Entrevista al Dr. Antonio Caponnetto con ocasión de su reciente libro: "Independencia y Nacionalismo"
Estimados
amigos:
El
periodista Javier Navascués Pérez, de actuación marcadamente católica y mariana
en medios barceloneses, y en distintas emisoras españolas y europeas, ha tenido
la generosidad de hacerme una entrevista con motivo de la aparición de mi
último libro: Independencia y Nacionalismo (Buenos Aires, Katejón, 2016).
La
entrevista se hizo originalmente para el sitio “Adelante la Fe”
(http://adelantelafe.com/), pero dada la extensión, dicho blog, al que
mucho apreciamos, tomó la decisión de publicarla fragmentariamente,
autorizándonos a hacerla circular en forma íntegra, para aquellos a quienes el
tema pudiera interesarles.
Nuestra
gratitud a Javier Navascués y a los responsables de “Adelante la Fe”.
Antonio
Caponnetto
-Javier
Nacascués Pérez: Por lo que sabemos, frente al Bicentenario de la
Independencia, o de las independencias americanas, usted se ubica en un lugar
equidistante. ¿Cuál sería ese lugar?
-Antonio
Caponnetto: Estoy en contra de los que celebran con alborozo la Independencia
porque disfrutan con la desmembración del Imperio Hispano Católico; y estoy en
contra, a la par, de los que nos acusan de traidores o de felones, como si
aquella desmembración hubiera sido causada primero por nosotros, y como si
entre los mejores de los nuestros no hubieran existido claros exponentes del
fidelismo, del arraigo y de la conservación del inmenso patrimonio cristiano y
español heredado.
-Pero ¿cómo
se hace para sostener la tesis del arraigo y del fidelismo cuando era
generalizado el afán de emanciparse, de tener gobiernos propios y de librar
guerras por estos ideales?
A.C.:
¿Cómo se hace? Distinguiendo. Una cosa es la “independencia” de los ideólogos
masones y liberales; otra la autonomía gubernativa conservando las formas
monárquicas, las grandes unidades geopolíticas americanas y la prosapia
cultural de tres siglos gloriosos de evangelización española. Una cosa es la
emancipación –concepto netamente kantiano, iluminista y rousseauniano- y otra
cosa es la autodeterminación fruto del legítimo ejercicio del ius resistendi a
la tiranía. Una cosa es un ejército como el sanmartiniano, que castiga la
blasfemia y nombra a la Virgen del Carmen su Generala, repartiendo escapularios
a la tropa; y otra cosa son las hordas rapaces de libertarios, conducidas por
impíos, que no dejaron sacrilegio por cometer, sobre todo en el tradicional
ambiente norteño de nuestro país. Una cosa, al fin, es querer tener bandera con
los colores de la Inmaculada Concepción, y otra fabricarse un himno, al lado
del cual, La Marsellesa parece el Oriamendi.
-Pero usted
convendrá conmigo, en que más allá de las distinciones –que le admito- se
impusieron los ideólogos del descastamiento...
A.C.:
No sólo lo admito, lo deploro y condeno. Y denuncio además la doble imposición
que padecimos y padecemos de ese mal. Porque se trató de una imposición
política pero también historiográfica. Nos hicieron creer que la única historia
existente –los únicos hechos registrables- eran los que llevaban el signo
maldito de los descastados. Pero cuidado; porque el descastamiento no revistaba
solamente en ciertas filas americanas o en testas criollas. El llamado con
error “bando realista” tuvo sus exponentes repudiables, en la península y en el
territorio de ultramar. Manifestaciones repudiables tanto teóricas como
prácticas, tanto en hechos e ideas como
en personajes. No somos fabricantes ni compradores de leyendas, sean negras o
rosas. “La verdad: sol duro pero claro”, decía Maurras. Y nos gusta el sol
dando de pleno en la cara; además de Maurras, claro.
