PÍO XII Y LA FAMILIA CRISTIANA: ANSIAS Y ESPERANZASPor Radio Cristiandad |
PÍO XII Y LA FAMILIA CRISTIANA
Discursos de Su Santidad Pío XII a los recién casados entre los años 1939 y 1943
ANSIAS Y ESPERANZAS
19 de Junio de 1940
Hace
cuarenta y un años, en una hora difícil para la sociedad cristiana,
pero menos angustiosa que la presente, nuestro glorioso predecesor León
XIII recordaba en su Encíclica Annum sacrum cómo, cuando la
Iglesia se encontraba oprimida bajo el yugo de los Césares, la Cruz se
apareció en lo alto a un joven emperador, como auspicio y causa de la
próxima victoria; y añadía: He aquí que hoy se ofrece a nuestra
mirada otra divina señal llena de auspicios: el Sacratísimo Corazón de
Jesús, coronado por la cruz y brillante de espléndido fulgor entre las
llamas. En Él se deben colocar todas las esperanzas: a Él se debe pedir,
y de Él se debe esperar la salvación de los hombres.
En
el actual mundo revuelto y en este mes dedicado al Sagrado Corazón, os
repetimos estas palabras a vosotros, queridos recién casados, que tenéis
más necesidad que otros de mirar con confianza al porvenir. Consagraos a
este Corazón divino y esperad de Él vuestra salvación y vuestra
felicidad.
Dios,
que ha creado al hombre para amarle y para ser amado de él, no ha hecho
una llamada solamente a su inteligencia y a su voluntad; para tocar su
corazón, ha tomado Él mismo un corazón de carne, y porque el signo más
manifiesto de amor entre dos corazones es el don total del uno al otro,
Jesús se digna proponer al hombre este cambio de corazones: Él ha dado
el suyo en el calvario, lo da todos los días, millares de veces, sobre
el altar y en cambio pide el corazón del hombre: Prœbe, fili mi, cor tuum mihi...
¡Hijo mío, dame tu corazón! Este llamamiento universal se dirige
particularmente a la familia, porque son especiales los favores que a
ésta le otorga el Corazón divino.
El
hombre, obra maestra del Creador, está hecho a imagen de Dios. Ahora
bien, en la familia esta imagen adquiere, por decirlo así, una peculiar
semejanza con el divino modelo, porque como la esencial unidad de la
naturaleza divina existe en tres personas distintas, consustanciales y
coeternas, así la unidad moral de la familia y humana se actúa en la
trinidad del padre, de la madre y de su prole.
La
fidelidad conyugal y la indisolubilidad del matrimonio, constituyen un
principio de unidad que puede parecer contrario a la parte inferior del
hombre, pero es conforme a su naturaleza espiritual; por otro lado, el
mandamiento dado a la primera pareja humana: creced y multiplicaos,
haciendo de la fecundidad una ley, asegura a la familia el don de
perpetuarse a través de los siglos y pone en ella como un reflejo de
eternidad.
Las
grandes bendiciones de la antigua Ley, fueron prometidas y dadas a la
familia. Noé no se salvó solo del diluvio; entró en el Arca "con sus
hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos", para salir de aquélla
incólume y con ellos; después de lo cual, Dios bendijo a él y a su
descendencia, a la que ordenó crecer y multiplicarse hasta llenar la
tierra.
Las
promesas hechas solemnemente a Abraham, se dirigían, como recordaba San
Pablo en su carta a los gálatas, no solamente a él, sino a su progenie,
que poseería la tierra prometida y se multiplicaría hasta hacer del
patriarca el padre de muchas gentes.
Cuando
Sodoma fue destruida a causa de su iniquidad, y precisamente de sus
delitos contra la familia, el fiel Lot, advertido por los Ángeles, fue
librado con sus hijas y con sus yernos.
Heredero
de las promesas y de las predilecciones del Altísimo, el rey David
cantó la misericordia divina que se derramaba sobre su estirpe de
generación en generación, porque después de haberlo llamado cuando era
un pastorzuelo y andaba tras de su rebaño, haberle dado un grande nombre
y haberle librado de todos sus enemigos, el Señor le anunció que
"formaría una casa", es decir, una familia, y que tomaría cuidado de
ella paternalmente: "cuando se cumplan tus días, y tú duermas con tus
padres, yo suscitaré después de ti a tu posteridad.
