La mediocrizante liturgia posmoderna
Desde la promulgación
del Motu Proprio Summorum Pontificum
la liturgia tradicional ha experimentado un crecimiento importante en algunos
lugares del mundo, pero manteniéndose como un fenómeno eclesial muy minoritario.
Las causas son variadas. Sin duda, un factor muy importante es ideológico: el
odio modernista hacia un rito que expresa con notable perfección y dignidad
verdades dogmáticas sobre la Eucaristía en las que ya no se cree o sobre las
que se duda. Otro ha sido el ecumenismo: se quiere que la liturgia católica no exprese
las enormes diferencias que nos separan de los protestantes. También ha
influido como causa mediata la “crisis del ambiente litúrgico” en tiempos
preconciliares. Por último, nos parece que otra causa a tener en cuenta viene
de la influencia de la (in)cultura postmoderna en el clero y los fieles, generadora
de lo que –siguiendo la descripción del artículo que ahora reproducimos- podríamos
denominar como los “mediocrizantes litúrgicos”.
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER ARTICULO
La mediocrizante generación posmoderna
Empecemos por el adjetivo,
mediocrizante es un neologismo en español, que seguramente no he inventado yo
pero que me viene de maravillas para explicar lo que quiero decir. Y hay veces
que no lo podemos explicar hasta que no encontramos la expresión adecuada.
Mediocrizante, sin embargo, existe
en portugués como el participio activo del verbo mediocrizar, algunos lo
incorporan como un lema distinto en el diccionario portugués y hacen de él un
adjetivo independiente de la mera conjugación del verbo. Como sea, el Aurélio,
hasta donde sé el diccionario más autorizado de la lengua portuguesa en Brasil,
dice que mediocrizar significa “Tornar(-se) medíocre; vulgarizar(-se)”. No hace
falta traducción, nos da las dos opciones en su forma pronominal, donde la opción
recae sobre el sujeto, y en su forma transitiva activa donde la acción recae
sobre otra cosa.
La forma transitiva es la que me
interesa ahora, prescindiendo en este momento de que a la postre tendrá
deletéreos efectos también sobre el sujeto, en su forma pronominal.
Tomándolo, entonces, en el
tránsito de la acción al mundo el mediocrizar es volver mediocre algo, y como
bien dice el Aurélio, vulgarizarlo. Mediocre viene por su parte del la unión
latina entre medio, de obvio significado y ocris, que significa montaña
escarpada. En otras palabras el que se queda a la mitad de algo difícil, algo
que lo supera.
Con todo hay una diferencia enorme
entre ser mediocre y ser mediocrizante. El primero subió un poco de la
escarpada colina y se quedó cómodo en el primer llano. El segundo se ufana en
proclamar la tierra plana. No hay picos, ni montañas escarpadas, no hay nada
que deba estimarse fuera de mi limitada capacidad de otorgar valor a las cosas.
Las cosas valen o dejan de valer en relación a mí.
El mediocre elige no seguir
subiendo la montaña pero no la ultraja quitándole valía. El mediocrizante se
siente amenazado por las alturas, por todo lo distinto de sí, por tanto
necesita reducir a una igualdad cambalachezca todo lo que tiene la pretensión
de crecer, de ser mejor. Para el mediocrizante eso es soberbia, es querer ser
tenido por superior, por más alto.
Nuestra generación posmoderna no
solo es mediocre, que en nuestros tiempos los había y no pocos, es
mediocrizante, persigue activamente, al menos desde el discurso y a veces no
solo, al que pretende despegarse de la brea aglutinante del criterio endógeno
de que lo que vale, vale en tanto que tiene alguna relación conmigo, si no da
igual. Es la generación Soda Estéreo, nada personal, es curiosamente y gélidamente fría para todo aquello que no
sea estrictamente personal. El individualismo de dar valor únicamente a lo que
alimenta mi densidad yoica hace que en realidad muy pero muy pocas cosas le
importen. En última instancia, llevando sus principios hasta las últimas
consecuencias, un yo creado, una libertad creada es nada si se pone a sí misma
como parámetro absoluto del real. Y no solo es nada, nadifica y se vuelve
activamente nadificante. El encuentro con lo que tenemos en común es siempre de
a dos, es siempre apertura a la alteridad, es siempre hambre infinita de algo
distinto de sí.
En definitiva no solo no son
capaces de adherir a lo bueno y excelente cuando lo ven sino que, muy por el
contrario, se sienten ofendidos porque alguien ha osado descollar, por tanto
hay que combatirlo con la más poderosa y nadificante de las armas: la
indiferencia.
Fuente: