A LAS PUERTAS DE LA FORTUNA K
Por Joaquín Morales
Solá | LA NACION
Alguna vez la
Presidenta entenderá, quizá, que su problema es Lázaro Báez y no el juez
Claudio Bonadio. Mientras tanto, los síntomas violentos del Gobierno transmiten
un temor inédito del kirchnerismo. Los jueces están llegando al corazón de la
fortuna de la familia presidencial. Bonadio se acerca peligrosamente a Báez y,
por lo tanto, a los Kirchner. El juez federal de Nevada, Cam Ferenbach, tiene
en el expediente abierto por los fondos buitre el nombre de Cristóbal López.
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Se aproxima, por
consiguiente, a la familia que gobernó la Argentina durante la última década.
Ya no son sólo Amado Boudou, Ricardo Jaime o Julio De Vido; los jueces asedian
a la dinastía más importante del país de los últimos años.
Espoleada por el
miedo o la desesperación, la política argentina perdió el sentido de las
proporciones. El Gobierno acaba de decapitar al servicio de inteligencia sólo
porque no controlaba a la Justicia o, en el mejor de los casos, porque no
estaba suficientemente informado de los próximos pasos de un dirigente
opositor. Las anomalías parecen cosas normales de tan frecuentes. Se podrán
decir muchas cosas de Cristina Kirchner, menos que esconde sus broncas y sus
odios. Los expone brutalmente, hasta el extremo de borrar cualquier límite
institucional. El poder del espionaje para el general César Milani y la obscena
formalización de la ex SIDE como interlocutor con la Justicia significan la
peor regresión de la democracia tres décadas después de su reinstauración.
No hay inocentes en
la historia de los espías. Jaime Stiusso, el alias de Antonio Stiles, fue el
jefe verdadero del espionaje argentino durante mucho tiempo. Los otros dos
jefes echados de la ex SIDE, Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher, estaban
sólo formalmente por encima de él. Éstos eran nada más que el nexo de Stiusso
con el poder político. Un ex jefe de Gabinete les pidió una vez a Icazuriaga y
a Larcher la nómina de espías de la ex SIDE: les mandaron un listado con los
nombres de guerra. El funcionario averiguó si podía saber más. No, le contestaron,
eso no lo puede saber nadie. Menos podía saber el Gobierno el destino de muchos
fondos reservados que administran a su antojo los espías estructurales.
Stiusso o Stiles es
el único que sabía todo. Sabe todo. Vida, obra, milagros y pecados de los que pasaron,
pasan y pasarán por el poder: políticos, empresarios, sindicalistas, jueces,
fiscales o periodistas. Nada se resolverá con su retirada. Quien lo reemplace
hará exactamente lo mismo. Los espías están acostumbrados a husmear más en la
política interna que en los conflictos profundos del país (como el
narcotráfico, por ejemplo). Stiusso se pavoneaba por su más que estrecha
relación con la CIA y el Mossad. Sorprendió hasta algunos jueces con sus
exposiciones sobre los atentados a la AMIA y a la embajada de Israel. Mezclaba
siempre el origen de su información y se ufanaba de contar con una oficina
propia en la sede central de la CIA. Nunca se sabrá si eso fue cierto o no.
Esos pergaminos ya no
le sirven frente a una Presidenta que siente que su enemigo es Washington. Sea
como fuere, Cristina se queja también de su propio error: fueron ella y su
marido los que mandaron al servicio de inteligencia a hurgar en las cuestiones
internas y a controlar a los jueces. El servicio de inteligencia decidió en
algún momento cambiar de patrón o de simpatías. Pasó eso. Nada más.
Varios jueces y
fiscales confiaron que ellos esperan ahora el momento en que Oscar Parrilli
ordenará una nueva ofensiva del espionaje contra los opositores del
cristinismo. Pondrá el espionaje al servicio de cualquier guerra. Parrilli es
capaz de superar los extremos ya alcanzados por Icazuriaga y Larcher con tal de
no enfrentarse con los estallidos de furia de la Presidenta. Éstos la conocían;
Parrilli le teme.
