miércoles, 2 de octubre de 2019

Paraguas que ya fueron abiertos - Antonio Caponnetto

Paraguas que ya fueron abiertos - Antonio Caponnetto





PARAGUAS QUE YA FUERON ABIERTOS

POR ANTONIO CAPONNETTO

En el año 2016 publicamos el libro “Independencia y Nacionalimo”. En el cual , entre las pags. 125 y 129, apuntábamos en defensa propia una serie de reflexiones sobre los nuevos e innobles modos que ha tomado la otrora célebre disputatio. En el mismo año 2016, pudimos editar “La democracia: un debate pendiente”, vol. II. Allí, entre las p. 489-492, volvíamos sobre el punto.
Consideramos oportuno y pertinente recordar estás líneas ahora. Sobre todo ante la inusitada cuanto febril aparición de lo que podría considerarse una derivación ridícula del género etopéyico. Consistiría la tal derivación en que, ellos y ellas -como las redes sociales son gratis- sin tener la más minimísima idea del alma y de la obra de quien retratan, ni el más remoto trato con el sujeto al que describen, se permiten todo tipo de calificativos y de adjetivaciones denigrantes, atribuyéndole pensamientos, caracteres y conductas en clara disonancia con los que realmente tiene el sujeto de carne y hueso del que se ocupan.


Como últimamente las alusiones no han tenido desenlace feliz entre nosotros, quiero decir y digo que, en los renglones siguientes –llenos de curiosa actualidad- declaro condenada la “caponetología”, y mando que sus cultores se dediquen a menesteres más provechosos.

Muchas gracias.

- I-

         “No será novedad alguna para los lectores amigos o adversarios, afirmar que el Nacionalismo siempre ha sido un objeto de acalorados debates. En la Argentina, al menos, podríamos decir sin temor al equívoco, que la historia de esta corriente de pensamiento o de acción política, es la historia misma de su discusión con propios y extraños.

            Pero las costumbres han cambiado, y nos tememos que para mal.

         Antañonamente esos debates se planteaban cara a cara y mano a mano, aunque varios fueran los protagonistas simultáneos o sucesivos. Y era señal de probidad entre los sustentantes y arguyentes el poder demostrar que se conocía la posición del objetado, que se había leído su producción bibliográfica y, sobre todo, que se la había comprendido con inteligencia, se la compartiera o rechazara después. El llamado estado actual de la cuestión era un requisito moralmente obligatorio para los participantes de una disputatio. Esto quiere decir, reiteramos, que se partía de la base de un conocimiento prolijo y actualizado del otro y de su obra. Y que todavía existía, por un lado, la delectación ante el estudio, así fuese arduo y prolongado; y por otro la prudencia para llamarse a silencio si no se conocía el tema en litigio.

         No sin melancolía nos recordamos a nosotros mismos de jóvenes, escuchando al maestro Julio Irazusta enhebrar alguna ironía sobre aquellos rosistas que lo felicitaban por su prolífica saga sobre el Restaurador, pero que jamás habían leído su obra en forma completa. Ahora bien, convengamos en que se mantenían cautelosamente en el terreno de las efusividades durante los brindis y las peñas. Otrosí los enemigos, que sólo se atrevían al disenso público si tenían firmemente encasquetadas las cabezas sobre sus hombros.

            Decíamos que, al respecto, el cambio nos ganó la partida; y fue para peor. La estudiosidad cedió el terreno a la curiosidad, siempre insustancial, epidérmica y tornadiza. La humildad del sabio se trocó en la insolencia irresponsable del opinador anónimo; y la irrupción de internet trajo, entre tantas consecuencias negativas, la de dar amplio y espacioso albergue a esta legión de indoctos audaces que se multiplican cada mañana. Hay excepciones honrosas, y necesitamos subrayarlo, pero son las menos. Necesitamos subrayarlo, repetimos, porque nuestra impugnación no es de las bitácoras, ni de los muchos que en ellas bien enseñan, sino  de los enajenados que en ocasiones las fabrican o visitan para esconder el canguelo que les causa existir.

         Amparados en nombres de fantasía, escudados tras pseudónimos, alias, apodos o vulgares remoquetes; excusados por lo mismo del honorable deber de fundamentar cuanto se dice y de probar, insistimos, que se conoce el objeto y/o la persona en cuestionamiento; pero conscientes del poder multiplicador que tienen las publicaciones digitales, se atreven a todo, huérfanos de cualquier límite moral e intelectual. Sus terrenos predilectos son los más innobles que pueda frecuentar una persona decente. Por ejemplo, la calumnia y la injuria, sumada a la mentira intencional.

