por María Zaldívar
Que la marcha del 8 de noviembre y el paro nacional del 20 hayan sido un
éxito de participación cada uno en su género entusiasmó a los millones
de disconformes que ha producido la administración K a través de los
años. Los fue generando a golpe de arbitrariedades, excesos, destrato,
groserías, aprietes, inmoralidades y delitos.
En sí son equiparables en la trascendencia pero disímiles en la génesis.
El 8N fue un hecho espontáneo, la coincidencia de millones de almas
que, por obra de la tecnología, pudieron expresarse en el mismo momento.
Fue un partido abierto al público. El 20N fue armado, como todas las
movilizaciones sindicales; un hecho de fuerza en medio de una lucha de
mafias donde nada es espontáneo, ni gratis ni voluntario.
Después de décadas de peronismo en el ambiente, la Argentina se
transformó en una sociedad notablemente curiosa: por un lado demuestra
una tolerancia infinita a la corrupción, el atropello a la ley y la
guaranguería, y por el otro, ha desarrollado una intolerancia visceral a
la libertad ajena. Está permitido todo excepto disentir con la mayoría y
eso es una dictadura. En la Argentina se instaló la dictadura de las
mayorías con el acuerdo de todos los sectores políticos o sea, con la
anuencia de los representantes de las minorías.
Ese es el drama nacional. La corporación que conforman el poder político
y el económico es tan vigorosa que no hay quien se le niegue. Ante su
poderío vamos viendo inclinarse a empresarios, sindicalistas, jueces,
legisladores, diplomáticos, periodistas y hasta autoridades religiosas.
La “corpo” banca; por acción u omisión. O están con ellos o hacen la
vista gorda, que es la otra manera de participar. La corporación es un
monstruo con vida propia, alimentado por sus propios integrantes y que
consiste en una enorme bola de variados privilegios. Los hay económicos y
en especies. Las ventajas a las que se accede a través de la
corporación implican desde el billete cantante y sonante al tráfico de
influencias; el negocio y el negociado, la impunidad y el reciclado
indefinido de cualquiera. No es fácil llegar pero, una vez adentro, la
“corpo” no se abandona más.
Como la droga, ese paraíso es un viaje de
ida.
Vista la larguísima lista de beneficios que vienen en el combo, es
legítimo que muchos sueñen con pertenecer a esa “elite” porque la
ambición humana es eso, querer más. Pero también por eso mismo es tan
importante el marco de valores que impere en la sociedad. Lo grave no es
que algunos quieran gozar de privilegios sino que nuestro sistema de
principios tolere cualquier inconducta, que los permisos para la
inmoralidad y la defraudación sean ilimitados y que la ley esté de
adorno; lo grave es que la propia sociedad, más allá de la justicia, no
castigue la voracidad delictiva de sus integrantes. Porque ahí sí, al no
existir barreras morales de contención a la avidez, los inescrupulosos
se multiplican porque se respira en el ambiente un permiso infinito para
cualquier cosa. La sociedad admite todo, critica ácidamente en privado
pero en público disculpa y le extiende la mano al peor de los
tránsfugas.
En el fondo, entonces, parece comprobarse que el público rechaza la
inconducta porque no puede practicarla, más que por lo que tiene de
indecente. No es repudio sino envidia; lo que enoja no es lo turbio de
los hechos sino no estar allí, la exclusión. Y por eso cuando llegan,
todos repiten; se suman a la sinfonía de la “corpo”: privilegios,
efectivo y tarjeta.
Como el sistema se cambia únicamente desde adentro, va a ser difícil
encontrar quién se anime. ¿Alguien puede imaginar a un juez reclamando
pagar impuesto a las ganancias como cualquier cristiano? ¿O a un
diputado negándose a usar la decena de pasajes que tienen a disposición
anualmente o negándose a cambiarlos por dinero en efectivo como suelen
hacer a fin de año? ¿Es realista creer que algún empresario rechace los
créditos que otorgan los bancos oficiales indexados por el CER a 20 años
y en pesos, o un subsidio a la actividad que desarrolla, al producto
que fabrica o al servicio que presta? ¿Se lo imagina denunciando el
dictado de una resolución que frena el ingreso al país de la
competencia?
¿Hay posibilidad de que los cargos electivos dejen de ser heredados
entre parientes, que los nombramientos no se obtengan a dedo y que la
amistad deje de ser el filtro? ¿Usted especula con que algún día los
funcionarios respondan con su patrimonio personal a los juicios al
estado que devienen de las decisiones que adoptan?
¿Se imagina una Argentina sin clase privilegiada?
¿Se explica ahora la falta de representación? Mire alrededor y haga una
lista de los políticos, funcionarios, burócratas, empresarios o
legisladores que se oponen al sistema en el que vivimos.
Las minorías también colaboran con la dictadura que impera hoy en la
Argentina. Por eso callan y tratan de pasar desapercibidas. Por eso
suelen animarse, como mucho, a algún “twit” o a algún titulillo contra
la gestión K. Pero que nos quede claro: los que critican no quieren
reemplazar esta dictadura electiva por una república. Quieren, apenas,
reemplazar a los K.