Paraguas que ya fueron abiertos - Antonio Caponnetto
PARAGUAS QUE YA FUERON
ABIERTOS
POR ANTONIO CAPONNETTO
En el año 2016 publicamos el libro “Independencia
y Nacionalimo”. En el cual , entre las pags. 125 y 129, apuntábamos en defensa
propia una serie de reflexiones sobre los nuevos e innobles modos que ha tomado
la otrora célebre disputatio. En el mismo año 2016, pudimos editar “La
democracia: un debate pendiente”, vol. II. Allí, entre las p. 489-492,
volvíamos sobre el punto.
Consideramos oportuno y pertinente recordar estás
líneas ahora. Sobre todo ante la inusitada cuanto febril aparición de lo que
podría considerarse una derivación ridícula del género etopéyico. Consistiría
la tal derivación en que, ellos y ellas -como las redes sociales son gratis-
sin tener la más minimísima idea del alma y de la obra de quien retratan, ni el
más remoto trato con el sujeto al que describen, se permiten todo tipo de
calificativos y de adjetivaciones denigrantes, atribuyéndole pensamientos,
caracteres y conductas en clara disonancia con los que realmente tiene el
sujeto de carne y hueso del que se ocupan.
Como últimamente las alusiones no han tenido
desenlace feliz entre nosotros, quiero decir y digo que, en los renglones
siguientes –llenos de curiosa actualidad- declaro condenada la “caponetología”,
y mando que sus cultores se dediquen a menesteres más provechosos.
Muchas gracias.
-
I-
“No será novedad
alguna para los lectores amigos o adversarios, afirmar que el Nacionalismo
siempre ha sido un objeto de acalorados debates. En la Argentina, al menos,
podríamos decir sin temor al equívoco, que la historia de esta corriente de
pensamiento o de acción política, es la historia misma de su discusión con
propios y extraños.
Pero las
costumbres han cambiado, y nos tememos que para mal.
Antañonamente esos
debates se planteaban cara a cara y mano a mano, aunque varios fueran los
protagonistas simultáneos o sucesivos. Y era señal de probidad entre los
sustentantes y arguyentes el poder demostrar que se conocía la posición del
objetado, que se había leído su producción bibliográfica y, sobre todo, que se
la había comprendido con inteligencia, se la compartiera o rechazara después.
El llamado estado actual de la cuestión
era un requisito moralmente obligatorio para los participantes de una disputatio. Esto quiere decir,
reiteramos, que se partía de la base de un conocimiento prolijo y actualizado
del otro y de su obra. Y que todavía existía, por un lado, la delectación ante
el estudio, así fuese arduo y prolongado; y por otro la prudencia para llamarse
a silencio si no se conocía el tema en litigio.
No sin melancolía
nos recordamos a nosotros mismos de jóvenes, escuchando al maestro Julio
Irazusta enhebrar alguna ironía sobre aquellos rosistas que lo felicitaban por
su prolífica saga sobre el Restaurador, pero que jamás habían leído su obra en
forma completa. Ahora bien, convengamos en que se mantenían cautelosamente en
el terreno de las efusividades durante los brindis y las peñas. Otrosí los
enemigos, que sólo se atrevían al disenso público si tenían firmemente
encasquetadas las cabezas sobre sus hombros.
Decíamos que, al
respecto, el cambio nos ganó la partida; y fue para peor. La estudiosidad cedió
el terreno a la curiosidad, siempre insustancial, epidérmica y tornadiza. La
humildad del sabio se trocó en la insolencia irresponsable del opinador
anónimo; y la irrupción de internet trajo, entre tantas consecuencias
negativas, la de dar amplio y espacioso albergue a esta legión de indoctos
audaces que se multiplican cada mañana. Hay excepciones honrosas, y necesitamos
subrayarlo, pero son las menos. Necesitamos subrayarlo, repetimos, porque
nuestra impugnación no es de las bitácoras, ni de los muchos que en ellas bien
enseñan, sino de los enajenados que en
ocasiones las fabrican o visitan para esconder el canguelo que les causa
existir.
Amparados en
nombres de fantasía, escudados tras pseudónimos, alias, apodos o vulgares
remoquetes; excusados por lo mismo del honorable deber de fundamentar cuanto se
dice y de probar, insistimos, que se conoce el objeto y/o la persona en
cuestionamiento; pero conscientes del poder multiplicador que tienen las
publicaciones digitales, se atreven a todo, huérfanos de cualquier límite moral
e intelectual. Sus terrenos predilectos son los más innobles que pueda
frecuentar una persona decente. Por ejemplo, la calumnia y la injuria, sumada a
la mentira intencional.
