jueves, 1 de agosto de 2019
La Mazorca y el Orden Rosista
Por Gabriel Di Meglio
El Gobierno preparó cuidadosamente la fiesta del 25 de mayo de 1838 para que fuera una demostración pública de la fidelidad general a la causa y graficara la popularidad del Restaurador. La concurrencia fue muy numerosa y Rosas usó la ocasión para reforzar sus vínculos hacia abajo: invitó a las Sociedades Africanas a organizar un baile en la Plaza de la Victoria como número fuerte de la celebración. La plaza principal ocupada por los negros era un gesto político muy claro; podemos deducir cuán importante debió ser el evento para ellos. En cambio, para varios integrantes de la elite la medida fue revulsiva. El poeta unitario Juan Cruz Varela, exiliado en Montevideo, publicó unos versos sobre la cuestión, en los que expuso: “Sólo por escarnio de un pueblo de bravos / bandas africanas de viles esclavos / por calles y plazas discurriendo van. / Su bárbara grita, su danza salvaje, / en este día meditado ultraje / del nuevo caribe que el Sud abortó”.
Simultáneamente, el Restaurador cuidó el orden en la campaña. En julio tuvo conocimiento –según los emigrados por la denuncia de “un mulato”– de que se preparaba un levantamiento entre las tropas que custodiaban la frontera sur. Se detuvo a su comandante, Zelarrayán, y se lo ejecutó apelando a que supuestamente había querido fugarse.
Ese mismo mes, el Gobierno solicitó a la Legislatura que se expresara sobre la situación con los franceses y obtuvo una rotunda victoria; por si acaso, los miembros de la Sociedad Popular se hicieron presentes en la barra de la Sala para asegurar que los diputados no dudaran. La decisión de la Legislatura fue festejada en algunos barrios, que mostraron así su fidelidad federal. El juez de paz de La Piedad solicitó cien faroles para iluminar la iglesia homónima en un Tedeum que se organizó “…en acción de gracia al Ser Supremo por el beneficio que ha otorgado a la Republica en el pronunciamiento de la Honorable Sala de esta Provincia al aprobar la conducta de Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Nación, en la cuestión promovida por el Vice-Cónsul y Contra-Almirante Franceses”. Nuevas muestras de adhesión federal se expresaron en octubre, cuando murió Encarnación Ezcurra (a partir de entonces llamada “la heroína de la confederación”). Los funerales fueron masivos y durante varios meses todas las iglesias de la ciudad realizaron misas en su memoria. Buenos Aires se mostraba fiel, pero la crisis no hacía más que comenzar. En la última parte de 1838 la situación se clarificó: Corrientes, el Estado Oriental y los agentes franceses acordaron una alianza para “…remover del mando de la Provincia de Buenos Aires y de toda influencia en los negocios políticos de la Confederación Argentina, la persona de don Juan Manuel de Rosas”. A ese trío se agregó el apoyo de los emigrados que se encontraban en Montevideo. Para activarlos fueron importantes los líderes de la Asociación de la Joven Argentina, que decidieron pasar de una tarea propagandística clandestina a una acción política más directa, en la cual iban a mostrarse enérgicos, en particular Juan Bautista Alberdi. Al iniciarse 1839, entonces, el rosismo enfrentaba el mayor desafío que había tenido hasta entonces. El control se volvió más obsesivo y los sospechados de ser desafectos al sistema empezaron a mostrarse cada vez menos en público. La guerra empezó bien para los rosistas, que vencieron a Corrientes y recibieron la buena noticia de que la derrota de la Confederación peruano-boliviana a manos de los chilenos ponía fin a la guerra que las provincias del norte venían librando contra ella. Las victorias hicieron que el Restaurador mostrara algunos gestos de distensión, como liberar al general José María Paz. Además, el 25 de mayo firmó un tratado con Gran Bretaña prohibiendo el tráfico de esclavos, accediendo a un pedido que los británicos venían realizando hacía tiempo y al que se había negado hasta entonces. Así buscaba reforzar su relación con la mayor potencia como contrapeso a los franceses y la medida le servía también para afianzar aún más su