SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO (Parte 8)
Liberalismo de segundo grado
13. Es cierto que no
todos los defensores del liberalismo están de acuerdo con estas
opiniones, terribles por su misma monstruosidad, contrarias abiertamente
a la verdad y causa, como hemos visto, de los mayores males. Obligados
por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin rubor e
incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercida sin
reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia,
es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por
tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y
consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley
eterna de Dios.
Piensan que esto basta y niegan que el hombre libre deba
someterse a las leyes que Dios quiera imponerle por un camino distinto
al de la razón natural. Pero al poner esta limitación no son
consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede
razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de Dios
legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por
la tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede
poner límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin
quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios. Más aún: si la
razón del hombre llegara a arrogarse el poder de establecer por sí misma
la naturaleza y la extensión de los derechos de Dios y de sus propias
obligaciones, el respeto a las leyes divinas sería una apariencia, no
una realidad, y el juicio del hombre valdría más que la autoridad y la
providencia del mismo Dios. Es necesario, por tanto, que la norma de
nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley
eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en
su infinita sabiduria, en su infinito poder y por los medios que le ha
parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por
medio de señales claras e indubitables. Necesidad acentuada por el
hecho de que esta clase de leyes, al tener el mismo principio y el mismo
autor que la ley eterna, concuerdan enteramente con la razón,
perfeccionan el derecho natural e incluyen además el magisterio del
mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no
caigan en error, rige a entrambos benignamente con su amorosa dirección.
Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo que no puede ni debe
ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas, como lo ordena la
misma razón natural, con toda sumisión y obediencia.
Liberalismo de tercer grado
14. Hay otros liberales
algo más moderados, pero no por esto más consecuentes consigo mismos;
estos liberales afirman que, efectivamente, las leyes divinas deben
regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la
conducta del Estado; es lícito en la vida política apartarse de los
preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada. De esta
noble afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la
separación entre la Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el
absurdo error de estas afirmaciones.
Es la misma naturaleza
la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios
abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las
leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda
justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda
lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer
una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los
gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de
procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la
prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los
bienes del espíritu. Ahora bien: en orden al aumento de estos bienes
espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes
establecidas por el mismo Dios. Por esta razón, los que en el gobierno
de Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder
político de su propia institución y del orden impuesto por la misma
naturaleza.
Pero hay otro hecho
importante, que Nos mismo hemos subrayado más de una vez en otras
ocasiones: el poder político y el poder religioso, aunque tienen fines y
medios específicamente distintos, deben, sin embargo, necesariamente,
en el ejercicio de sus respectivas funciones, encontrarse algunas veces.
Ambos poderes ejercen su autoridad sobre los mismos hombres, y no es
raro que uno y otro poder legislen acerca de una misma materia, aunque
por razones distintas. En esta convergencia de poderes, el conflicto
sería absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la
voluntad divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un
procedimiento para evitar los motivos de disputas y luchas y para
establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha sido comparado
este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión igualmente
provechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es perniciosa
particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida.