Los culpables del clientelismo. Por Alberto Medina Méndez
Los
culpables del clientelismo.
Buena parte de la sociedad
observa el patético espectáculo del clientelismo
político con sorpresa, espanto y estupor. Reprueba
esas prácticas con vehemencia, incriminando a quienes
la implementan y planteando su indignación por la creciente
influencia que ejerce en los comicios. Esta
humillante dinámica, que intenta someter la voluntad
de los votantes a los designios de los dirigentes políticos
tiene muchos responsables. No son solo los corruptos de
siempre, ni tampoco los pícaros que han montado una
industria a partir de este instrumento, para aprovechar
la ocasión. Amenazar a un empleado estatal
con reducir sus ingresos, a un beneficiario de un programa
social con quitarle esa ayuda o, simplemente, ofrecer un
intercambio de votos por dinero, mercaderías o la promesa
de un empleo, es una brutal canallada. Habla muy mal de
quien utiliza estas circunstancias de necesidad del ciudadano
para coartar su decisión a la hora de sufragar.
No se puede responsabilizar de estas manipulaciones
a las víctimas. Una persona condicionada por su situación
de pobreza puede ser un blanco fácil de estos pésimos
hábitos de la política contemporánea, aunque
es clave identificar que no todos son mártires, ya
que muchos se han profesionalizado y aprendieron a maximizar
el momento electoral.
Los personajes de la política
que recurren a esta modalidad como rutina no merecen defensa
alguna. Ellos tienen una responsabilidad enorme y es muy
evidente que no son capaces de seducir a los ciudadanos
con su carisma, sus discursos y, mucho menos, con sus limitadas
capacidades intelectuales. Si esos atributos estuvieran
presentes ganarían elecciones sin necesidad de apelar
a estos métodos tan denigrantes y despreciables.
Pero ellos son solo la punta del iceberg, lo que
se ve, lo que aparece en la superficie. Las verdaderas causas
de este fenómeno que aumenta de un modo escandaloso
radican en otro ámbito menos visible. Sus verdaderos
causantes, los que han permitido su nacimiento y luego su
desarrollo en una especie de espiral de perfeccionamiento
y sofisticación inagotable, son los mismos ciudadanos
que hoy se horrorizan frente a cada anécdota.
Cada hecho tiene sus causas y sus efectos. Casi nunca
lo perceptible explica realmente lo que ocurre. Para comprender
los mecanismos hay que sumergirse un poco, a veces bastante,
y encontrar allí las raíces del asunto.
Nada cambiará si no se va hasta el fondo, para
entender primero las insondables causas y operar sobre ellas
de un modo decidido. Atacar las consecuencias es como pretender
curar una enfermedad disminuyendo la fiebre y suponiendo
que ella es el problema, cuando en realidad es solo un aviso,
de que algo está muy mal y merece una rápida atención.
Ignorar este esquema tan sencillo y frecuente,
el mismo que los individuos siguen para resolver sus cuestiones
domésticas, personales y profesionales, es también
parte del problema y explica, en buena medida, porque estas
prácticas perversas no encuentran techo. Es probable
que no se haya invertido suficiente tiempo en buscar las
causas reales y, mucho menos, en actuar en esa dirección.
La queja retórica no modifica nada, si no va acompañada
de una actitud consistente que logre alinear discurso y
acción.
Los políticos que han hecho
del clientelismo una de sus herramientas preferidas no podrían
hacerlo sin una doble complicidad ciudadana. La más
indisimulable tiene que ver con el funcional silencio de
una sociedad que contempla como sus valores se degradan
y hace poco al respecto.
El clientelismo forma
parte de lo cotidiano, sin embargo las denuncias no abundan
y quedan en la nada casi siempre. Ni siquiera existe el
esperable castigo moral, un objetivo poco ambicioso pero
totalmente necesario.
Es que se han naturalizado
estas inadecuadas costumbres. Pareciera que la sociedad
solo las describe como parte del paisaje, y si bien las
critica, tampoco convierte esos reclamos en algo superior.
Al mismo tiempo se justifica a quien recibe un favor a cambio
del apoyo político, validando entonces este presente
de un modo muy preocupante.
Tal vez la raíz
profunda de la cuestión esté relacionada con la
visión ideológica que prevalece entre los ciudadanos,
que cree en la idea de un Estado grande, con muchos recursos
económicos disponibles y encargado de resolverle a
la sociedad la totalidad de sus problemas.
Un
Estado omnipresente precisa de gran cantidad de dinero,
recauda impuestos, se endeuda y hasta emite moneda para
financiar su desbordado gasto, ese que la sociedad avala
desde lo argumental aduciendo que debe ocuparse de casi
todo para que los ciudadanos sean felices y prósperos.
Esta pérfida mirada es la que permite que
los gobiernos, conducidos por los políticos de turno,
accedan a abundantes presupuestos que dilapidan arbitrariamente.
El combo se completa con la ausente vocación cívica
de demandar transparencia en el gasto estatal, y así
el clientelismo consigue su principal aliado, su socio más
preciado.
Una ciudadanía que hace una apología
de ese Estado gigantesco, que debe hacerse cargo de todo,
solo promueve la creación de una casta de políticos
que sueñan con administrar mucho dinero discrecionalmente
y sin rendir cuenta alguna. Sin ese ingrediente vital, el
clientelismo estaría absolutamente limitado, su existencia
sería marginal y de escasa incidencia electoral, empujando
entonces a los políticos a esmerarse un poco más
para cautivar a los electores con ideas, programas y proyectos.
La próxima vez que se intente analizar un
suceso político que venga de la mano de estas prácticas
inmorales, valdrá la pena reflexionar acerca de quiénes
son, en realidad, los culpables del clientelismo.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com