parece tarea sencilla, pero existe un riesgo implícito y es
saludable ponerlo sobre la mesa, exteriorizarlo y hablar de él con
absoluta crudeza y claridad.
Ignorar esta cuestión, hacer de
cuenta que no existe chance alguna de que los escollos atenten
finalmente contra el resultado esperado, no ayuda en nada. Es importante
analizar todas las posibilidades y testear cuidadosamente la secuencia
de los hechos, para disponer de un plan alternativo que no sea
extemporáneo y permita reaccionar a tiempo.
Muchos dicen que los
gobiernos siempre tienen esa variante a su alcance y que todo está
debidamente previsto. Sin embargo, por momentos, diera la sensación de
que se trata de apuestas únicas, de callejones sin salida y que se
deambula por la cornisa, solo intentando minimizar costos políticos.
Resulta
muy razonable que la agenda contemple aspectos políticos y prevea
controlar el poder, mantener la sustentabilidad electoral y el
acompañamiento cívico. Sería ilógico que no lo tuvieran en cuenta.
Pero
no menos cierto es que cuidar ese costado importante pero no vital y
poner en jaque el objetivo principal implica asumir mayores riesgos que
podrían traer complicaciones que pueden ser absolutamente evitadas.
En
concreto, la actual gestión está intentando alcanzar la meta, pero ha
elegido una estrategia demasiado prudente, y esa actitud le puede costar
caro no solo al oficialismo, sino fundamentalmente a la sociedad.
El
diagnóstico de casi todo el arco político es que el futuro depende, en
buena medida, de la marcha de la economía. Si ella no se endereza
pronto, los tropiezos políticos no tardarán en aparecer. No es necesario
que todo sea un éxito pero si es imprescindible que se inicie el camino
de la recuperación, hecho que no sólo debe ocurrir, sino que además
debe ser percibido inconfundiblemente por la ciudadanía.
Buena
parte de la esperanza del gobierno se ha depositado en la suficiente
cantidad de confianza inyectada en los actores económicos locales y
foráneos. La visita de muchos mandatarios extranjeros, los
inconfundibles guiños hacia el mercado de capitales, la eliminación de
ciertas arbitrariedades y dislates del pasado, son datos alentadores.
Pero
el asunto es más profundo. Si una parte significativa del plan que
permitirá el resurgimiento del país, depende del ingreso de inversiones
desde afuera aun quedan muchos deberes por hacer y señales contundentes
que enviar a quienes pueden mostrar genuino interés en considerar las
inmensas posibilidades que esta Nación ofrece.
Sin una estructural
reforma fiscal y laboral consistente, sin una racionalización del
tamaño del gasto estatal y un proceso de modernización de todos sus
estamentos, ningún proyecto podrá ser sostenido en el tiempo.
Las
inversiones, de todo tipo, son bienvenidas en esta difícil instancia,
pero no serán las mejores las que vendrán ahora, al menos no en el
volumen deseado. Todavía esta tierra sigue siendo destino de pícaros y
oportunistas. Los grandes, los que realmente cambian la inercia, esos
capitales que no solo vienen a hacer la legítima diferencia de corto
plazo, sino que también pretenden quedarse por un largo tiempo, tardarán
en aterrizar aún.
La confianza no se construye con un chasquido
de dedos. Es un largo proceso que emite gestos permanentemente y que al
final del trayecto consigue consolidarse. Recién cuando la credibilidad
se fortalece las bondades del sistema consiguen dar sus frutos. Suponer
que eso ocurrirá mágicamente es caer en una ingenuidad imperdonable.
El
gobierno tiene un enorme desafío por delante. Está a tiempo de hacer lo
necesario sin postergaciones especulativas. Claro que hacer lo que
corresponde tiene consecuencias negativas indeseadas. Pero no hacerlo
también e implica cometer una equivocación de una magnitud superior.
Es
deseable ser optimista. Las ganas son un requisito pero no alcanzan, ni
resuelven nada. Al optimismo hay que darle contenido y motivos
suficientes para creer que todo será diferente. Alguien dijo en cierta
ocasión que “lo difícil no es hacer lo correcto, sino saber qué es lo
correcto”. El gobierno con esta actitud sinuosa, corre el riesgo de
quedarse a mitad de camino.