In memoriam
EL SUEÑO DE AQUEL
SEÑOR
Encendió
la lámpara de la mesilla de noche, colocó el cuadrante sobre el almohadón y se
metió en la cama con el libro al lado. Se encontraba tranquilo, relajado.
Estuvo leyendo hasta casi las doce. Ya a oscuras, rezó las tres avemarías de
todas las noches, se dio la vuelta y, recostado sobre su hombro derecho, cerró
los ojos.
El túnel
es largo. Parece excavado en una roca; en el corazón de una montaña, quizá. ¿Qué
extraño resplandor ilumina el túnel? Fernando camina por él; camina, curiosamente,
sin pisar el suelo. Contradiciendo la ley de la gravedad. Primero, con pasos
medidos, después, desatentados. La fiebre se ha apoderado de él. Está deseando llegar
al final. Nota que una mirada le abarca y le sigue. ¿Irá a hablarle? La espera
de lo inminente desconocido le angustia. Quisiera correr, pero no puede. No
puede más que marcar un ritmo desigual en sus pisadas. ¿Qué viaje es éste? ¿Adónde
va?
El túnel
parece no tener fin. Durante el camino, que se le hace interminable, se
remueven en su mente una montaña ingente de recuerdos, sentimientos,
contriciones. Súbitamente, el túnel se dobla en un recodo. Hay ahora, al fondo,
una luz vivísima que le ciega. Como millares de estrellas brillan en un cielo
negro. Otra vez la sensación de que alguien le sigue, le mira, le domina. No es
eso lo más sensible, es como un sopor que se está apoderando de él: el paso de
un tiempo a otro tiempo. Y la impresión de fragilidad, un desasirse del lastre
material.
Súbitamente,
¿qué es esto? Termina el túnel. Termina en un infinito, en un horizonte azul
sin límites. ¿Y esta música, dulcísima, tenue, acariciadora? No te
intranquilices, Fernando; parece escuchar una voz suave. Ahora camina muy
despacio. Camina sobre nada; flota. Huele a primavera, tal que si atravesara un
jardín. Y se detiene. ¿O le detiene una fuerza ajena a la que no puede
sustraerse?
Escucha
un rumor de multitud, de pronto. El horizonte se puebla con una masa de seres
difusos, de rostros juveniles, limpios, que le sonríen. ¿Tienen cuerpo aquellos
seres? Fernando se mira el suyo; asombrosamente, también se le ha desvanecido.
La fuerza irresistible le hace andar hacia adelante, hacia el extraño enjambre.
Que se abre, que se separa, dejándole paso, como rindiéndole honores. Avanza solitario,
sorprendido. Curiosamente, confiado. Y de pronto…
De
pronto, una figura emerge del fondo. ¿Será posible? Es Ponesa. Ponesa, joven;
la Carmen que conoció en el Retiro, bellísima, sonriente, mirándole con ternura
desde sus ojos azules, más azules que nunca los vio. Va corriendo hacia la mágica
visión. ¿Corriendo? Sí, porque también él está ahora joven y fuerte y en
plenitud. Se abrazan; no, exactamente no se abrazan, los espíritus no pueden
materializar sus afectos. Pero son inmensamente felices, se sienten unidos,
unidos como nunca. A Fernando le parece que ella está diciendo:
— Unidos
para una eternidad…
Fue su último
sueño. Y el único quizá posible.
De
madrugada sintió el pinchazo hondo en el pecho, cerca del hombro izquierdo. Una
creciente angustia. Un dolor intenso, que se le subía a la cabeza. Intentó
incorporarse; los brazos no le respondían, como si fueran de trapo. Otro
pinchazo, más angustia. Y en pocos minutos, la paz. A la mañana siguiente, era
pasado el mediodía, seguía lloviendo sobre la ciudad. Nuria fue a despertarle y
se lo encontró dormido para siempre. Tenía los ojos cerrados y sus labios violáceos
querían ensayar media sonrisa.
Fernando Vizcaíno Casas
Con apenas un par de nombres
cambiados, Fernando Vizcaíno Casas terminó de escribir este texto —perteneciente
a su libro “Los imposibles sueños de un señor muy de derechas”— en noviembre de 1997, seis años
antes de su último noviembre. Se nos murió el día de los Fieles Difuntos,
porque un hombre prolijo y leal no podía irse más que en esa fecha.
Brille para él ahora la luz
que no tiene fin.
Que su alma, y el alma de todos nuestros
queridos difuntos descansen en paz.
Amén.