-Por lo que
usted nos comenta, entonces, se cumplió también en este caso aquello de que
“Dios ayuda a los malos...” Pero, ¿por qué habla del erróneamente llamado bando
realista?
A.C.:
El éxito no es criterio de verdad, se sabe desde Aristóteles. Que hayan ganado
los malos no prueba que tuvieran razón, ni mucho menos que su triunfo nos
conforme o beneficie a los hispanoamericanos. Se cumplió más o menos la
simpática coplita que me recuerda. Y de rondón retomo algo de una pregunta suya
precedente. No era “generalizado” ese afán de emanciparse. El pueblo simple, de
misa y olla, no lo deseaba. A nadie le importaba el sapere aude de Kant, y no
escasean los testimonios de hispanistas ilustres, como Ramiro de Maeztu,
Eugenio Vegas Latapié o José María Pemán, que han dejado asentado en solventes
ensayos esta aquiescencia popular criolla hacia la noble matriz española.
Tampoco eran más los ideólogos que los genuinos libertadores, ni había
multitudes rugientes en las plazas mayas o julias pidiendo saber de qué se
trataba aquello. Dios no ayudó a los más. Es un aristócrata, diría Castellani.
El demonio metió la cola, que es “la especialidad de la casa”. De la casa del
diablo, quiero decir.
-Pero lo de
los realistas que le comentaba...
Ya
voy a eso, perdone la disgresión previa. En cuanto a realistas eran casi todos
o todos los que pugnaban entre sí. No diré fernandinos o proborbones –que los
hubo y sobre todo entre los liberales vernáculos más exaltados- pero sí
favorables a mantener un sistema monárquico. La diferencia mayor era otra: o se
respetaba o se conculcaba el principio de intangibilidad americana; ese
privilegio americano de pertenecer al monarca legítimo, y no a cualquier
sustituto colocado por un déspota o devenido en marioneta del Clan Bonaparte.
Nuestra
pertenencia era a la potestad regia castellana, no a los mercaderes de Cádiz,
los pescadores de León, o a las arbitrariedades de un dipsómano instalado por
el complot inicuo de los renegados de España. O se respetaba o se conculcaba
ese pacto de vasallaje recíproco. Ahí está la diferencia sustancial de los
bandos en pugna. Pero la triste realidad es que, al momento de la
independencia, había más defensores de las aspas de Borgoña en estas tierras
argentinas y menos sepultureros del gorro frigio en España.
No se ha tenido aún suficientemente en cuenta
la significativa paradoja de que los más intransigentes defensores de la
obediencia Fernando VII, aquí, en América, no eran contrarrevolucionarios que
abrevaban en las tradiciones escolásticas. Eran masones perseguidores mortales
(en sentido estricto) de los católicos; y eran agentes ingleses. El ejemplo más
patético es el de Bernardino Rivadavia. Y no es un ejemplo de detalle, puesto
que llegó a ocupar los puestos más encumbrados del Estado, ¡la presidencia
misma de la República!
-Pacto
antiguo y medieval, aclara usted; ¿para diferenciarlo de otros pactismos,
verdad? Me parece entender mejor ahora porqué afirman estar -usted y los suyos-
entre dos fuegos. ¿Cómo sería más específicamente ese cruce de disparos?
A.C.:
Sí; he aclarado esos de los pactos, porque lo que me faltaba era ser tenido por
sospechoso de adherir a ese “hombre nefasto”, como llamó José Antonio a
Rousseau en el Discurso Fundacional de Falange, o de adherir sin retaceos al
granadino Francisco Suárez. Un fuego absurdo e irritativo es el que disparan,
por un lado, quienes creen que nacimos hace 200 años. Pero el otro, no menos
erróneo e incluso avieso, es que toma la fecha de nuestra independencia como
certificado de defunción de la patria. Si yo fuera psicoanalista (¡las cosas
que hay que conjeturar para hacerse entender!), diría que a unos los mueve la
libido dominandi y a otros el instinto tanático. No conviene explicar la
historia con pulsiones instintivas, sino más bien con categorías teológicas. Y
aclaro que esto lo dice alguien tan poco clerical como Niesztche.
- La verdad
es que no me lo imagino psicoanalista, tampoco obispo; pero ya que mentó la
cuestión, ¿cuál o cuáles serían esas categorías teológicas que estarían
faltando para la comprensión de este drama independentista, que así veo también
que lo llama en alguna parte?
A.C.:
En un libro anterior a éste, he tratado de probar que el oficio del historiador
es analogable al del liturgo. Por lo menos, el oficio del católico puesto a
historiar. El historiador, como el liturgo, por ejemplo, debe comprender que el
cielo irrumpe en la tierra, que hay una vinculación fontal entre los visibilia
e invisibilia Dei. El historiador, como el liturgo, debe inteligir el sentido del leiton ergon, de la obra, función o
ministerio público proyectada al servicio del bien común. Hay muy buenos
consejos al respecto; de San Vicente Ferrer, de San Alberto Magno o del
Cardenal Newman. Aplicado esto al tema que nos ocupa, diré y digo que hay un
modo sacramental de entender nuestro pasado. Nuestras tierras tienen su
bautismo, su confirmación, su primera eucaristía, sus contricciones, y están
necesitadas con urgencia de la Unción de los Enfermos.
-Perdone,
pero ¿en dónde se ha explayado sobre este criterio? Le confieso que me
inquieta...
A.C.:
En un libro titulado “Poesía e historia: una significativa vinculación”, que
lleva más de quince años andando. Desde esta categorización teológica de la
historia, sostengo, por ejemplo, que no es la Independencia “oficial” la que
nos inaugura como patria, sino el bautismo que recibimos el 12 de octubre de
1492, y más específicamente el 1 de abril de 1520, fecha de la primera
celebración eucarística en el territorio argentino. La independencia antagónica
a la emancipación y al desarraigo; la independencia de los hombres fieles a la
Tradición; que haya sido derrotada o pisoteada, no anula la gracia recibida en
esos sacramentos. Nuestro drama es que la emancipación se impuso por sobre el
doloroso y legítimo acto independentista. Y como fue una derrota tanto política
como historiográfica, según ya se lo he dicho, en vez de hacernos celebrar
sacramentos nos imponen efemérides laicas y masónicas. ¡Ay de esos pueblos!,
dice Pieper en su libro “Una teoría de la fiesta”, a los que les cambian los
festejos sacros por otros mundanos o impíos.
-Vale la pena
entender e incorporar estas categorías teológicas, ya veo. Tal vez sean un poco
inusuales y disonantes a los oídos vulgares.
-A.C.:
Vale la pena entender e incorporar la filosofía y la teología de la historia,
que no son inventos míos. Yo no he descubierto el Mediterráneo. Pero se
necesita, por cierto, un sensus fidei y sobre todo, como distingue Pascal, un
reemplazo del espíritu de geometría por el esprit de finesse. Fíjese que me he
enterado de un sujeto –que adhiere al tradicionalismo- según el cual la Primera
Misa; esto es, la primera patencia de Cristo en cuerpo, sangre, alma y
divinidad en estas tierras argentinas, no tiene para él ningún sentido. Y hasta
cree hilvanar una ironía, diciendo que si Cataluña se independizara de España,
entonces una misa podría “fundarla”. Como si nuestra bendita Primera Misa, en
los albores del siglo XVI, hubiese sido un grito de rebeldía separatista o un
acto revolucionario de cuño marxistoide. Por querer pasarse de sarcástico
incurrió en blasfemia. Ahí tiene un espíritu geométrico, por no decir
canibalesco, incapaz de toda sutileza. Lo grave es que si tamaña carencia
hermenéutica tienen los “nuestros”, ¿qué le puedo pedir a los enemigos?
-¿Hay alguna
otra categoría o concepto teológico que nos pudiera ayudar a comprender su
posición en este complicado tema?
A.C.:
Siempre me llamó la atención un texto de Santo Tomás –está en la cuestión 76 de
la primera parte de la Suma- en la que el Aquinate enseña que el alma está
presente entera en todo el cuerpo y en cada parte del cuerpo, pero no del mismo
modo, sino del modo aquel que conviene al ser y a la acción de cada parte. El
alma católica e hispana se mantuvo en el cuerpo de la americanidad según la
totalidad de sus energías y fuerzas y según conviniera a su ser y a su obrar.
Porque era aquello –las Españas- una sola alma y un solo cuerpo. Es cierto que
no faltaron desalmados, de un lado y del otro del Atlántico; y que los mismos
terminaron quedándose con el triunfo. Pero no puede decirse sin faltar
gravemente a la justicia, que todo y todos en nuestra independencia fue obra de
desalmados. También sería faltar a la justicia que los españoles no vieran la
viga inmensa en el ojo propio que les cupo en este penoso proceso de
disolución.
-Sí; sí;
nadie ignora que en todo esto hay culpas y responsabilidades compartidas. No
podemos conservar un maniqueísmo simplón. Pero más allá de los legítimos
enfoques sobrenaturales que usted hace, ¿no considera la posibilidad de causas
más terrenas o demasiado humanas, como la injerencia británica?
A.C.:
Claro que sí; y expresamente me refiero a ellas. Hace muy bien en bajarme a la
tierra. Yo en esto prefiero pecar de conspirativista que de ingenuo, aunque
bien sé que la tesis del complot se usa muchas veces de comodín cuando no se
quieren encontrar explicaciones más complejas. Pero si nos atenemos al ejemplo
singular que usted me pone, allí se ve otra vez, con claridad, que las
dicotomías de los manuales no ayudan a entender lo sucedido. Hay una gran
cantidad de documentos, privados y públicos, que muestran la enemistad entre
San Martín y los ingleses, o que prueban el modo heroico con que Cornelio de
Saavedra combatió a los britanos, antes y después del famoso 25 de Mayo de
1810. Y esto por mencionarle a dos exponentes famosos del “bando criollo” o
independentista. Paralelamente, hay otra documentación del mismo calibre que
prueba la ominosa connivencia del borbonato con ingleses y franceses. En “El
equipaje del Rey José”, Benito Pérez Galdós dice sin ambages que en aquella
desdichada España “los franceses salen por un lado y los ingleses entran por
otro”.
-Pero no se
puede negar la presencia de agentes británicos entre los llamados
independentistas.
A.C.:
¡Claro que no! Pero lo que me preocupa, y en realidad me irrita, es que no se
tenga en cuenta que la denuncia y el repudio de esta injerencia británica fue
desde siempre uno de los ejes de la llamada escuela revisionista o
nacionalista. Aquí nadie quiso ocultar nada al respecto. Lo mismo sucede cuando
se trae a colación el asesinato de Liniers o la heterodoxia del llamado clero
revolucionario. Fuimos nosotros, salieron de nuestras filas, los repudiadores
de estos episodios y de estos personajes. ¿De qué leyenda rosa me hablan?
-¿Usted
quiere decir que no han ignorado la existencia de los llamados planes para
humillar a España?
A.C.:
Eso mismo. Hay incluso entre estos autores revisionistas-nacionalistas un
estudioso como Federico Rivanera Carlés (con quien tengo mis discrepancias,
nobleza obliga), que ha abordado un tema muy poco conocido, como el de las
rebeliones contra España ya en la primera mitad del siglo XVII, cuando
gobernaban los Austrias. Esas rebeliones contra la unidad del Imperio
estuvieron manejadas por la marranía, y por eso se han convertido en un tema
tabú. No sé de autores españoles que hayan abordado este punto. Todos suelen
quejarse de que se socavó la autoridad de un tirano como Fernando VII. Pero
sobre los intentos judaicos de acabar con la España Católica de los Austrias no
veo mucho material procedente de los españoles anti-independentistas
americanos.