En
la nueva Ley todavía se conceden a la familia nuevas gracias. El
sacramento hace del matrimonio mismo un medio de mutua santificación
para los cónyuges y un manantial inagotable de ayuda sobrenatural; hace a
su unión símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia; les convierte
en colaboradores de la obra creadora del Padre, de la obra redentora del
Hijo, de la obra iluminadora y educadora del Espíritu Santo. ¿No es
acaso ésta una verdadera predilección de Dios, un amor de su corazón,
como cantaba el salmista al ver los pensamientos del Corazón divino a
través de las generaciones humanas: Cogitationes cordis eius in generationem et generationem?
Pero
no es esto todo. Este Corazón da y promete a las familias cristianas
todavía más. Ante todo, ha querido ofrecerles un modelo, por decirlo
así, más tangible e imitable que la sublime e inaccesible Trinidad.
Jesús, "autor y consumador de la fe", que renunció a los goces humanos
y, "dejando la alegría sostuvo la cruz, sin hacer caso de la ignominia",
gustó sin embargo la dulzura del hogar doméstico en Nazaret.
Nazaret
es el ideal de la familia, porque en ella la autoridad serena y sin
asperezas se junta con una obediencia sonriente y sin indecisiones;
porque la integridad se une allí a la fecundidad, el trabajo a la
oración, el buen querer humano a la benevolencia divina.
Este
es el ejemplo y el ánimo que Jesús os ofrece. Pero su Corazón os
reserva a vosotros, cabezas de familia de los siglos nuevos, bendiciones
todavía más explícitas.
A
las familias que se consagran a Él, este Corazón divino se ha
comprometido a asistirlas y protegerlas cuando se encuentren en
cualquier necesidad. ¡Ah, cuántas necesidades, a veces bien duras,
oprimen hoy a las familias, y cuántas las amenazan! Ninguna, acaso,
puede decirse sin desventuras en el presente y sin preocupaciones en el
porvenir, además de que en la familia el peligro de cada uno es
inquietud de todos, y el peligro de todos aumenta la ansiedad de cada
uno.
Ahora
es por lo tanto más oportuno que nunca el momento de dirigiros al
Sagrado Corazón y de consagraros a Él con todo lo que os es querido.
Confiadle
el nuevo hogar que habéis fundado y que no espera sino desenvolverse en
la calma, aun en medio de las agitaciones del mundo exterior.
Confiadle la casa que tal vez habéis debido abandonar, dejando a vuestros padres ancianos privados en adelante de vuestro apoyo.
Confiadle
la patria cuya tierra, fecundada con el sudor y acaso también con la
sangre de vuestros abuelos, os pide que seáis generosos en servirla.
Confiadle
con Nos la santa Iglesia que tiene promesa de vida eterna y sabe que no
sucumbirá a los asaltos del infierno, pero que llora como Raquel sobre
muchos de sus hijos que ya no existen, sobre tantos de sus templos
destruidos, de sus sacerdotes impedidos en el ejercicio de su
ministerio, sobre innumerables almas pobres, ovejas errantes entre las
ruinas de su redil destruido o en el desierto del destierro, mientras
las energías unidas del engaño y de la seducción se esfuerzan por
apartarles del único verdadero pastor divino.
Confiad,
en fin, al Sagrado Corazón, la humanidad entera, esta humanidad
dividida, lacerada, ensangrentada. Millares de hombres se han olvidado
de su bautismo, acaso también de la ley esculpida por el Creador en el
fondo de toda conciencia humana; que puedan volver a encontrar su
recuerdo con un sentimiento de confusión dolorosa y, después de sus
prevaricaciones, entrar de nuevo en su propio corazón: "Mementote istud
et confundimini: redite, prævaricatores, ad cor".
Que puedan, en este retorno a su pasado y al de sus abuelos, acordarse de que no hay sino un Dios y que Él es sin rival: Recordamini prioris sæculi, quoniam ego sum Deus... nec est similis mei.
Pero sobre todo, que mirando con amor la imagen del Sagrado Corazón, se
acuerden de que este Dios sin igual se hizo igual a los hombres, que
tiene un corazón semejante al suyo y herido de amor por ellos; que este
Corazón, vivo en el tabernáculo, está siempre pronto a acoger su
arrepentimiento y sus oraciones, siempre abierto para derramar sobre
ellos, con la efusión de su sangre, la abundancia de sus gracias, únicas
capaces de curar todas las miserias, de enjugar todas las lágrimas y de
disipar todas las ruinas.