lunes, 2 de noviembre de 2015

Sínodo: la descentralización de la Iglesia ofende a la Fe y al sentido común


Sínodo: la descentralización de la Iglesia ofende a la Fe y al sentido común

Las conclusiones del Sínodo de la Familia han despertado en ciertos sectores un injustificado optimismo, como muestra el artículo que sigue. En realidad, la descentralización de la Iglesia, anunciada por el Papa Francisco, podrá tener efectos mucho más graves que la aceptación de las tesis de los “innovadores”.


 El papa Francisco había anunciado el 17 de Octubre pp. cómo concluiría el Sínodo de la Familia. La asamblea de obispos había llegado a un callejón sin salida, y la única forma de superarlo sería descentralizar la Iglesia Este punto muerto nace de la división entre los padres sinodales que invocan con firmeza el Magisterio perenne sobre el matrimonio y los “innovadores” que se proponen trastornar no sólo dos mil años de doctrina de la Iglesia, sino sobre todo la Verdad del Evangelio. Es, de hecho, palabra de Cristo, ley divina y natural, que el matrimonio válido, rato y consumado de los bautizados no se puede disolver de por ninguna razón.
 
Una sola excepción anularía el valor absoluto y universal de esta ley, y una vez caída esta ley, se vendría abajo junto con ella todo el edificio moral de la Iglesia. El matrimonio, o es indisoluble o no lo es, y no se puede admitir una disociación entre el enunciado del principio y su aplicación en la práctica. La Iglesia exige una coherencia radical entre pensamiento y palabra y entre las palabras y los hechos. La misma coherencia de la que han dado testimonio los Mártires a lo largo de la historia.
El principio que sostiene que la doctrina no cambia, sino su aplicación pastoral, introduce una cuña entre dos dimensiones inseparables en el cristianismo: Verdad y Vida. La separación entre doctrina y práctica no procede de la doctrina católica, sino de la filosofía hegeliana y marxista, que trastorna el axioma tradicional según el cual agere sequitur esse, el obrar sigue al ser. Pero desde la perspectiva de los innovadores, la acción precede al ser y lo condiciona; la experiencia no vive la verdad sino que la crea. Este es el sentido del discurso pronunciado por el cardenal Christoph Schönborn en la conmemoración del 50° aniversario de la institución del Sínodo, el mismo día en que habló el papa Francisco. “No es posible representar la fe, sólo se puede dar testimonio de ella”, ha afirmado el Arzobispo de Viena, subrayando la primacía del testimonio sobre la doctrina. En griego, mártir significa testigo, pero para los mártires dar testimonio significaba vivir la verdad, mientras que para los innovadores significa traicionarla, reinventarla en la práctica.
La primacía de la praxis pastoral sobra la doctrina está destinada a tener unas consecuencias catastróficas:
1) Como ya sucedió con el Concilio Vaticano II, el sínodo “virtual” está destinado a prevalecer sobre el real. El mensaje mediático que acompañará la conclusión de los trabajos es más importante que el contenido de los documentos. La relatio sobre la primera parte del Instrumentum Laboris del Circulus Anglicus C afirma claramente la necesidad de esta revolución semántica: “Al igual que el Vaticano II, este Sínodo tiene que marcar un antes y un después en el lenguaje, que los cambios no sean sólo cosméticos”.
2) El postsínodo es más importante que el Sínodo, porque representa la autorrealización del mismo. De hecho, el Sínodo confiará a la praxis pastoral la realización de sus objetivos. Si lo que se transforma no es la doctrina sino la pastoral, el cambio no puede provenir del Sínodo; tiene que darse en la vida cotidiana del pueblo cristiano y por consiguiente fuera del Sínodo, después de éste, en la vida de las diócesis y de las parroquias.
3) La autorrealización del Sínodo se convierte en bandera de la experiencia de las iglesias particulares, o sea, de la descentralización eclesiástica. La descentralización autoriza a las iglesias locales a experimentar una pluralidad de experiencias pastorales. Y si no hay una praxis coherente con la doctrina única, eso quiere decir que hay muchas y que todas se pueden experimentar. Los protagonistas de esta revolución en la praxis serían por tanto los obispos, los párrocos, las conferencias episcopales, las comunidades locales, según la libertad y creatividad de cada uno.
Se delinea la hipótesis de una Iglesia a dos velocidades (two-speed Church) o, para usar la jerga de los eurócratas de Bruselas, de “geometría variable”. Un mismo problema moral se resolverá de manera diversa, conforme a la ética de situación. A la Iglesia de los “católicos adultos”, de lengua germánica y pertenecientes al primer mundo se les permitirá la “marcha rápida” del “testimonio misionero”; mientras que a la de los católicos subdesarrollados, africanos o polacos, pertenecientes a iglesias del segundo o tercer mundo, se les concederá la “marcha lenta” del apego a las propias tradiciones.
