lunes, 1 de diciembre de 2014

La mediocrizante liturgia posmoderna

La mediocrizante liturgia posmoderna





Desde la promulgación del Motu Proprio Summorum Pontificum la liturgia tradicional ha experimentado un crecimiento importante en algunos lugares del mundo, pero manteniéndose como un fenómeno eclesial muy minoritario. Las causas son variadas. Sin duda, un factor muy importante es ideológico: el odio modernista hacia un rito que expresa con notable perfección y dignidad verdades dogmáticas sobre la Eucaristía en las que ya no se cree o sobre las que se duda. Otro ha sido el ecumenismo: se quiere que la liturgia católica no exprese las enormes diferencias que nos separan de los protestantes. También ha influido como causa mediata la “crisis del ambiente litúrgico” en tiempos preconciliares. Por último, nos parece que otra causa a tener en cuenta viene de la influencia de la (in)cultura postmoderna en el clero y los fieles, generadora de lo que –siguiendo la descripción del artículo que ahora reproducimos- podríamos denominar como los “mediocrizantes litúrgicos”.
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La mediocrizante generación posmoderna

Empecemos por el adjetivo, mediocrizante es un neologismo en español, que seguramente no he inventado yo pero que me viene de maravillas para explicar lo que quiero decir. Y hay veces que no lo podemos explicar hasta que no encontramos la expresión adecuada.

Mediocrizante, sin embargo, existe en portugués como el participio activo del verbo mediocrizar, algunos lo incorporan como un lema distinto en el diccionario portugués y hacen de él un adjetivo independiente de la mera conjugación del verbo. Como sea, el Aurélio, hasta donde sé el diccionario más autorizado de la lengua portuguesa en Brasil, dice que mediocrizar significa “Tornar(-se) medíocre; vulgarizar(-se)”. No hace falta traducción, nos da las dos opciones en su forma pronominal, donde la opción recae sobre el sujeto, y en su forma transitiva activa donde la acción recae sobre otra cosa.

La forma transitiva es la que me interesa ahora, prescindiendo en este momento de que a la postre tendrá deletéreos efectos también sobre el sujeto, en su forma pronominal.

Tomándolo, entonces, en el tránsito de la acción al mundo el mediocrizar es volver mediocre algo, y como bien dice el Aurélio, vulgarizarlo. Mediocre viene por su parte del la unión latina entre medio, de obvio significado y ocris, que significa montaña escarpada. En otras palabras el que se queda a la mitad de algo difícil, algo que lo supera.

Con todo hay una diferencia enorme entre ser mediocre y ser mediocrizante. El primero subió un poco de la escarpada colina y se quedó cómodo en el primer llano. El segundo se ufana en proclamar la tierra plana. No hay picos, ni montañas escarpadas, no hay nada que deba estimarse fuera de mi limitada capacidad de otorgar valor a las cosas. Las cosas valen o dejan de valer en relación a mí.

El mediocre elige no seguir subiendo la montaña pero no la ultraja quitándole valía. El mediocrizante se siente amenazado por las alturas, por todo lo distinto de sí, por tanto necesita reducir a una igualdad cambalachezca todo lo que tiene la pretensión de crecer, de ser mejor. Para el mediocrizante eso es soberbia, es querer ser tenido por superior, por más alto.

Nuestra generación posmoderna no solo es mediocre, que en nuestros tiempos los había y no pocos, es mediocrizante, persigue activamente, al menos desde el discurso y a veces no solo, al que pretende despegarse de la brea aglutinante del criterio endógeno de que lo que vale, vale en tanto que tiene alguna relación conmigo, si no da igual. Es la generación Soda Estéreo, nada personal, es curiosamente  y gélidamente fría para todo aquello que no sea estrictamente personal. El individualismo de dar valor únicamente a lo que alimenta mi densidad yoica hace que en realidad muy pero muy pocas cosas le importen. En última instancia, llevando sus principios hasta las últimas consecuencias, un yo creado, una libertad creada es nada si se pone a sí misma como parámetro absoluto del real. Y no solo es nada, nadifica y se vuelve activamente nadificante. El encuentro con lo que tenemos en común es siempre de a dos, es siempre apertura a la alteridad, es siempre hambre infinita de algo distinto de sí.

En definitiva no solo no son capaces de adherir a lo bueno y excelente cuando lo ven sino que, muy por el contrario, se sienten ofendidos porque alguien ha osado descollar, por tanto hay que combatirlo con la más poderosa y nadificante de las armas: la indiferencia.

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