SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO (Parte 7)
II. DOCTRINA DEL LIBERALISMO SOBRE LA LIBERTAD
11. Si los que a cada
paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y
legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia,
con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de
los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que,
imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré[8],
entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son
los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando
el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.
Liberalismo de primer grado
12. El naturalismo o
racionalismo en la filosofía coincide con el liberalismo en la moral y
en la política, pues los seguidores del liberalismo aplican a la moral y
a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los
defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio fundamental de todo
el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la
obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma
independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez
único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores
del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina
alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo.
De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la
voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los
mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las
consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden
social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no
tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la
causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio
exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno;
derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así
como la razón individual es para el individuo en su vida privada la
única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón
colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de
la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría
como creadora exclusiva del derecho y del deber.
Todos estos principios y
conclusiones están en contradicción con la razón. Lo dicho
anteriormente lo demuestra. Porque es totalmente contraria a la
naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre
o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador supremo y
universal. Y no sólo es contraria esa tendencia a la naturaleza humana,
sino también a toda la naturaleza creada. Porque todas las cosas creadas
tienen que estar forzosamente vinculadas con algún lazo a la causa que
las hizo. Es necesario a todas las naturalezas y pertenece a la
perfección propia de cada una de ellas mantenerse en el lugar y en el
grado que les asigna el orden natural; esto es, que el ser inferior se
someta y obedezca al ser que le es superior. Pero además esta doctrina
es en extremo perniciosa, tanto para los particulares como para los
Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el bien queda
exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola,
desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y
la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente
en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y
establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones
desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda
clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar
queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la
eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay
que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una
mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.
La negación del dominio
de Dios sobre el hombre y sobre el Estado arrastra consigo como
consecuencia inevitable la ausencia de toda religión en el Estado, y
consiguientemente el abandono más absoluto en todo la referente a la
vida religiosa. Armada la multitud con la idea de su propia soberanía,
fácilmente degenera en la anarquía y en la revolución, y suprimidos los
frenos del deber y de la conciencia, no queda más que la fuerza; la
fuerza, que es radicalmente incapaz para dominar por sí solas las
pasiones desatadas de las multitudes. Tenemos pruebas convincentes de
todas estas consecuencias en la diaria lucha contra los socialistas y
revolucionarios, que desde hace ya mucho tiempo se esfuerzan por sacudir
los mismos cimientos del Estado. Analicen, pues, y determinen los
rectos enjuiciadores de la realidad si esta doctrina es provechosa para
la verdadera libertad digna del hombre o si es más bien una teoría
corruptora y destructora de esta libertad.