 La Iglesia quedaría desvaticanizada, o más bien desromanizada.
Roma quedaría en segundo plano, privada de verdadera autoridad, y con la única función de proporcionar un “impulso carismático”. La Iglesia quedaría desvaticanizada, o más bien desromanizada. Se quiere sustituir la Iglesia romanocéntrica por otra policéntrica o poliédrica. La imagen del poliedro ha sido utilizada por el Papa Francisco con frecuencia. “El poliedro –ha afirmado– es una unidad, pero con todas sus partes distintas; cada una tiene su peculiaridad, su carisma. Esta es la unidad en la diversidad. Es por este camino que los cristianos realizamos lo que llamamos con el nombre teológico de ecumenismo: tratamos de que esa diversidad esté más armonizada por el Espíritu Santo y se convierta en unidad” (Discurso a la Iglesia Pentecostal de Caserta, 28 de julio de 2014). La transferencia de poder a las conferencias episcopales ya estaba prevista en un pasaje de Evangeli Gaudium que las concibe como «sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal. Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera» (n. 32). Ahora el Papa Francisco proclama este “principio de sinodalidad” como resultado final de la asamblea que se está celebrando.
Las antiguas herejías del galicanismo y del nacionalismo eclesiástico vuelven a asomar por el horizonte. Es de hecho dogma de fe, promulgado por el Concilio Vaticano I, el primado de jurisdicción del Sumo Pontífice, en el cual reside la autoridad suprema de la Iglesia, sobre todos los pastores y todos los fieles, independientemente de cualquier otro poder. Este principio constituye la garantía de la unidad de la Iglesia: unidad de gobierno, unidad de fe, unidad de sacramentos. La descentralización supone una pérdida de unidad que conduce irremediablemente al cisma. Y el cisma es sin duda alguna la quiebra que se produce inexorablemente cuando falta un punto central de referencia, un criterio común, ya sea en el plano de la doctrina o en el de la disciplina y la pastoral. Las iglesias particulares, divididas en cuanto a la praxis, así como en cuanto a la doctrina de la cual deriva la praxis, están fatalmente destinadas a entrar en conflicto y dar lugar a fracturas, cismas y herejías.
La descentralización no sólo lesiona el primado romano, sino que niega el principio de no contradicción, según el cual “un mismo ser no puede al mismo tiempo y en el mismo sentido, ser lo que es y no serlo”. Únicamente apoyados en este fundamental principio lógico y metafísico podemos emplear la razón y conocer la realidad que nos rodea.
¿Qué pasaría si el Romano Pontífice renuncia, aunque sólo sea parcialmente, a ejercer su autoridad delegándola a las conferencias episcopales o a los obispos particulares? Evidentemente surgiría una diversidad de doctrinas y de praxis entre las diversas conferencias episcopales y entre una diócesis y otra. Lo que en una diócesis estará prohibido, estará admitido en otra, y viceversa. Quien conviva more uxorio con otra persona sin haberse casado podrá recibir el sacramento de la Eucaristía en una diócesis sí y en otra no. Pero el pecado es o no lo es. La ley moral es igual para todos o no es tal ley moral. Una de dos: o el Papa tiene primado de jurisdicción y lo ejerce, o en la práctica gobierna cualquiera prescindiendo de él.
El Papa admite la existencia de un sensus fidei, pero es el propio sensus fidei de obispos, de sacerdotes y de simples laicos el que hoy en día se escandaliza de las extravagancias que se dicen en el aula del Sínodo. Extravagancias que ofenden el sentido común antes incluso que el sensus Ecclesiae de los fieles. El Papa Francisco tiene razón cuando afirma que el Espíritu Santo no asiste sólo al Papa y a los obispos, sino a todos los fieles (cfr. sobre este punto Melchor Cano, De locis Theologicis (Lib. IV, cap. 3, 117I). Sin embargo, el Espíritu Santo no es espíritu de novedad; guía a la Iglesia, asistiéndola de modo infalible en su Tradición. Mediante la fidelidad a la Tradición, el Espíritu Santo habla todavía a los oídos de los fieles. Y hoy, como en los tiempos del arrianismo, podemos decir con San Hilario: «Sanctiores aures plebis quam corda sacerdotum» ‒(son más santos los oídos del pueblo que el corazón de sus sacerdotes) (Contra Arrianos, vel Auxentium, nº 6, en PL, 10, col. 613).
Roberto de Mattei, en Il Foglio del 20 de octubre de 2015 (Original en italiano)