Nadie en el Gobierno
supo leer los últimos gestos de la Justicia. Una avalancha de votos ungió
ganadora a la lista más opositora al kirchnerismo en la Asociación de
Magistrados. Una ovación saludó al juez Bonadio en la multitudinaria cena anual
de esa Asociación. "Preferimos morir con un tiro en la cabeza y no de
rodillas", exageró un juez. Saben que el kirchnerismo los condenó a
muerte. ¿Las pruebas? La redacción inicial, y la última, del Código Procesal
Penal, que quita a los jueces el poder de la investigación. La conversión del Consejo
de la Magistratura en un organismo dedicado a sancionar a jueces enemigos y a
nombrar interinamente a los amigos. La jueza Gabriela Vázquez, presidenta del
Consejo, llegó con un discurso moderado, pero se convirtió en verdugo de sus
propios colegas. El cristinismo detesta a los tibios.
La jefa de los
fiscales, la ultrakirchnerista Alejandra Gils Carbó, persigue a los fiscales o
los deja conmovedoramente solos. Ahora, para peor, Cristina elevó a un cargo
relevante en la ex SIDE a Juan Martín Mena, el autor del Código Procesal, el
único ex funcionario del Ministerio de Justicia que tenía algún diálogo con los
jueces. “Con algunos jueces, no con todos”,
aclaró un importante magistrado. ¿Qué significa llevar al espionaje al único
hombre que trataba de dialogar con los jueces? ¿Significa, acaso, que la ex
SIDE será el único interlocutor con la Justicia? Sí, significa eso. Milani será
el cerebro de esa estrategia; Parrilli y Mena serán los operadores fácticos. No
deja de asombrar que Cristina Kirchner haya decidido terminar su tiempo de
poder aferrada a un general y al servicio de inteligencia. Que son lo mismo, en
este caso.
Ninguno de ellos le
resolverá nada. ¿Acaso algún juez haría algo menos que lo que está haciendo
Bonadio? Ya es demasiado tarde para eso. La experiencia está: pasó con Boudou.
Sacaron al juez Daniel Rafecas, pero el siguiente juez, Ariel Lijo, lo procesó.
Y otro juez, el mismo Bonadio, lo mandó a juicio oral. Al fin y al cabo, los
jueces sólo están haciendo ahora lo que no hicieron antes. Nada más.
Una campaña de
mentiras se avecina a la Justicia. En un excelente reportaje de Diego
Sehinkman, publicado ayer en La Nación, Diana Conti aseguró que Bonadio fue
ovacionado en una cena organizada por la Corte Suprema. La cena fue de la
Asociación de Magistrados. Ni siquiera estuvo la Corte. Sólo fue Elena Highton
de Nolasco, una jueza del tribunal que prefiere comprender a la Presidenta.
¿Conti no lo sabía o mintió?
Báez es el problema
de Cristina. Los investigadores judiciales acaban de encontrar una nueva
chapucería del inverosímil empresario kirchnerista. Descubrieron que Báez
conseguía créditos inmediatos del Banco Nación, no bien obtenía la concesión de
una obra pública. Los cobraba con la garantía de la obra concesionada. Eran
cifras de millones de pesos. No se quedaba ahí: Báez depositaba en el acto en
plazos fijos esos millones de pesos en el mismo banco. Así, cualquiera se hace
rico.
¿Qué Justicia quiere
Cristina? Se puede consignar un ejemplo perfecto. Desde hace tres años duerme
en la Cámara de Casación que integra el juez Alejandro Slokar, de la
kirchnerista Justicia Legítima, la causa de la valija llena de dólares del
venezolano Antonini Wilson. ¿Qué esperan? Seguramente, la prescripción de la
causa para Claudio Uberti y para los funcionarios venezolanos involucrados. Ésa
es una justicia en serio.
Cristina se acaba de
quedar, además, sin argumentos para su discurso contra Obama. ¿Por qué la
administración norteamericana estaría persiguiéndola si nadie menos que Raúl
Castro elogió el coraje del presidente norteamericano cuando éste decidió
restablecer relaciones con Cuba? ¿Por qué Cristina sería más peligrosa que los
hermanos Castro? La historia es la gran refutadora del discurso presidencial.
También se han visto
con más claridad que nunca las diferencias entre la Presidenta y el papa
Francisco, protagonista clave de aquella histórica distensión. Francisco valora
a Obama por lo que hace y no por los prejuicios. Al Papa no le importa si corre
el riesgo de ganar o de perder buscando la paz. A veces gana, a veces pierde.
Pero no es la garantía del éxito lo que lo mueve, sino la coherencia entre sus
ideas y sus actos, la decisión de terminar de una buena vez con las guerras,
frías o calientes, simbólicas o verdaderas.