Entre las víctimas
propiciatorias de esta embestida de la brutalidad anónima, se encuentra hoy el
Nacionalismo. Y de un modo especial, el Nacionalismo Católico. Sus agresores ya
no se reclutan exclusivamente entre las clásicas huestes liberales o marxistas,
sino en una franja híbrida y a la vez variopinta, que tanto puede cobijar a un
skinhead como a un exabruptal españolista, a un cipayo de overol o de levita, a
un psicópata emasculado o a un erudito a la violeta. Ser identificados los
aterroriza tanto como la luminaria al roedor nocturno. Vivir es postear entre
las sombras.
Uno de los tristes
denominadores comunes de estos personajes es, precisamente, el que
mencionábamos arriba: no conocen el objeto del que hablan; no conocen al sujeto
de quien hablan, y al sentirse desligados de conocer también el status quaestionis, suelen caer en el
ridículo de los descubridores de la pólvora o del Mediterráneo. Hablan de lo
que no saben, como si supieran. Critican a un autor, con saña digna de mejor
causa, sin haberlo leído, y hasta osando decir que no piensan leerlo pero que
continuarán objetándolo. Sacan a relucir un tema ignorando los antecedentes,
los pródromos, los orígenes y el pasado previo. Extraen el proverbial conejo de
la galera, y resulta que el conejo es un viejo conocido que ya viene saltado
desde hace lustros de un sinfín de sombreros ilustres. Se tienen por geniales
innovadores, por rebeldes creativos, por decidores de lo que nunca se hubiera
dicho ni disputado, y la triste realidad es que cuando ellos van con sus
objeciones, los objetados llevan varias generaciones volviendo.
El resultado es penosísimo, y la verdad es que
no valdría la pena referirse al fenómeno si no fuera por el volumen y la
circulación que ha tomado, muy especialmente entre los más jóvenes, quienes han
perdido casi completamente el hábito de la lectura orgánica y totalizadora.
Hemos vivido en carne propia esta desagradable experiencia de la agresión
ignorante y cobarde, y sabemos de lo que estamos hablando. Hemos padecido a la plaga de los
“sabelotodísimos”, que pintaba Castellani en “El nuevo gobierno de Sancho”. No
entienden, no atienden y blasonan inverecundamente de reducir la personalidad
intelectual a un nickname en
comentarios tan volátiles como sus humores [...].
Pero ya lo
aclaramos. El hábito de las lecturas largas y exigentes ha desaparecido hoy. Y
el hábito malsano de los opinadores advenedizos y pseudo ocurrentes va
creciendo cada día. Escribir dos veces la misma obra hemos dicho que no se
puede. Obligar a los patanes a informarse antes de hablar, o a tener la
modestia básica de considerar los precedentes del punto en tratamiento, sería
pedirles que renuncien a su naturaleza. Reclamarles a los honestos que paren el
mundo de sus legítimas labores u oficios y se sumerjan en páginas arduas y
extensas, sería impropio cuan injusto. ¿Entonces?[...].
Sin
humildades sobreactuadas digámoslo todo: el anhelo todavía superior, si cabe,
no es que lean nuestros libros, sino los de aquellos que fueron nuestros
grandes e inolvidables maestros en el pensamiento nacionalista y católico. No
sólo de la Argentina,
sino de América, de España y de Europa. Se evitarían algunos males de ese modo.
Males, apriorismos, prejuzgamientos y conspiraciones de silencio. Males como el
de desconocer la naturaleza de lo que se objeta y el de dejar de menospreciar
una herencia riquísima, por el prurito de que no vale la pena descubrirla y
amarla”.
-II-
“Algunos pocos y benévolos amigos me han pedido
cierta orientación u opinión ante los próximos comicios.
Explico primero el porqué del doloroso hartazgo
frente al tema, y luego intentaré expedirme para que no se me acuse de evasivo.
Nadie está obligado a leerme, ni he perdido el
juicio como para tenerme por consultor obligado. Pero si no se me lee, nadie
tiene tampoco derecho alguno a criticar lo que pienso. Sencillamente porque no conocen lo que pienso. O lo conocen
del peor modo: fragmentariamente, y de mentas; cuando no cargados de
elementales apriorismos. Hasta ahora, parecía ser ésta la funesta especialidad
de las izquierdas. Pero resulta que el
contagio ha llegado a la propia tropa. A la muy cercana.
Nadie está obligado a leerme, reitero. Pero tampoco
pesa sobre mí el deber de volver a escribir los mismos libros cada vez que una
circunstancia determinada pone sobre el tapete el tema central de esos libros
ya escritos. Un traumatólogo no escribe sobre los riesgos de las fracturas
expuestas cada vez que alguien se rompe un codo.