vínculo con los negros porteños. De hecho, nuevas demostraciones de apoyo público por parte de esa comunidad siguieron al anuncio. Pero, cuando la tensión en la ciudad parecía disminuir, el Gobierno fue avisado de que allí mismo se conspiraba en su contra. Quienes estaban descontentos habían empezado a reunirse al menos desde marzo, pese a la vigilancia del régimen. Muchos eran jóvenes de la elite que habían sido influenciados por la prédica de la Asociación de la Joven Argentina. Un resultado fue la formación del “Club de los Cinco”, una pequeñísima sociedad secreta. Sus objetivos no eran muy definidos en cuanto a posiciones políticas: “…no se trataba por el momento de federación ni unidad, sino de concluir con Rosas”, diría años más tarde uno de ellos, Carlos Tejedor. Primero proyectaron simplemente asesinarlo, pero luego el círculo del club se fue ampliando y empezó a planearse la realización de un levantamiento militar para apoderarse de la ciudad, que sería acompañado por un alzamiento en el sur de la provincia, donde estaban en comunicación con varios notables de la campaña, y por una invasión de Lavalle. Sabían muy bien, por sus contactos en Montevideo, que desde abril se preparaba allí una “Legión Argentina” para luchar a las órdenes de dicho jefe contra Rosas. Los conjurados porteños encontraron un líder en otro joven: el coronel Ramón Maza, hijo de Manuel, el dirigente rosista. Los involucrados confiaban en obtener un apoyo masivo: “…el pueblo está sumamente aburrido de la miseria y la esclavitud”, escribió un implicado en mayo y “…las contribuciones, lo que empieza a exigirse, aumentarán el descontento”.
Se refería a la Contribución Directa, impuesto cuyo cobro, que antes se hacía de acuerdo a lo que declaraba el que pagaba, empezó a ser calculado por el Estado. Además, decía, “…todo está a más del doble de antes”. Ramón Maza empezó a buscar el apoyo de los comandantes de los batallones del ejército regular para asegurar el éxito del levantamiento. La trama no fue guardada con precaución y según el general Paz, quien fue enterado de ella, “…el secreto de la conjuración estaba en miles de bocas”. Uno de los que fueron convocados a unirse delató todos los planes a Rosas, quien inmediatamente hizo prender a Maza. Ese mismo día, 24 de junio, otros pocos conspiradores también fueron arrestados, entre ellos Tejedor. La escasa cantidad de detenidos y las leves penas que sufrieron parecen llamativas. Es probable que el Gobernador no haya dispuesto de todos los nombres de los implicados, pero además es posible que haya juzgado que no era conveniente descubrir una gran conspiración, lo cual evidenciaría la existencia de muchos descontentos. Prefirió entonces concentrar la atención en Maza, que fue acusado de haberlo querido asesinar. Otro personaje fue incriminado en el asunto: el padre de Ramón, Manuel Maza, quien seguía ocupando el cargo de presidente de la Sala de Representantes. ¿Sabía de la conspiración? Es posible, aunque no hay ningún dato cierto acerca de si participó o no en su organización. Cuando ocurrió la instalación del bloqueo, Manuel Maza se había mostrado partidario de negociar, pero nada indicaba que se pasaría a la oposición abierta. Sin embargo, Rosas estaba convencido de que él era parte, puesto que tenía en su poder correspondencia que su antiguo camarada había mantenido con algunos emigrados. La noticia de la conspiración corrió rápidamente por Buenos Aires y causó conmoción. El 26 de junio se reunió la Sociedad Popular Restauradora y un grupo se dirigió a la quinta del presidente de la Sala y la asaltó buscando a su propietario, quien no estaba allí. Al día siguiente, Maza se hizo presente en la Sala, mientras los jueces de paz urbanos encabezaban una movilización que presentó una petición para que se removiera al presidente de su cargo, por ser culpable de una revolución para entregar al país “…a la execrable tiranía de los asquerosos franceses, con cuyo oro ha sido corrompido el expresado infame traidor”. Al caer la noche, dispersada la multitud, Maza se sentó en su despacho a firmar su renuncia. Súbitamente ingresaron tres personas