Nos
aprestamos a la batalla
decisiva: el 7D. En pocos días culmina la justa que decidirá los
destinos de la Patria. Culminar es muy lindo, emotivo, y yo no quepo en
mí de
ansiedad y zozobra: todo pende de un hilo o un piolín. Temo que no
resista.
Creo –a veces creo– que cuando nos liberemos de Magnetto vamos a ser tan
libres
que vamos a volarnos.
O quizá no. Creo –muchas otras
veces creo– que me da vergüenza que nos tomen por tan tontos. Parece
como si el
país fuera rehén de la pelea de dos gallitos ciegos –o tuertos o
trompeteros o trasnochados o traviesos. Y me parece increíble que sigan
tratando de convencer a la sociedad
argentina de que cosas realmente importantes van a cambiar según sea el
resultado de la pelea en el barro entre un grupo político de arribistas
ávidos
y un grupo empresario de arribistas ávidos. Que son tal para cual –y por
eso
pudieron estar aliados tanto tiempo.
Que por eso, también, ahora
pueden ser dignos enemigos.
Ya sabemos que el peronismo
dizque K no puede funcionar sin enemigos. El grupo que manejó la
Argentina la última década es un rejunte de personajes muy variados y su
política es
errática. Siempre tomó sus mejores medidas contradiciendo sus posturas
anteriores: la ley de Medios, el matrimonio homosexual, la Asignación
Universal
por Hijo –entre otros– pasaron de ser proyectos de la oposición que el
gobierno
ignoraba o combatía a Estandartes del Modelo.
Semejante confusión necesita
alguna claridad: el hecho de tener enemigos precisos puede, de una froma
ilusoria, ofrecerla. ¿Quiénes somos nosotros, que podemos ser tantos?
¿Nos hemos
extraviado? No, bó, no te confundas: nosotros somos los que Peleamos
Contra el
Monopolio. Y si no estás de acuerdo con esto o con lo otro –si acunar a
Monsanto te importuna, si hacer leyes con Macri contra los trabajadores
te
incomoda, si matar whichis o collas te chirría–, dejalo para después, ya
lo
veremos: ahora lo que importa es enfrentar al Enemigo.
El Enemigo es decisivo: por eso hay que
elegirlo con cuidado. Cuando quisieron pelearse con el campo les pararon
el
país; la tentativa contra Repsol se está cargando YPF; con las grandes
mineras ni lo intentan; un grupo mediático con mala reputación y buen
poder de
difusión es un buen candidato. Sobre todo si uno está tan intoxicado de
palabras que se cree que todo se juega en el Campo del Relato.
La maniobra parecía astuta: así
fue como empezó esta batalla de roedores en la que unos atacan esgrimiendo una
democratización de la información que no practican ni ebrios ni dormidos y
otros se defienden invocando una libertad de prensa que siempre intentaron
sofocar con sus medios y sus prácticas empresarias.
Están, como dicen en mi barrio,
hechos el uno para el otro: hasta que se pelearon por algún negocio, se
llevaban tan bien.
Ya se ha dicho infinito: se ayudaban, se pasaban negocios y primicias,
se convidaban a cenas y whiscachos, se querían con ese amor que solo los
que se necesitan pueden simular.
Hubo grandes momentos: se ha hablado mucho del otro 7D –2007–, cuando el
grupo
Clarín recibió como último servicio del presidente saliente Néstor
Kirchner la
autorización para fusionar Cablevisión y Multicanal y quedarse con el 80
por
ciento del mercado; se ha hablado menos de la ley 25.750 –llamada Ley
Clarín–
de junio de 2003, sobre “Preservación de Bienes y Patrimonios
Culturales”, que los salvó de caer en manos de sus acreedores
extranjeros: que les salvó la vida.
Y casi no se ha hablado de
aquel momento en que la coincidencia Clarín-kirchnerismo alcanzó su
mayor grado
de puaj: cuando mataron a Maxi Kosteki y Darío Santillán. Aquel día en
que Clarín
famosamente tituló “La crisis se cobró dos nuevas muertes”, el
gobernador de
Santa Cruz tampoco quiso molestar a su jefe, el doctor Duhalde, y se
calló, una
vez más, la boca: no dijo una palabra sobre aquellos asesinatos –que no
deben
haber violado ningún derecho o ningún humano. (Por eso es una suerte que
ahora, diez años más tarde, su viuda -que también calló- los llore y
enarbole. Hay gente que metaboliza despacito.)
Tampoco se recuerda mucho que,
cuando el señor y la señora Kirchner decidieron oficializar la candidatura de
ella a la presidencia de esta Nación, un sábado de julio 2007, llamaron para
ofrecer la exclusiva a su diario de confianza. Aquel anuncio electoral en la
tapa de Clarín fue todo un curso sobre el funcionamiento de la prensa
vernácula: alguien con poder –un presidente, por ejemplo– decide que su modo
de comunicar algo a los ciudadanos consistirá en decírselo a un solo redactor
de un solo medio para que lo mande como –¿noticia?– “exclusiva”. Ese redactor
no averiguó nada, no pensó nada, no entendió nada; fue el conducto elegido por
el poderoso –su altavoz– en un pacto de conveniencia mutua. A esas cosas
llamamos periodismo, últimamente.
Y después llegó la pelea
nacional por aquel porcentaje del negocio de la soja, y la pelea entre ellos por aquel negocio de telefonía, y se enojaron: se
hicieron enemigos. Para el gobierno, la maniobra parecía astuta, pura
ganancia. Y traía un beneficio secundario: si el Enemigo son los medios,
todo lo que digan quedará en duda por esa condición. Entonces ya no habrá que
discutir hechos sino narradores; no es necesario decir no, Boudou nunca tocó un
centavo ajeno, sino Clarín Miente; no, no te creas que la inflación no es la del
Indec, es que están tratando de engañarte para defender sus oscuros intereses. Ya no
es preciso pensar en los asuntos; solo hay que preguntar quién los relata.
Así fue: la Guerra contra el
Enemigo se pasó años ocupando un espacio que pudimos dedicar a mejores
menesteres, pero ya llega la batalla final: la emoción, la ansiedad,
los argumentos leguleyos, las patoteadas, los grititos. Quizás sea cierto, al fin y al cabo,
que todo –todo, todo, las huelgas de gendarmes, las marchas millonarias, los
paros y reparos, los apagones repetidos, la captura de la Libertad, los
buitres y sus fondos, todo, todo, el gobierno kirchnerista en su conjunto– es
una conspiración de Magnetto: de ningún otro modo habría podido convertirse en
una especie de adalid de alguna libertad. De ningún otro modo habría podido
conseguir que cantidad de personas que siempre criticaron sus manejos ahora se
abstengan –para no hacerle el juego a las maniobras brutas del gobierno. Es una
tentación; yo trato de no caer en ella.
Triste sería que por condenar
los esfuerzos del gobierno de cargarse a un grupo de prensa que ahora lo
incomoda hubiera que ceder a la lógica del mal menor o el viejo truco del
enemigo principal y las alianzas tácticas, y olvidar lo que ese grupo es.
Clarín puede mentir o no
mentir: no es lo peor que hace. Llevo décadas publicando mi opinión –bastante
explícita– sobre sus efectos: “Opino que los medios del grupo Clarín le han
hecho mucho daño a la cultura argentina media, la han rebajado, la han
reblandecido, la han limado, la van empujando poco a poco hacia el punto en que
imaginaron que estaba: la mente de un chico incapaz de leer, de pensar, de
cuestionar. Y opino que los canales de televisión privada han seguido con gran
éxito ese mismo camino –y nos toman por idiotas redomados, sólo capaces de
consumir idioteces redomadas para idiotas redomados” –escribí por ejemplo hace unos años.
Pero es cierto que a Clarín la pelea
le hizo bien. Durante décadas se cuidaron mucho de hacer su trabajo. O,
mejor:
lo regulaban según un mecanismo recurrente. Clarín solía hacer buen
periodismo –serio, tenaz, crítico del
poder– cada tanto. Como tenían tantos intereses que preservar, solo se
dedicaban a la noble tarea de buscar pelos en la sopa oficial -pelucas
en el caldo claro- cuando sus dueños
necesitaban que el gobierno de turno les diera algún canal de cable,
alguna
concesión de redes en provincias. Para conseguirlo hacían periodismo
durante unos
días; cuando el gobierno de marras, harto, les hacía saber que se rendía
y
entregaba, volvían a cerrar el boliche y se dedicaban a seguir haciendo
el
diario habitual, velocidad crucero: mucho fulbo, espectáculos entendido
como televisión, la política como unos chismes de políticos, la economía
chivos de las empresas, el mundo reducido a veinte líneas, un crimen en
la tapa.
En cambio ahora están
desatados, y ofrecen mucho material interesante, que no para de desgastar el
Relato: su política de comunicación funciona. La del gobierno mucho menos.
Porque al gobierno le falta
práctica y le sobra torpeza. Un botón: la semana pasada, cuando el paro, su principal
portavoz el Borbotón Fernández se lanzó a atacar a los huelguistas y no se le
ocurrió nada mejor que insultar a su ex íntimo Hugo Moyano llamándolo Vandor.
Seguramente no pensó que el aliado gremial que le queda, cada vez más débil, un
tal Caló, también es el líder de la agrupación metalúrgica Augusto Timoteo
Vandor. Seguramente no pensó que se estaba peleando con uno de sus últimos
amigos sindicales. Seguramente no pensó. Eso es lo que les pasa cada vez más: piensan
poco, piensan después, no piensan. Al principio acertaron con las grandes
líneas del relato progre, pero parece como si hubieran agotado sus posibilidades
–y ahora no saben cómo seguir, se equivocan cada vez más. Y los medios que
intentaron para sostener ese relato son un fracaso sólido, compacto: ninguno de
los diarios revistas radios televisiones que pagan con la plata de todos a precio de oro tiene un
décimo de la circulación o audiencia que sí mantienen los que se les oponen.
(Aunque ahora, para compensar un poco las cosas, el grupo Clarín
decidió retomar el modelo K de patotear periodistas -en la calle o en
los medios o en la justicia, donde se pueda-: le sirvió para perder la
muy leve superioridad moral que le daba en este tema el hecho de que su
enemigo lo hiciera y, al final, tuvo que retirar lo dicho. El campeonato
de torpezas nunca para.)
Pero nada de eso me salva de la perplejidad cuando veo que el gobierno de la Nación Argentina ha tomado su batalla contra Clarín como la madre o abuela o chozna de todas las batallas. En un país donde la renta financiera no paga impuestos, donde la economía se concentra y extranjeriza cada vez más, donde las mineras se la llevan con pala mecánica, donde uno de cada cinco chicos pobres sigue malnutrido, donde las diferencias aumentan, donde todos los que pueden pagarlo huyen hacia la educación la salud la educación privadas –por no hablar del transporte, la energía, esos detalles–, el progresismo consiste en creer que lo más urgente, lo más decisivo es sacarle un par de empresas a Clarín. Es, de verdad, sorprendente. Sorprendente que unos pocos lo digan y lo hagan; sorprendente que haya muchos que lo crean.
Entonces vuelvo a la solución más fácil y me pregunto si no será una conspiración: una que sirve para establecer en la sociedad argentina esa lógica binaria que es pura ganancia para todos ellos: o estás con la máquina de poder peronista –representada por el gobierno– o estás con la máquina de poder de la derecha clásica –representada por Clarín o La Nación.
Digo: que te convenzan de que estás eligiendo porque optás entre dos máquinas de poder, entre dos aparatos del sistema -como si no existieran más opciones. En síntesis: si yo fuera paranoico creería que todo esto es un montaje, otra de esas falsas batallas que nos ofrecen para que no miremos las que importan. Pero:
a) no soy paranoico,
b) no creo que sean tan inteligentes,
c) no parece que sea necesario.
Así que me consuelo pensando que es pura estupidez: banalidad y negocios. O sea: me consuelo muy poco.
Entonces vuelvo a la solución más fácil y me pregunto si no será una conspiración: una que sirve para establecer en la sociedad argentina esa lógica binaria que es pura ganancia para todos ellos: o estás con la máquina de poder peronista –representada por el gobierno– o estás con la máquina de poder de la derecha clásica –representada por Clarín o La Nación.
Digo: que te convenzan de que estás eligiendo porque optás entre dos máquinas de poder, entre dos aparatos del sistema -como si no existieran más opciones. En síntesis: si yo fuera paranoico creería que todo esto es un montaje, otra de esas falsas batallas que nos ofrecen para que no miremos las que importan. Pero:
a) no soy paranoico,
b) no creo que sean tan inteligentes,
c) no parece que sea necesario.
Así que me consuelo pensando que es pura estupidez: banalidad y negocios. O sea: me consuelo muy poco.