Llevo publicados dos volúmenes densos y pormenorizantes
sobre la perversión democrática, y está en curso un tercero, del mismo tenor.
El número de escritos referidos al punto –aunque en rigor, a cuestiones
colaterales y anejas al mismo- podría casi multiplicarse, si contara, no sin
razones, dos tomos previos, aparecidos en el año 2000, antologizando textos que
publicara en Cabildo durante veinte
años.
Por más modesto que quiera ser al respecto, no
encuentro el modo de omitir que he procurado ser detallista, exhaustivo y
meticuloso en mis argumentaciones contra el horribilísimo e insalvable sistema
político que nos domina, así como sobre la
nocividad moral en que incurre quien lo convalida o avala en vez de procurar su
destrucción. Ergo, dable sería esperar la misma actitud analítica en
quienes no comparten mi postura.
Lamentablemente no suele suceder así. Y cualquier
opinante anónimo de un blog, verbigracia, se cree facultado para descalificar
mi tesitura. O peor dicho: lo que
suponen, sin leerme de modo íntegro, que es mi tesitura. Las presiones para
que me rinda y siente cabeza de católico que “no dogmatiza lo prudencial”, ni
tiene “conciencia escrupulosa”, ni “vea pecado donde no lo hay”, se multiplican
en vísperas de cada elección, con argumentos cada vez más insólitos.
Últimamente, el de acusarme de donatista, platónico, kantiano, rigorista,
fariseo, provocador o desafectado de los hipotéticos beneficios que les traería
a los militares presos el triunfo de esa porciúncula más del estiércol que
responde a la sigla PRO.
Ninguno quiere dejar en paz a quien, simplemente,
-¡vaya pretensión!- procura dar testimonio de coherencia en soledad. A quien no
quiere ser útil al sistema, ni incurrir en el activismo partidocrático, ni
vivir pendiente de los requerimientos de un modelo corrupto, ni pagar tributo a
la corrección política, ni estar desatento al regreso de Jesucristo antes que
atento a la huida de los kirchner,
minusculando a sabiendas el nauseabundo gentilicio.
Una voluntad tácita de castigarlo y doblegarlo se
pone en marcha ante el disidente. El rigorismo de los demócratas es cada vez
más circundante y opresivo. No quemar incienso al sufragio universal está
penado por la ley y queda el réprobo sometido a figurar en la lista estatal de
infractores, oblando su multa. Sin embargo, no es éste el maldito rigorismo que
dispara siquiera una línea de condena, sino el nuestro, por no querer sumarnos
a la inmoralidad cuantofrénica.
Los ciudadanos de la democracia están divididos
entre los integrados mansamente al llamamiento electoral, que deben tenerse por
puros y limpios; y los impuros y sucios que, contrario sensu, desacatan el imperativo de hacer una genuflexión
doble ante cada urna. Sin embargo, insistimos, no es a esta demasía a la que se
la compara con la casuística de purezas e impurezas del judaísmo, sino a
nuestra actitud de no querer contaminarnos éticamente haciendo la fila para
rifar a la patria con cada boleta asquerosa.
En esa ofensiva contra el disidente, lo subrayamos,
cualquier argumento es válido. Hasta el de compararnos con los circunceliones del siglo IV. Bandidos
desaforados y heréticos, claro; éso seríamos. Como los brigantes franceses, los
bandoleros de la Cristiada,
los forajidos resistentes al castrismo, o más criolla la cosa: como el Chacho
Peñaloza, conductor de los últimos “bárbaros”, al que con el mencionado mote de
bandido insultó su verdugo antes de matarlo.
Imposible no recordar en dos trazos lo que me
sucediera en una de las primeras defensas catedralicias, en Buenos Aires. Tras
soportar en desigualdad de condiciones largas horas de blasfemias, sacrilegios
y obscenidades, aproveché un segundo de silenciamiento de las hordas para vivar
a Cristo Rey. Sólo ese grito, lo juro. Sucedió entonces que un señor de civil,
muy atildado y correcto, a quien hasta entonces no había visto, se me acercó e
-identificándose como comisario en operaciones en el susodicho vejamen- me dijo
textualmente: “si usted vuelve a provocarlos,
no me deja otra alternativa más que detenerlo”. El infeliz no había leído a San
Agustín ni a Baronio. Nada sabía de Makide o Faser, los renombrados caudillejos
de los circunceliones. Pero algo había aprendido del mundo y para el mundo: el provocador era yo. Tristísima cosa
que así piense, no ya un ignoto y exculpable esbirro del Estado, sino un haz de
católicos a quienes tengo por buenos”.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista