martes, 22 de octubre de 2019

Crímenes "peores" y crímenes "mejores




Por Carlos Manfroni
Autor de Montoneros, soldados de Massera y coautor de Los otros muertos

Para La Nación

19 de octubre de 2019

Una mañana de 1976, Andrea Ledesma, con sus diez años, despertó sobresaltada por el terror y llamó con un grito a su mamá. En lugar de su mamá, apareció su abuela y entonces confirmó que el horror que arrastraba desde el día anterior no había sido parte de un sueño.
Andrea vivía en Rosario con sus padres: Oscar Ledesma e Irene Dib. Un domingo, después de una visita a su abuela, los tres volvían en auto a su casa. Pasaron al lado de un colectivo con personal policial que regresaba de brindar seguridad a un partido entre Rosario Central y Unión de Santa Fe. 

En ese preciso momento, explotó una bomba colocada por la organización Montoneros para matar a los policías. Nueve de ellos murieron. Andrea, que viajaba en el asiento trasero, solo vio que el auto se detuvo y un polvo blanco caía por todos lados. Llamó a su papá, a su mamá. no respondían. Pasó adelante, sacudió a uno, después al otro. Su vida cambió para siempre y, como ella declaró alguna vez, no hubo más navidades ni cumpleaños ni fiestas de casamiento en su familia; como tampoco las habrá habido en las familias de los agentes policiales. Su abuela la educó con dignidad y sin hacerle faltar lo elemental a pesar de su estrechez económica, hasta que el cáncer se la llevó seis años después. Andrea debió ir a vivir con unos tíos a Córdoba, deambuló por Buenos Aires, volvió a Córdoba; aún arrastra su duelo silenciosamente; un duelo sobrio, sin estentóreas declaraciones ni pedidos de venganza.
Existen más de mil muertos civiles por la guerrilla de los 70 y miles de historias tan tristes y tan reales como esta. El Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas ha recogido la lista completa mediante un rastreo en cuatro de los principales diarios argentinos y en las revistas que las propias organizaciones clandestinas publicaban. ¿Son estas las acciones que quiere ensalzar el señor Horacio González cuando pide reescribir la historia y reivindicar a la guerrilla de los 70? Tiene razón en una cosa: hay que reescribir la historia. Hay que reescribirla para incluir a estas víctimas que no participaron de la contienda y que son desaparecidas del recuerdo de la Nación y del mundo.
No obstante, sería injusto suponer que la desafortunada propuesta procede de un irresponsable solitario que en estos días recibió un repudio casi generalizado. Para entonces, no pocos guerrilleros habían publicado libros en los que se jactaban de sus acciones. En cambio, durante mucho tiempo, cada vez que se mencionaba a una víctima de la guerrilla, demasiadas personas y demasiadas veces contestaban: "Peores fueron los crímenes de la dictadura". Era como si silenciaran a la víctima de una violación argumentando que peor es un homicidio. Y eso cuando no debía rendir inmediatamente examen: "¿Qué piensa usted de la dictadura?". Todo familiar, todo amigo o, simplemente, cualquier persona que se compadeciera de una víctima de la guerrilla pasaba a ser, por eso mismo, un sospechoso. Pero, además, ¿por qué motivo un crimen es peor que otro?
La valoración de un crimen con atención exclusiva al victimario resulta una inmoralidad. Hay muchas circunstancias que confluyen para la calificación moral de un crimen. La condición de quien lo comete es solo una de ellas, pero la mayoría deberían estar centradas en la víctima: ¿cuál era su edad, su grado de indefensión, su distancia respecto de la confrontación o de los acontecimientos que la alcanzaron?, ¿cuál fue el tiempo y la intensidad de su sufrimiento.? De otra manera, se menosprecia el padecimiento de la víctima para atender exclusivamente al autor del delito.
Ciertamente, la desaparición es peor que la muerte; sumerge a los padres y familiares en un estado de desesperación e incertidumbre sin fin. Pero existen múltiples circunstancias que hacen un crimen más grave que otro. ¿Es lo mismo que muera un niño o que muera un adulto? ¿Es igual el guerrillero que cayó durante un tiroteo que Juan Eduardo Barrios, el chiquito de tres años que murió bajo las balas que una guerrillera disparó a mansalva después de prender fuego a un policía? ¿Es despreciable el sufrimiento de ese policía que murió incinerado por el solo hecho de estar haciendo guardia en la puerta de un banco? ¿El secuestro del coronel Larrabure, enterrado vivo en un pozo estrecho durante un año, torturado y mal alimentado hasta que su cuerpo llegó a pesar 40 kilos y después estrangulado, no cuenta moralmente como una desaparición forzosa?
La catalogación de los crímenes, si es que tuviera algún sentido, debería hacerse caso por caso. Las historias están todas publicadas, para quien quiera verlas; pero no hubo interés en mirarlas. Son más de mil; más que las víctimas de ETA a lo largo de toda su existencia como grupo terrorista.
No. El señor González no quiso saltar al vacío. Se lanzó del trapecio en una pirueta y no advirtió que ya habían quitado la red. Algunas personas tuvieron la oportunidad aunque fuera de hablar y de escribir durante los últimos años, y nada es lo mismo desde entonces.
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