-Está fuera
de duda el amor y la gratitud que le profesa a España; y no hablo sólo de su
caso personal sino de la corriente de pensamiento que usted expresa, pero me
parece importante establecer algunas precisiones. ¿Cómo se definiría entonces
la patria y porqué ese concepto –el de una patria independiente- no entra en
contradicción con la fidelidad a España?
A.C.:
En la cosmovisión pagana, la patria es exclusivamente la terra patrum, la
tierra de los padres, el alrededor geográfico heredado de los antepasados. La
cosmovisión cristiana no anula este concepto, pero lo ordena a otro superior
que permite desdeñar el mero carnalismo, o la tentación de la carnalización. En
perspectiva cristiana, la patria es un don de Dios y subsiste en Él. Es un todo
donado por Cristo y para Cristo que Dios Padre quiere llevar a su plenitud,
como enseña Alberto Caturelli. Por lo tanto nosotros –hablo en plural
deliberadamente- tenemos este don de Dios que se nos ha dado, llamado La
Argentina; este don que el Señor nos dá para que seamos capaces de cultivarlo y
de guardarlo, tal como leemos en el libro inicial del Génesis. Y el primerísimo
bien que tenemos que cultivar y que guardar en esta tierra donada, es el
patrimonio recibido en herencia de la terra patrum. Pero a su vez, ese
patrimonio incuestionable de la terra patrum no es un gobierno, un monarca, una
dinastía o un costumbrismo. Es un espíritu, un alma. Es la Hispanidad. Y antes de que me pregunte me anticipo a
decirle que la Hispanidad es una rama viva de la Cristiandad.
-¿La
Independencia que usted concibe y defiende no anula la Hispanidad, qué sería el
núcleo de lo que acaba de decirnos?
A.C.:
En parte es al revés. Si yo puedo defender una independencia que no expulsa a
la Hispanidad sino que la supone como condición sine qua non, es porque esa
Independencia y esos independentistas existieron. Aunque fueron derrotados,
insisto. Y los triunfadores nos inventaron una patria en la cual no queda ni la
terra patrum ni el don de Dios. Queda ese “lodo, lodo, lodo”, que repetía el
precitado Padre Castellani.
Bien entendidas las cosas, Hispanidad e
Independencia se suponen necesariamente la una a la otra. Por eso llamo a la
Independencia un acto legítimo pero doloroso. Lo primero en tanto ese acto
revistió las formas de la clásica resistencia contra una tiranía que pone en
riesgo la existencia misma de la sociedad política. Lo segundo; esto es lo
doloroso, porque nunca es grato tener que llegar al límite de poner en práctica
el ius resistendi.
Pero entiéndase que nuestra noción de
patria y nuestra práctica del patriotismo no declama sólo una hispanofilia.
Obliga a una hispanofiliación, como decían Goyeneche y Anzoátegui. Aquí son dos
los errores simétricos que hay que evitar. Uno, el de concebir ese don patrio
sin lo esencial de la terra patrum que es la Hispanidad. El otro, reducir la
Hispanidad a un carnalismo en cualquiera de sus variantes, desde el racial
hasta el de un linaje en particular. Si en lo primero tenemos muchos pechos
vernáculos para golpear gritando mea culpa; en lo segundo, hay pechos españoles
que deberían llevarse, por lo menos, algunos dedos índices acusatorios.
-Me quedé
pensando en la independencia como dolor...
A.C.:
Muchos se quedaron pensando en ello. El poeta Leopoldo Marechal le canta a la
patria como “un dolor que se lleva en el costado sin palabra ni grito”. Hay en
la historia personal y en la historia general de la humanidad muchos dolores
que fueron germinativos y que a juzgar después por sus frutos eran dolores
inevitables unos, necesarios los otros, permitidos por Dios, en suma.