         Entre las víctimas propiciatorias de esta embestida de la brutalidad anónima, se encuentra hoy el Nacionalismo. Y de un modo especial, el Nacionalismo Católico. Sus agresores ya no se reclutan exclusivamente entre las clásicas huestes liberales o marxistas, sino en una franja híbrida y a la vez variopinta, que tanto puede cobijar a un skinhead como a un exabruptal españolista, a un cipayo de overol o de levita, a un psicópata emasculado o a un erudito a la violeta. Ser identificados los aterroriza tanto como la luminaria al roedor nocturno. Vivir es postear entre las sombras.

         Uno de los tristes denominadores comunes de estos personajes es, precisamente, el que mencionábamos arriba: no conocen el objeto del que hablan; no conocen al sujeto de quien hablan, y al sentirse desligados de conocer también el status quaestionis, suelen caer en el ridículo de los descubridores de la pólvora o del Mediterráneo. Hablan de lo que no saben, como si supieran. Critican a un autor, con saña digna de mejor causa, sin haberlo leído, y hasta osando decir que no piensan leerlo pero que continuarán objetándolo. Sacan a relucir un tema ignorando los antecedentes, los pródromos, los orígenes y el pasado previo. Extraen el proverbial conejo de la galera, y resulta que el conejo es un viejo conocido que ya viene saltado desde hace lustros de un sinfín de sombreros ilustres. Se tienen por geniales innovadores, por rebeldes creativos, por decidores de lo que nunca se hubiera dicho ni disputado, y la triste realidad es que cuando ellos van con sus objeciones, los objetados llevan varias generaciones volviendo.

    El resultado es penosísimo, y la verdad es que no valdría la pena referirse al fenómeno si no fuera por el volumen y la circulación que ha tomado, muy especialmente entre los más jóvenes, quienes han perdido casi completamente el hábito de la lectura orgánica y totalizadora. Hemos vivido en carne propia esta desagradable experiencia de la agresión ignorante y cobarde, y sabemos de lo que estamos hablando.  Hemos padecido a la plaga de los “sabelotodísimos”, que pintaba Castellani en “El nuevo gobierno de Sancho”. No entienden, no atienden y blasonan inverecundamente de reducir la personalidad intelectual a un nickname en comentarios tan volátiles como sus humores [...].

         Pero ya lo aclaramos. El hábito de las lecturas largas y exigentes ha desaparecido hoy. Y el hábito malsano de los opinadores advenedizos y pseudo ocurrentes va creciendo cada día. Escribir dos veces la misma obra hemos dicho que no se puede. Obligar a los patanes a informarse antes de hablar, o a tener la modestia básica de considerar los precedentes del punto en tratamiento, sería pedirles que renuncien a su naturaleza. Reclamarles a los honestos que paren el mundo de sus legítimas labores u oficios y se sumerjan en páginas arduas y extensas, sería impropio cuan injusto. ¿Entonces?[...].

 Sin humildades sobreactuadas digámoslo todo: el anhelo todavía superior, si cabe, no es que lean nuestros libros, sino los de aquellos que fueron nuestros grandes e inolvidables maestros en el pensamiento nacionalista y católico. No sólo de la Argentina, sino de América, de España y de Europa. Se evitarían algunos males de ese modo. Males, apriorismos, prejuzgamientos y conspiraciones de silencio. Males como el de desconocer la naturaleza de lo que se objeta y el de dejar de menospreciar una herencia riquísima, por el prurito de que no vale la pena descubrirla y amarla”.
        
-II-

“Algunos pocos y benévolos amigos me han pedido cierta orientación u opinión ante los próximos comicios.

Explico primero el porqué del doloroso hartazgo frente al tema, y luego intentaré expedirme para que no se me acuse de evasivo.

Nadie está obligado a leerme, ni he perdido el juicio como para tenerme por consultor obligado. Pero si no se me lee, nadie tiene tampoco derecho alguno a criticar lo que pienso. Sencillamente porque no conocen lo que pienso. O lo conocen del peor modo: fragmentariamente, y de mentas; cuando no cargados de elementales apriorismos. Hasta ahora, parecía ser ésta la funesta especialidad de las izquierdas. Pero resulta que el contagio ha llegado a la propia tropa. A la muy cercana.

Nadie está obligado a leerme, reitero. Pero tampoco pesa sobre mí el deber de volver a escribir los mismos libros cada vez que una circunstancia determinada pone sobre el tapete el tema central de esos libros ya escritos. Un traumatólogo no escribe sobre los riesgos de las fracturas expuestas cada vez que alguien se rompe un codo.

Llevo publicados dos volúmenes densos y pormenorizantes sobre la perversión democrática, y está en curso un tercero, del mismo tenor. El número de escritos referidos al punto –aunque en rigor, a cuestiones colaterales y anejas al mismo- podría casi multiplicarse, si contara, no sin razones, dos tomos previos, aparecidos en el año 2000, antologizando textos que publicara en Cabildo durante veinte años.

Por más modesto que quiera ser al respecto, no encuentro el modo de omitir que he procurado ser detallista, exhaustivo y meticuloso en mis argumentaciones contra el horribilísimo e insalvable sistema político que nos domina, así como sobre la nocividad moral en que incurre quien lo convalida o avala en vez de procurar su destrucción. Ergo, dable sería esperar la misma actitud analítica en quienes no comparten mi postura.

Lamentablemente no suele suceder así. Y cualquier opinante anónimo de un blog, verbigracia, se cree facultado para descalificar mi tesitura. O peor dicho: lo que suponen, sin leerme de modo íntegro, que es mi tesitura. Las presiones para que me rinda y siente cabeza de católico que “no dogmatiza lo prudencial”, ni tiene “conciencia escrupulosa”, ni “vea pecado donde no lo hay”, se multiplican en vísperas de cada elección, con argumentos cada vez más insólitos. Últimamente, el de acusarme de donatista, platónico, kantiano, rigorista, fariseo, provocador o desafectado de los hipotéticos beneficios que les traería a los militares presos el triunfo de esa porciúncula más del estiércol que responde a la sigla PRO.

Ninguno quiere dejar en paz a quien, simplemente, -¡vaya pretensión!- procura dar testimonio de coherencia en soledad. A quien no quiere ser útil al sistema, ni incurrir en el activismo partidocrático, ni vivir pendiente de los requerimientos de un modelo corrupto, ni pagar tributo a la corrección política, ni estar desatento al regreso de Jesucristo antes que atento a la huida de los kirchner, minusculando a sabiendas el nauseabundo gentilicio.

Una voluntad tácita de castigarlo y doblegarlo se pone en marcha ante el disidente. El rigorismo de los demócratas es cada vez más circundante y opresivo. No quemar incienso al sufragio universal está penado por la ley y queda el réprobo sometido a figurar en la lista estatal de infractores, oblando su multa. Sin embargo, no es éste el maldito rigorismo que dispara siquiera una línea de condena, sino el nuestro, por no querer sumarnos a la inmoralidad cuantofrénica.

Los ciudadanos de la democracia están divididos entre los integrados mansamente al llamamiento electoral, que deben tenerse por puros y limpios; y los impuros y sucios que, contrario sensu, desacatan el imperativo de hacer una genuflexión doble ante cada urna. Sin embargo, insistimos, no es a esta demasía a la que se la compara con la casuística de purezas e impurezas del judaísmo, sino a nuestra actitud de no querer contaminarnos éticamente haciendo la fila para rifar a la patria con cada boleta asquerosa.

En esa ofensiva contra el disidente, lo subrayamos, cualquier argumento es válido. Hasta el de compararnos con los circunceliones del siglo IV. Bandidos desaforados y heréticos, claro; éso seríamos. Como los brigantes franceses, los bandoleros de la Cristiada, los forajidos resistentes al castrismo, o más criolla la cosa: como el Chacho Peñaloza, conductor de los últimos “bárbaros”, al que con el mencionado mote de bandido insultó su verdugo antes de matarlo.

Imposible no recordar en dos trazos lo que me sucediera en una de las primeras defensas catedralicias, en Buenos Aires. Tras soportar en desigualdad de condiciones largas horas de blasfemias, sacrilegios y obscenidades, aproveché un segundo de silenciamiento de las hordas para vivar a Cristo Rey. Sólo ese grito, lo juro. Sucedió entonces que un señor de civil, muy atildado y correcto, a quien hasta entonces no había visto, se me acercó e -identificándose como comisario en operaciones en el susodicho vejamen- me dijo textualmente: “si usted vuelve a provocarlos, no me deja otra alternativa más que detenerlo”. El infeliz no había leído a San Agustín ni a Baronio. Nada sabía de Makide o Faser, los renombrados caudillejos de los circunceliones. Pero algo había aprendido del mundo y para el mundo: el provocador era yo. Tristísima cosa que así piense, no ya un ignoto y exculpable esbirro del Estado, sino un haz de católicos a quienes tengo por buenos”.

 Nacionalismo Católico San Juan Bautista