miércoles, 14 de noviembre de 2012

IN MEMORIAN


In memoriam


EL SUEÑO DE AQUEL SEÑOR
  
Encendió la lámpara de la mesilla de noche, colocó el cuadrante sobre el almohadón y se metió en la cama con el libro al lado. Se encontraba tranquilo, relajado. Estuvo leyendo hasta casi las doce. Ya a oscuras, rezó las tres avemarías de todas las noches, se dio la vuelta y, recostado sobre su hombro derecho, cerró los ojos.
  El túnel es largo. Parece excavado en una roca; en el corazón de una montaña, quizá. ¿Qué extraño resplandor ilumina el túnel? Fernando camina por él; camina, curiosamente, sin pisar el suelo. Contradiciendo la ley de la gravedad. Primero, con pasos medidos, después, desatentados. La fiebre se ha apoderado de él. Está deseando llegar al final. Nota que una mirada le abarca y le sigue. ¿Irá a hablarle? La espera de lo inminente desconocido le angustia. Quisiera correr, pero no puede. No puede más que marcar un ritmo desigual en sus pisadas. ¿Qué viaje es éste? ¿Adónde va?
   El túnel parece no tener fin. Durante el camino, que se le hace interminable, se remueven en su mente una montaña ingente de recuerdos, sentimientos, contriciones. Súbitamente, el túnel se dobla en un recodo. Hay ahora, al fondo, una luz vivísima que le ciega. Como millares de estrellas brillan en un cielo negro. Otra vez la sensación de que alguien le sigue, le mira, le domina. No es eso lo más sensible, es como un sopor que se está apoderando de él: el paso de un tiempo a otro tiempo. Y la impresión de fragilidad, un desasirse del lastre material.
   Súbitamente, ¿qué es esto? Termina el túnel. Termina en un infinito, en un horizonte azul sin límites. ¿Y esta música, dulcísima, tenue, acariciadora? No te intranquilices, Fernando; parece escuchar una voz suave. Ahora camina muy despacio. Camina sobre nada; flota. Huele a primavera, tal que si atravesara un jardín. Y se detiene. ¿O le detiene una fuerza ajena a la que no puede sustraerse?
   Escucha un rumor de multitud, de pronto. El horizonte se puebla con una masa de seres difusos, de rostros juveniles, limpios, que le sonríen. ¿Tienen cuerpo aquellos seres? Fernando se mira el suyo; asombrosamente, también se le ha desvanecido. La fuerza irresistible le hace andar hacia adelante, hacia el extraño enjambre. Que se abre, que se separa, dejándole paso, como rindiéndole honores. Avanza solitario, sorprendido. Curiosamente, confiado. Y de pronto…
   De pronto, una figura emerge del fondo. ¿Será posible? Es Ponesa. Ponesa, joven; la Carmen que conoció en el Retiro, bellísima, sonriente, mirándole con ternura desde sus ojos azules, más azules que nunca los vio. Va corriendo hacia la mágica visión. ¿Corriendo? Sí, porque también él está ahora joven y fuerte y en plenitud. Se abrazan; no, exactamente no se abrazan, los espíritus no pueden materializar sus afectos. Pero son inmensamente felices, se sienten unidos, unidos como nunca. A Fernando le parece que ella está diciendo:
   — Unidos para una eternidad…
   Fue su último sueño. Y el único quizá posible.
   De madrugada sintió el pinchazo hondo en el pecho, cerca del hombro izquierdo. Una creciente angustia. Un dolor intenso, que se le subía a la cabeza. Intentó incorporarse; los brazos no le respondían, como si fueran de trapo. Otro pinchazo, más angustia. Y en pocos minutos, la paz. A la mañana siguiente, era pasado el mediodía, seguía lloviendo sobre la ciudad. Nuria fue a despertarle y se lo encontró dormido para siempre. Tenía los ojos cerrados y sus labios violáceos querían ensayar media sonrisa.
   Fernando Vizcaíno Casas
  
   
Con apenas un par de nombres cambiados, Fernando Vizcaíno Casas terminó de escribir este texto —perteneciente a su libro “Los imposibles sueños de un señor muy de derechas”— en noviembre de 1997, seis años antes de su último noviembre. Se nos murió el día de los Fieles Difuntos, porque un hombre prolijo y leal no podía irse más que en esa fecha.

Brille para él ahora la luz que no tiene fin.
  
Que su alma, y el alma de todos nuestros queridos difuntos descansen en paz.
Amén.