emponchadas: eran los mazorqueros Manuel Maestre, Manuel Gaetán y Félix Padín, que lo apuñalaron. Horas después, al llegar la mañana, su hijo Ramón fue fusilado por orden del Gobernador. Es muy probable que los asesinos tomaran la decisión por sí mismos o que lo hiciera la Sociedad Popular. Los rosistas temían y no únicamente su líder. Si bien el Gobernador ejercía un poder autocrático y supervisaba lo más posible las acciones de sus seguidores, eso no implica que los manejara como títeres. Por más que los federales netos, como se autoproclamaban, solían obedecerlo ciegamente, también tenían iniciativas propias y hacían sus interpretaciones de las órdenes que bajaba el gobierno. El rosismo no se reducía a Juan Manuel de Rosas.
El asesinato de Maza fue el primero que hizo la Mazorca desde el inicio de la crisis. Habían existido fusilamientos, pero eso era diferente. El Gobernador los definía usando las atribuciones dictatoriales de las que había sido investido. Las adhesiones a su persona se explicitaron más fervorosamente y las amenazas de violencia se volvieron cotidianas. Por ejemplo, en agosto La Gaceta Mercantil publicó una carta que Cuitiño y Parra dirigieron al Gobernador, en la cual afirmaban que: “…el único sentimiento, Excelentísimo Señor, que les queda a los que firman, es que estos indignos traidores y reos criminales de lesa Patria y América, no hayan probado de nuestras manos el puñal que desnudo conservamos para sostener la ilustre persona de Vuestra Excelencia a costa de nuestra propia sangre, como del mismo modo el nombre santo de la Federación, que hemos jurado sostener con nuestras propias vidas”. Aseguraban que estaban listos para “ver la sangre argentina de los desnaturalizados unitarios derramada por las calles de Buenos Aires, como vemos correr el agua del Río de la Plata”. No eran los únicos: unos días más tarde otros empleados de la policía enviaron a su vez una felicitación al Gobernador, en la que destacaba cómo los conspiradores, “…ni a un solo hombre del Ejército de línea y milicia, ni en la clase de tropa ni en la de Jefes y oficiales pudieron comprar” y concluían con una terrible aseveración: “…es tal la irritación de los federales que si Su Excelencia no estuviera de por medio habrían amanecido y aún amanecerían hoy mil de aquellos degollados”. Hasta ese momento, ninguno de los considerados unitarios había sufrido un degüello en la ciudad, pero en el discurso ya asomaba esa sombría perspectiva. No sólo las autoridades ejercieron más control sino que las denuncias de particulares acerca del supuesto unitarismo de otros se hicieron cada vez más habituales. En septiembre de 1839 parecía que la tensión descendía, pero a fines de octubre, en Dolores y Chascomús se alzaron en armas muchos de los antiguos soportes de Rosas. El levantamiento no llegó a durar dos semanas y con él se fue el último intento realizado en Buenos Aires de terminar con Rosas hasta 1852. La oposición había quedado muy debilitada, aunque el Gobierno sabía que mientras continuara el bloqueo francés y Lavalle estuviera en campaña, tendría un aliciente para conspirar. Buena parte de la población, la elite en particular, tendió a encerrarse. Además, la actividad mercantil, eje de la economía porteña, estaba casi paralizada por el persistente bloqueo. “La fisonomía del pueblo de Buenos Aires había cambiado enteramente”, diría más tarde el cordobés general Paz recordando esos días, “…sus calles estaban casi desiertas; los semblantes no indicaban sino duelo y malestar […] todo se resentía del acerbo pesar que devoraba a la mayor y mejor parte de aquel pueblo que yo había conocido tan risueño, tan activo, tan feliz en otra época”. Por convencimiento o para no ser molestados, muchos mostraban explícitamente su adhesión al régimen. Lavalle estaba al mando de un ejército en Entre Ríos, Fructuoso Rivera había vencido en el Estado Oriental una invasión rosista, Corrientes había vuelto a expresarse contra el Restaurador y las provincias del norte habían desconocido su manejo de las relaciones exteriores y habían formado una liga. Y el bloqueo francés, asfixiante, proseguía.
En abril de 1840, un grupo de desafectos había logrado fugarse en una embarcación y recalar en Montevideo. Entre ellos estaban Somellera y el prestigioso general Paz. La noticia enfureció a Rosas, quien ordenó que se evitaran a toda costa acciones de ese tipo. La noche del 4 de mayo, Isidro Oliden, Francisco Lynch, José María Riglos y Carlos Mason procuraron hacer el mismo viaje. Todos tenían antecedentes de oposición al régimen (Mason, por caso, fue uno de los que gritaba mueras en 1837 contra la persona que vivaba al Restaurador de las Leyes). Los traicionó su guía: cuando iban a embarcarse en la costa a la altura de San Telmo, fueron atacados por una partida a caballo que dirigía Cuitiño. Intentaron resistirse pero fueron degollados. El episodio fue uno de los que más impresión causó en la época entre los porteños y los emigrados. En agosto de 1840 Lavalle inició su demorado ataque a Buenos Aires. En el norte de la provincia consiguió varias adhesiones, pero comenzaron a hacerse más escasas a medida que se aproximaba a la ciudad. Aunque allí se generó una gran expectativa, no se detectó ningún movimiento a favor del ejército invasor (o libertador, dependiendo de quien lo juzgara). ¿Por qué? Éste trató de ocultar lo más posible el impopular apoyo francés, y sostuvo que no venía a representar a una forma de gobierno, para así evitar chocar con el preponderante federalismo; la lucha era contra la “tiranía” de Rosas.
Sin embargo, esas precauciones no surtieron efecto. En el caso de aquellos que seguían siendo desafectos al régimen, su pasividad ante la invasión tuvo que ver con el temor a las represalias si la expedición fracasaba. La Gaceta Mercantil explicitó que no había neutralidad posible: “¡O nosotros o ellos!”.
Rosas delegó el mando en Felipe Arana y salió de la ciudad. Se instaló en santos Lugares, donde preparó un ejército para esperar a Lavalle. El 29 de agosto éste se detuvo en Merlo, a menos de veinte kilómetros de las fuerzas de Rosas. Acampó allí y aguardó. En los días venideros se enteró de que nada ocurría en la ciudad y de que el general Oribe venía de Entre Ríos con refuerzos, debido a lo cual decidió eludir una batalla que presagiaba poco favorable y emprendió la retirada hacia Santa Fe. En la primera semana de septiembre la noticia se supo en la ciudad, que al principio reaccionó con cautela. Rosas, que permaneció en Santos Lugares, se movió con energía: el día 25 publicó un decreto por el cual se confiscaban las propiedades y los bienes de los unitarios. Simultáneamente llegó la noticia de que un enviado del Rey de Francia había llegado a Montevideo para negociar con el Gobernador porteño. Lo peor de la crisis parecía estar superado para el régimen. En ese clima se desencadenó el terror contra los sospechados de unitarios. Según el ministro Mandeville, en carta a su gobierno del 15 de octubre de 1840: “…los excesos cometidos en Buenos Aires por la gratificación de venganza pública y privada, han llegado a un punto tan alto rara vez registrado en los anales de la historia. Durante los últimos tres meses, hasta los últimos días no pasó una noche, salvo en dos o tres ocasiones, sin que dos o tres asesinatos no tuvieran lugar”. Echaba la culpa de los actos a la Mazorca. La explicación es muy clara: la cantidad de muertes parece exagerada dado que los crímenes habían empezado un mes antes, pero es interesante que el impacto del hecho hiciera que el Ministro lo alargara. Los asesinatos documentados son menos de los que sugiere el británico: veinte. Un testigo, Vicente Quesada, que era un niño en esa época, contó como una noche de ese mes terrible se sintieron golpes en la puerta de su casa. Su familia, aterrorizada, pensó que era la Mazorca, pero se trataba de la desesperada esposa de Gregorio Terry que pedía refugio: su marido acababa de ser capturado por mazorqueros en su propia vivienda y su hermano Manuel había escapado por la azotea. Terry fue azotado y luego liberado. Por su parte, José María Salvadores, que había sido oficial de policía, supo que lo perseguía la Mazorca y se escondió en un sótano que estaba oculto en su casa. Asistido por su esposa, se mantuvo allí durante doce años; salió a los pocos días de la batalla de Caseros “…con la barba crecida y larga hasta el estómago”. Tras más de un mes de terror, Mandeville consideró que era demasiado y se quejó. Rosas le contestó que no era difícil contener el furor federal contra los enemigos, pero la matanza se suspendió esa misma noche. Durante todo ese período, la Sociedad Popular Restauradora se reunía con regularidad, convocaba a misas por la Santa Causa y organizaba frecuentes guardias de honor para el Gobernador, en fechas como el comienzo de las sesiones de la Sala de Representantes. En marzo de 1841 hubo una nueva conmoción: Su hija Manuela abrió un paquete destinado a Rosas en el cual había un aparato que disparaba pistolas en todas las direcciones, cuyo dispositivo falló. El ardid había sido planeado en Montevideo, donde se publicaba el inflamado periódico Muera Rosas y los emigrados mantenían las esperanzas en que la muerte del Restaurador pudiera terminar con su sistema. Pero por el momento parecía más probable que el Gobernador porteño terminara con ellos. A fines de octubre de 1840, el ministro Arana había firmado la paz con el barón de Mackau, enviado francés. La partida de los franceses dejó desamparados a sus recientes aliados. Rosas pudo volcar su consolidado poderío contra Rivera, contra Lavalle, contra Corrientes y contra la Liga del Norte; en todos los casos tuvo éxito. Sin embargo, cuando su victoria parecía total, en el Litoral las cosas volvieron a hacerse difíciles. Mientras el Interior colapsaba, el general Paz, al servicio del gobierno correntino, derrotó a los rosistas en la batalla de Caaguazú, en noviembre de 1841. Pasó seguidamente a Entre Ríos y en marzo de 1842 se hizo nombrar gobernador de esa provincia. La llegada de esa noticia a Buenos Aires volvió a generar un estallido de terror. La Mazorca ganó las calles y cometió varios crímenes: otra vez, al menos veinte personas fueron asesinadas. Si los ataques de 1840 habían sido nocturnos, algunos de los de abril de 1842 se cometieron a plena luz: el abogado José Zorrilla fue degollado un mediodía en su casa, ubicada a metros de la Plaza de la Victoria, y un tal Duclós fue asesinado en el mismo horario. El horror se ciñó sobre la ciudad: Tomás de Anchorena, preocupado, le escribió a su primo Rosas el 19 de abril para decirle que se pasaba el día contestando cartas y recibiendo visitas, “…que bañadas en lágrimas, y llenas de angustia, horror y espanto vienen a suplicarme les de algún consuelo o consejo para salvar sus vidas, porque han sido avisados por diversos conductos de que cierta e indudablemente intentan matarlos”. Las razones de este renacer de la violencia las explicó en medio de la matanza la mujer de Arana, Pascuala Beláustegui, en una carta del 16 de abril dirigida a alguien que hacía tiempo no estaba en la ciudad. “Aquí hemos tenido algunos de los sucesos de octubre”, decía, haciendo referencia a lo ocurrido en 1840. “Yo lo previne ya porque sabía que en el campamento”, es decir la sede del ejército en Santos Lugares, “…había mucha exaltación contra los salvajes, pues decían que cuando habían pensado en retirarse a sus casas a descansar venían estos malvados a empezar de nuevo la guerra, que era preciso que no quedase uno para que ellos y el país disfrutasen de tranquilidad”. La opinión corría “…desde el Jefe hasta el último tambor, me dicen que es lo mismo que circula en el ejército”. Y sugería que las partidas eran numerosas: “…las reuniones federales que Usted ha visto aquí son tortas y papel pintado para las que hay ahora, el exterminio de los salvajes es lo único que se oye como único remedio a la terminación de la guerra pues ya han desesperado de que la moderación pueda jamás convencerlos”.
Los asesinatos de 1840 fueron para Rosas una forma de descomprimir, a través de la acción de la Mazorca, la tensión que vivía la ciudad. Pero sobre todo fue una forma de aterrorizar a la elite porteña. No bastaba ya con usar la divisa punzó y mostrar una total neutralidad: la sospecha de alguna simpatía unitaria podía llevar la muerte a la propia casa de los implicados. Era una solución a la tradición de actividad política de la elite, una forma de terminar de disciplinarla. Y, sin duda, fue efectiva. En 1842, en cambio, la Mazorca parece haber actuado por su cuenta. El Gobernador estaba de nuevo en Santos Lugares. La Policía no se dedicó a detener las muertes pues seguramente no sabía bien qué indicaciones habían recibido la Sociedad Popular Restauradora y su brazo armado de parte de Rosas. Podemos inferir que la matanza no fue ordenada por el Restaurador, quien ahora no la necesitaba porque la ciudad ya se había aquietado y no estaba amenazada por ningún peligro inmediato, como sí sucedió en 1840. La masacre de abril de 1842 parece haber sido una venganza llevada a cabo por los federales extremos contra aquellos a quienes volvieron a indicar como unitarios, producida por el hastío de la guerra y en algunos casos, posiblemente, por el deseo de apoderarse de algunos bienes de las víctimas. Las muertes del terror no fueron tantas en comparación con las que provocaron los enfrentamientos bélicos y los fusilamientos. Hay poco más de ochenta casos de ataques mazorqueros en todo el período rosista. Es indudablemente un número muy significativo, pero lo que más horrorizó a la población afectada fue el método: asesinatos “a domicilio”, la sensación de total indefensión y de estar expuestos a gente capaz de todo. Los que habían sido víctimas de la violencia rosista aseguraban que los mazorqueros usaban un cuchillo afilado cuando querían matar a un enemigo, pero que usaban una sierra desafilada para degollar a los unitarios de primer rango social, para hacerlos sufrir más.
Ello contribuyó a eternizar el recuerdo de ese horror, más aún en una ciudad que nunca había vivido ese tipo de violencia política. En la campaña hubo represiones y fusilamientos que el Gobierno llevó adelante abiertamente, pero en general no hubo actividades importantes de grupos no oficiales como la Mazorca. La crisis del sistema rosista iba a concluir durante 1842 con el rotundo triunfo rosista en Arroyo Grande. Los años subsiguientes mostraron a una Buenos Aires en calma. Al finalizar 1844, Juan Manuel Beruti escribió en su diario que el año “…ha concluido sin más novedad que la guerra que aún sigue con Montevideo; pero la ciudad muy tranquila, aunque muy pobres sus habitantes por la falta de gente del país que se halla emigrada y el comercio paralizado; pero gracias a Dios no ha habido insultos, embargos, confiscaciones ni degüellos ni se ha perseguido a nadie”. Es que ya no era necesario, la ciudad había sido disciplinada. En junio de 1846, la entonces innecesaria Mazorca dejó de existir. Podría aventurarse que la década de 1840 fue políticamente la menos agitada de esa urbe durante todo el siglo XIX.
Concluyendo
Hubo al menos tres elementos, que no puedo analizar aquí por falta de espacio, que legitimaron y permitieron este accionar del rosismo: la sacralización de la causa federal (combatir a una causa santa demonizaba a quienes lo hacían y justificaba que se los eliminara); la identificación de Rosas como salvador y defensor de la patria ante la agresión extranjera; el “clasismo”. La adhesión federal le permitió a gente de inferior condición social acusar a miembros de la elite en igualdad de condiciones, como se puede rastrear claramente en el archivo policial. Esto era impensable en la década de 1820, en la cual el Estado intervenía mayormente a favor de los estratos más altos. No era que el rosismo buscara transformar la sociedad, sino que la entronización de la filiación política por sobre cualquier otra permitió que algunas tensiones sociales afloraran en el interior de la lucha contra los unitarios. Los opositores a Rosas señalaron el apoyo plebeyo y el igualitarismo como uno de los rasgos clave del régimen. Mármol escribió que los plebeyos: “…osaban creer, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y amalgamándose la sociedad entera en una sola familia”. Otro contemporáneo comentó que en medio del período del terror “…era preciso aparentar la más indiferente serenidad, porque se había perdido la confianza, los criados podían ser espías; una palabra indiscreta podía comprometer la vida o la fortuna: no se podía ni reconvenirles ni mirarlos con severidad; la tiranía estaba en los de abajo”. Indudablemente, éstas –y varias otras vertidas en el mismo tono– no son sólo reconstrucciones de memorialistas rencorosos. Había una identificación popular con el federalismo que contribuyó a que se viera la presión política ejercida sobre la elite como una suerte de revancha social. También Rosas aseguró que los momentos de terror fueron protagonizados por la plebe. La diferencia era que él la consideraba espontánea, mientras que sus enemigos, al igual que gran parte de los historiadores más tarde, se encargaron de enfatizar que fue el Restaurador el que dirigió la represión. De cualquier manera, esa apelación a que fue la furia popular la ejecutora de los ataques no debe ser considerada tan sólo como una afirmación de Rosas para justificarse ante sus opositores y los observadores extranjeros. También pudo ser usada para legitimarse ante la misma plebe y a la vez contribuir a su desmovilización real (fenómeno que ha advertido Tulio Halperin Donghi). Porque si la plebe rosista se consideraba en algún punto representada por las acciones de los mazorqueros, entonces Rosas también avanzaba en su principal objetivo: la construcción de un orden. Esto puede contribuir a explicar el porqué de una acción contra los opositores que devino en el terror. Mientras que a la plebe porteña se la vigilaba y disciplinaba con las pocas herramientas estatales existentes, fundamentalmente la Policía, a la elite disidente se la perseguía –y así también disciplinaba– apelando a grupos que de alguna manera se arrogaban una representatividad popular. En 1840 la elite tuvo miedo a la acción popular, pero ésta estaba en realidad, más que en ninguno de los episodios políticos con participación plebeya en Buenos Aires, controlada por las autoridades. El terror fue sólo parcialmente popular; se reivindicó como tal y quizás representó el deseo de muchos, pero de hecho quedó en pocas manos y se convirtió en una política de gobierno.
A través de las actividades de la Sociedad Popular Restauradora y, sobre todo, de la Mazorca, el régimen rosista desmovilizó cualquier posibilidad de acción colectiva de sus mismos partidarios plebeyos y fue moldeando una sociedad con una agitación política muy inferior a la que había dado lugar al ascenso del Restaurador. Y el terror fue urbano, fundamentalmente, porque en la ciudad se concentraba la elite en la Buenos Aires de la época.