-Le hablaba
antes de la necesidad de establecer algunas precisiones. La de la patria quedó
zanjada, pero ¿qué pasa con el concepto de nación, y de su derivación natural,
el polémico tema del nacionalismo?
A.C.:
En cuestiones que se han prestado y se prestan a tanta oscuridad, no veo otro
modo de ser claro que ser simplote y básico. El punto de partida es la
Cristiandad, y el modo peculiarísimo en que ella nos accede a nosotros, los
americanos, que es mediante la Hispanidad. La Iglesia tiene promesas de vida
eterna, la Cristiandad lamentablemente no. Es, o fue, un modelo de organización
política, en el sentido amplísimo de la palabra, que supo resumir León XIII
diciendo que en ella el Evangelio informaba la filosofía de las sociedades.
Desaparecida la Cristiandad, queda el deber y el derecho de anhelar su
instauración en el lugar de nacimiento de cada uno de nosotros. Ese lugar de
nacimiento es la nación o natus. Y ese programa o anhelo de instauración de
Cristo en las naciones no es otro que el sintetizado por San Pío X, o el
definido por Pío XI en la Quas Primas. Programa o anhelo que supieron enunciar
de otro modo, pero con no menos vigor, pontífices como Juan Pablo II y
Benedicto XVI.
-¿Qué sería
entonces el Nacionalismo?
A.C.:
El querer instaurar en Cristo todas las cosas de nuestra nación; ese abrir de
par en par las puertas a Cristo a todos y a cada uno de los ámbitos de la vida
social, para que Cristo señoree sobre ella, para que sea factible la soberanía
o principalía social de Nuestro Señor. Como se verá, este Nacionalismo reclama
de modo indisoluble ser calificado y sustantivizado como católico. Y no tiene
ni quiere tener nada que ver con separatismos, regionalismos, segregacionismos,
cismas, revoluciones francesas o invocados principios de las nacionalidades.
-Es difícil
de entender esto en Europa, pero también en la Argentina, donde hay
nacionalistas que no adoptan esta cosmovisión católica como columna vertebral
A.C.:
Yo creo que esta dificultad comprensiva podría disiparse si hubiera un poco más
de buena fe y alguna lectura nueva o vieja repasada. Hablo en principio para
los españoles o europeos en general. Pío XI, por ejemplo, descalificó en su
momento en la Ubi arcano Dei, a lo que llamó un “nacionalismo inmoderado”. ¿De
dónde brota esa inmoderación? Precisamente de la matriz revolucionaria moderna
que desliga a la nación de la Cristiandad y sustituye el Derecho de Gentes por
el Derecho Nuevo. No es nuestra postura. La condenamos.
Un autor como Joseph Delos, en su
obra “El problema de la civilización”, gana en sensatez cuando retrata un
“Nacionalismo de Civilización”, amparado en el supuesto despertar de las
conciencias nacionales que sería un fenómeno equivalente al despertar de los
derechos individuales del hombre y del ciudadano. Retórica iluminista pura, en
las antípodas de nuestro pensamiento. Para quienes puedan comprender el guiño
localista, rápidamente asociarán esto de Delos a lo que dice Sarmiento.
Nosotros, claro, no seríamos el “nacionalismo de civilización” sino el de la
barbarie. Esto es, el del respeto a las tradiciones hispanocatólicas.
-Más allá de
estas distinciones sobre el Nacionalismo, la independencia, en la práctica, ¿no
suponía necesariamente disgregar a América en naciones individuales convertidas
en repúblicas democráticas?
A.C.:
No; necesariamente no. Que eso haya sido buscado por los ideólogos del
liberalismo y de la masonería bajo la siniestra tutela británica, es un hecho.
Y trágicamente se impuso. Pero también es un hecho –aunque sus propulsores
hayan sido vencidos- que los genuinos independentistas hablaban de Nación
Americana, no de Estados Nacionales. En el mismo Congreso de Tucumán que
declaró nuestra independencia se hace referencia a las Provincias Unidas de
América del Sur, no a tal o cual país por separado. San Martín le dice a
Echavarría en carta del 1 de abril de 1819: “mi país es toda América”. Era el
sentir de los libertadores. Pero ganaron los emancipadores, ya quedó dicho.
Nociones como las de Imperio o Patria Grande quedaron abolidas. Entonces se
impusieron las republiquetas.
-¿Esa
victoria podría explicar, entre otras cosas, no sólo la disgregación de las
“naciones” sino la imposición de la democracia como sistema políticamente
correcto?
A.C.:
Daré dos ejemplos que permiten deducir lo que se me pregunta. Uno lo ha
advertido con maestría Enrique Díaz Araujo. Estudiando la propuesta monárquica,
cristiana e hispanocriolla trazada por San Martín en Punchauca, en 1821, su
biógrafo oficial, liberal y masón, Bartolomé Mitre, llega a la conclusión de
que San Martín “cayó como Libertador” en el preciso momento en que desconoce
una supuesta ley inexorable de la historia, según la cual, “el progreso
político no admite sino las formas democráticas y republicanas de gobierno”. La
demencia mitrista quedó consagrada y estampada. Independencia y democracia eran
lo mismo. Patria y Democracia eran lo mismo; y todo el que se opusiera quedaba
al margen de la “civilización” (¡otra vez!) y del progreso. Este pensamiento
hizo escuela; yo diría que es hoy Política de Estado.
-¿Y el
segundo ejemplo que mencionaba?
A.C.:
Lo encontré para mi consuelo leyendo el largo y enjundioso estudio preliminar
que le hace Eugenio Vegas Latapié a la obra de Marius Andre: “El fin del
imperio español en América”. Allí, el notable hispanista, analiza el mal
ingénito del sufragio universal, la perversión connatural del sistema
democrático, la inmoralidad intrínseca del régimen de votaciones mayoritarias.
Y concluye que fue la adopción de este mal horrendo como lo políticamente
correcto, lo que condujo a América, una vez independizada, a su desgajamiento
físico y espiritual. Y tiene razón.
-A esta
altura de nuestro diálogo, y teniendo en cuenta estos factores que han ido
apareciendo en el transcurso del mismo, ¿no cree usted que sería prudente
condicionar un poco la valoración del concepto de independencia?
A.C.:
He intentado hacerlo. Por lo pronto, diciendo que la independencia, como la
libertad no son bienes absolutos, ni fines per se. Independizarse de Dios, de
la Verdad, de la Iglesia; como ser libres para delinquir, apostatar o
blasfemar, no son fines apetecibles ni plausibles. Nosotros, los argentinos,
tenemos el caso de regiones que integraban nuestro territorio. O al revés, si
se prefiere: integrábamos el territorio nuestro con otros, y fueron segregados
violentamente, de un modo artificial, con clara y aviesa injerencia extranjera.
Lo que quedaba de la Patria Vieja o Patria Grande devino aún en
individualidades separadas, enfrentadas, rivales. Un absurdo. Pero en todo esto
hay una paradoja o una contradicción de parte de quienes impugnan nuestra
independencia.
¿Cuál sería?
A.C.:
La paradoja o contradicción es que se convierta la dependencia o la obediencia
en un valor absoluto. Cuando miradas las cosas con rectitud doctrinal, hay
casos en los que corresponde desobedecer, rebelarse, desacatar o independizar
el propio juicio o la propia conducta de una autoridad devenida en tiránica o
en mala.
Le hablaré con crudeza. La mayoría de
los sectores que critican nuestra desobediencia independentista a Fernando VII
pertenecen a esa clase de fieles que se sintieron moralmente obligados a
desobedecer al Papa, al Concilio Vaticano II y al grueso de las directivas de
la Roma Conciliar. No los critico. Digamos que los pondero. Pero ¿cómo es esto?
¿Se puede uno independizar de un Papa para salvar la fe católica amenazada y
conservarla íntegra, y no cabe la posibilidad de independizarse de un monarca
canalla y de una dinastía purulenta, para salvar la integridad del patrimonio
hispánico heredado?
¿Qué balance
hace de 200 años de Independencia?
A.C.:
Difícil pregunta; para mí al menos. Hay que tener cuidado, por lo pronto, de no
caer en la falacia aquella que confunde correlación con causalidad. Esto es, no
todo lo que sucede después de un hecho es efecto de ese hecho. Muchos males que
hoy padecemos son la consecuencia directa de la prevalencia de esa emancipación
kantiana, rousseauniana, iluminista, masónica, etc, etc. Sin duda. Otros males
no, en cambio; son de adquisición propia; pura responsabilidad o culpabilidad
nuestra.
También
hay que evitar la otra falacia o argucia de la llamada historia contrafáctica.
¿Qué hubiera pasado si...tal cosa o tal otra? Pues sencillamente no lo sabemos.
La historia es historia de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, mucho
menos de lo que nos hubiera gustado que fuese. Pero para quienes amamos
profundamente a España, como se ama a una madre, verla en el actual estado de
descomposición al que ha llegado, no nos alimenta mucho la esperanza de que
nuestra suerte hubiera sido mucho mejor sin la independencia.
Todavía
nos lastima aquella obscenidad pronunciada por Alfonso Guerra en 1982, y según
la cual: “vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la
parió”. No debió permitirse que se llegara tan lejos. Pero la tragedia
descripta en este exabrupto no es sólo patrimonio de España o de Europa. Es la
llamada civilización cristiana la que está amenazada de muerte. Principalmente
por causa del proceso de heretización y de apostasía que se vive hoy en la
Iglesia.
¿Ve alguna
esperanza en medio de esta tragedia, como la ha llamado?
A.C.:
Siempre veo esperanza. No verla sería incurrir en el pecado de la desesperación
o de la presunción. La esperanza existe y es posible, asida fuertemente a ella,
intentar –para parafrasear lo indigno y volverlo digno- recuperar ese rostro
que sea reconocible y amable para la madre que nos dio a luz. En estos días (el
8 de octubre en el ABC, para ser exactos), Juan Manuel de Prada, hizo el elogio
de la conducta de los colombianos, que no aceptaron la tramposa paz con la
guerrilla homicida. Déjeme que le lea textualmente uno de estos párrafos,
precisamente por el carácter esperanzador que encierra: “Todavía enorgullece
llevar sangre española en las venas, aunque el pueblo español, antaño tan
valeroso ante las agresiones de sus enemigos, se haya convertido en una papilla
amorfa y bardaje. Pero en América, allá donde la sangre de españolas venas se
fundió con la sangre nativa para fundar la raza más hermosa, allá donde nuestra
lengua se hizo dulce y fecunda, todavía queda dignidad[...].Ojalá esa dignidad
vuelva algún día –¡mediante gozosa transfusión de sangre!– a su desnaturalizada
madre”
Lo que está reconociendo con una
hidalguía inusual el señor De Prada, es que aquí en América, todavía quedan
restos o vestigios o simientes de esa grandeza antigua y venerable que
recibimos hace cinco siglos. Más aún: nos está pidiendo una transfusión de
sangre, que en este caso, no sería sino una devolución o restitución de la
sangre heredada. Es lo que dice nuestro poeta Vocos: “Yo sé que en todas partes
hay semillas/de tus claros varones aguardando/ surcos de gestación en
maravillas”.
Esto es lo que me da esperanza. Y a
fe mía, que no me parece escaso motivo.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista